Dossier Octavio Paz / Marzo - abril 2014


Un viaje fantástico hacia Octavio Paz

オクタビオ・パス幻想紀行




Por Yumio Awa

阿波弓夫 

 

 

Este ensayo fue escrito en 2008, directamente en español como segunda lengua.
Un agradecimiento a Cristina Rascón por su revisión y observaciones.

 

1, Una experiencia única, pero universal

¿Quién es Octavio Paz para mí? ¿Qué significa para un japonés? Es una pregunta que inició al siguiente día de mi llegada a México, en julio de 1972. Y esa inquietud continúo sin cambio, incluso después de conocernos en 1987 y durante los 10 años de, digamos, socios culturales, ya que de 1989 a 1998 fui su agente literario en Tokio. Sin duda, con el tiempo ha cambiado mi manera de preguntar, así como la de contestar. En realidad, es la mayor experiencia en mi vida, que se recrea constantemente. Para mí, este poeta mexicano significa una experiencia de vivir la literatura. Ahora, a 10 años de su muerte, ya siento necesario compartir esta experiencia extraña de Octavio Paz con los demás. No sé si es verdad, como dice Emmanuel Carballo, que "su poesía convierte en poetas a sus lectores". Pero, creo que esto vale más que mis intereses personales.
Hace unos 40 años escuché por primera vez el nombre Octavio Paz en la ciudad de México. Y hace algo así como 20 años que escuché de cerca su voz humana. En 1972 visité México por primera vez. Pero, después quise ir a Perú para estudiar. Según mi plan inicial, México no era el lugar de destino, sino sólo un lugar de entrenamiento para la vida latinoamericana. No había oído el nombre de Octavio Paz, ni había leído ninguna de sus obras, pero sí leí apasionado La Historia me sentenciará inocente de Fidel Castro, Siete ensayos de la interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, algunos  poemas y cuentos de Pablo Neruda y sabía algunas obras de Miguel Angel Astúrias, Che Guevarra, Unamuno, Ortega y Gasset. En mi panorama latinoamericano de entonces no existía Octavio Paz, ni tampoco El laberinto de la soledad. Tampoco sabía que era cotraductor de Sendas de Oku junto con Hayasiya. En cambio, recordaba muy bien Los niños que pintan cuadros, la obra que trata de la vivencia en México del pintor Tamiji Kitagawa, que tanto me conmovió. En México mi único objetivo era acostumbrarme a vivir, es decir, conocer algo de una civilización distinta a la mía. Todo comenzó desde cero. Jamás imaginaba entonces que después yo habría trabajado para y con Octavio Paz en Japón y abierto las páginas de su obra como si caminase en el oasis del desierto de los pavimentos.
Todo pasó accidentalmente. Es imposible explicar ordenadamente todo el cambio que me ha sucedido en estos años. Hubo muchas rupturas, lejos de la consecuencia , tanto de las evoluciones sucesivas , como de las acciones planeadas. De ninguna manera aquí se presenta una historia personal, sino un episodio personal relativo al Octavio Paz dentro de mi vivencia en México.
Para dar a conocer como me fui adentrando en las obras de Octavio Paz, presentaré muy estratégicamente una prosa poética, Encuentro, que forma parte de ¿Águila o sol? (1959-1951). Esta obra ya la he tratado varias veces en mis trabajos previos para la Revista Ronsou de la Universidad de Surugadai, así que no voy a explicarla en detalle. Como es bien conocido, la prosa empieza con las frases siguientes: "Al llegar a mi casa, y precisamente en el momento de abrir la puerta" y termina diciendo: "En el camino tuve esta duda que todavía me desvela: ¿y si no fuera él, sino yo..? (pp.188, 189). Esta prosa corta, de  entre 500 y  600 caracteres, nos da la impresión de ser una novela filosófica o desuspense, cuyo tono se parece mucho al poema breve La calle compuesto en el periodo 1937-1947. Ambas obras muestran la originalidad de los poemas de Octavio Paz, es decir, la poética de la reconciliación de los contrarios.
