Dossier Octavio Paz / Marzo - abril 2014


Octavio Paz y yo 


Por Mauricio López Noriega

 

Fue a principios del otoño, en París. Yo recién estrenaba los dieciocho y el mundo era un descubrimiento incesante. Me lo presentó Carlos Fuentes; como si fuera ayer, recuerdo que dijo: “La obra literaria de Paz es una constante encarnación del tiempo”. Yo no entendía nada.

Durante largas tardes, las palabras de Paz me descubrieron horizontes que ignoraba y que no había imaginado ―variados, su centro era el hombre. A partir de la risa de una mascarita totonaca, me participó un mundo prehispánico tal, que casi me avergoncé de mi viejo corazón de piedra verde; luego, me mostró la relación entre fiesta, muerte, identidad y clausura. Comprendí aspectos de la Conquista y de la Colonia novedosos para mí. Me llevó a sor Juana. Leí algunas obras de Quevedo, del Arcipreste, de Góngora. La conjunción de tantas ideas, lugares, cosas y tiempos produjeron en mí un saturado efecto, tan extraño, que dejé de frecuentarlo.

Pero en invierno París mostró los colmillos y la soledad no ayudaba. Lo busqué de nuevo y reanudamos las interrumpidas conversaciones. Una sesión versó sobre Posada, sobre Pessoa y Cernuda; otra fue en torno a Darío y el modernismo. Siguió (yo aún pensaba ‘¿siguieron?’) Ortega y Gasset; a fines de enero leí por vez primera a Baudelaire ―nunca olvidaré las Letanías de Satán en luciferinos vagones de RER. Conversó sobre Michaux y Breton, sobre Buñuel y Duchamp. Se tomó la molestia de explicarme, como a Mafalda, qué era en realidad eso del erotismo y supe de Sade y Bataille. Lévi-Strauss no me cautivó; en cambio, la poesía japonesa, Tablada incluido, me llevaron a una belleza nueva: descubrí horrorizado todo lo que no había leído o que había leído sin entender: Dante, el Quijote, Flaubert. Me advirtió que Marx era algo más que un maldito comunista, pero también del riesgo de algo llamado ‘ideología’; palabras como revolución y rebelión se volvieron más hondas. Me dijo, finalmente, que los signos estaban en rotación.

El año siguiente, recibió el premio sueco. Yo había comenzado a leer su poesía.
Los signos en rotación y otros ensayos fue, por azar, lo primero que leí de Octavio Paz y causó en mí, ex-estudiante de físico-matemáticas que quería ser arquitecto, precisamente una revolución. Nunca lo conocí en persona; pienso que fue mejor: accedí al “mejor Paz” directamente, a sus palabras, a sus ideas. Nadie intervino. Como al adolescente que mira el río de su conciencia, me reveló mi propio amor por las palabras, una pasión humanista.

Me invitó a abrir puertas en una larga conversación que no ha acabado. Desde entonces, no he hecho más que leer y escribir.