No. 68 / Abril 2014


Ilustraciones


Por Antonio Santisteban
 

El jaguar que pronuncio no es el que se pasea por la realidad. El jaguar real es concreto, su signo verbal abstracto. Desde del punto de vista de su ser, o al menos de la imagen mental que de él me hago, no puede habitar lo selvático, ya que vive en la selva amazónica. Mi vista está más cerca de él que imaginarlo, no se diga idearlo y aun menos idealizarlo. Cualquier palabra remite a otra palabra, pasando por el puente del mundo que permite asociarlas: pasar del jaguar a su ligereza. A veces el énfasis puesto en un adjetivo nos trae menos yerto el ser nombrado. Ir del jaguar a su maravillosa ligereza.

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Un buen día de septiembre en 2374 los pobladores del astropuerto XZ-Pegaso reciben la siguiente asombrosa noticia sobre la situación en su galaxia: “Hoy a las 12:23 horas del tiempo universal las fuerzas del mal han arrollado la resistencia artística, bombardeando a los rebeldes con un importante cargamento de ositos de peluche”.  

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De no haber perseguido, artista, la belleza,
ignoro de qué forma Madre evolución pudo esculpir
en mole tan horrorosa como algún pterodactylus
aquel fuselaje esbelto, las alas flexibles, los ojitos café cereza
rubricados con tinta china por la visión caligráfica de un califato.
Tal es la obra nieve y negra que al pescar sobre el oleaje
expone el faetón de larga cola timón,
príncipe hermoso entre las bellas aves oceánicas.

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La música; río que se hace cascada y recae sobre sí irisado por los armónicos de sus sonidos. Ahí, en el agua uno se zambulle y al resurgir comienza a notar el orden diverso y creciente de un bosque de pasados que se actualizan. Escuchar la Missa Solemnis de Beethoven me fuerza a comprobar que no son los míos. El quid de un compositor de aquellos que nos curan consiste en someter sus acordes a una operación mnemónica de tal energía que como una eficiente memoria exterior inunda la nuestra cargada de ruido dañoso. La inunda para prescindir de ella, vaciándola de contenidos, y una vez que sintonizándola la pone a vibrar al unísono ataca las raíces de la sensibilidad, las cuales, refrescadas, nos devuelven como un eco reverberante, ya no de recuerdo sino de renovación a lo que acaba de suceder por el transcurrir sonoro. El flujo musical despliega con sus armonías  los ámbitos espléndidos por donde pasa y nos introduce a los mismos como a sueños en que por esa alquimia de reminiscencia tenemos la impresión de haber estado ya. Pero los bosques son ligeramente otros y la audiencia, que entró al templo fatigada por el fardo de sus problemas, también: ligeramente otra.