"¿Águila o sol ?" forma parte de la obra  Libertad bajo palabra(1950), primer libro poético, según Octavio Paz. Se dice que El laberinto de la soledad (1950), su primera obra ensayística, equivale a notas al  pie de página sobre esa obra poética. Las dos obras se escribieron en París, donde el poeta trabajaba en la Embajada de México en Francia, en donde permanecería un total de 7 años (1945-1952). Estaba bien alejado de su tierra, física y psicológicamente. En cambio, muy influenciado por nuevas ideas, especialmente por el surrealismo, la más revolucionaria corriente artística de aquel entonces, la cual le despertaba originalidad en su creación poética. En este sentido, Encuentro es el fruto de la época, así como de la poética paciana. Pero independientemente de todo el trasfondo histórico y literario, al dar la primera lectura me di cuenta de que ese hombre que está a punto de abrir la puerta soy yo, quien ha vuelto a Japón después de 15 años de ausencia. Es un descubrir que el otro yo vivía sin cambio en mi tierra mientras yo estaba en México. Al llegar a Japón nadie hablaba conmigo, sino con el otro yo, el de antes. Dice la prosa: ¿De veras no me conoces? , ¿No sabes quién soy? (p.189). Nadie, sobre todo mis padres, hablaba conmigo, sino conmigo anterior, hecho que me daba una sensación de soledad. Sentirse solo estando fuera del mundo. "Me sentí solo, explusado del mundo de los hombres". Al leer la prosa sintiéndome bajo la misma situación que se describe, me identifiqué pronto con ella y pude tener una visión objetiva con la cual ubicarme a mí mismo en esta tierra de "ajenos". Sin embargo, no dejé de sentirme enemigo del hombre que salió de casa y que gozaba la vida de la diaria entrelos demás. Mi imagen inicial de Octavio Paz se parecía a algo así comola enemistad que tuviera un hombre que sale con el que entra por la misma puerta, a la inversa de un  Encuentro, ya que las ideas de Paz eran demasiado novedosas y dificiles de comprender para un japonés recién llegado con la mente llena de ideas estereotipadas sobre un México rural. Por eso, es natural que dicha imagen inicial correspondió a la manera de leer Encuentro. Es decir, hubo un pleito entre el antiguo yo y el nuevo, por Octavio Paz. Quizá estas fueran reacciones normales por la mayoría de los japoneses residentes en México, ya que ellos equivaldrían a los hombres que salen de casa y viven sumergidos en la vida cotidiana. Lo mismo pasaría con los recien llegados, porque se creen saberlo todo y de todos, antes de conocer, oponiéndose a lo ya conocido y a las nuevas experiencias. En pocas palabras, para justificarse a sí mismo uno se opone a lo nuevo, o a lo otro. Me costó mucho tiempo el poder transformar mi lectura de la prosa para comprender la relación conflictiva entre el antiguo pensamiento que sale de casa y el nuevo que entrea por la puerta. Y pasa algo increíble para la consciencia que identifica el yo de ayer con el de hoy. Al transcurrir el tiempo, el punto de gravedad en mi lectura se traspasó hacia las últimas frases: "Eché a andar lentamente. En el camino, tuve esta duda que todavía me desvela: ¿y si no fuera él, sino yo...? La relación "yo" y "él" en guerra se convierte en la otredad: relación inseparable, pero de constante oposición entre el yo y el otro. Poéticamente dicho, el instante de la unión de los contrarios. Para mí fue una revelación, pero como fruto de una simple casualidad.

     I. En  la cotidianidad                             II. En momentos extremos
→                                                                  X
A         A'
←                                                    A←―――――→B

Se fue formando la tercera visión X que trabaja imparcialmente para ver ambos yoes. Tardé unos cinco 5 años tras mi regreso a Japón. México fue alejándose de mí. En cambio, fue brotando del agua profunda la imagen jamás conocida de Octavio Paz. Se fueron perdiendo todas las formas, colores y sonidos que constituían la imagen de México, pero que me impedían ver el rostro real de México. México se desnudó y sólo su núcleo brilló en mi mente. En este abismo se me reapareció Octavio Paz como una figura personificada de México. Pero, ¿qué significa esta experiencia de la transfiguración? ¿Porque no se transformó antes, por qué no en México, y sí cinco años después, ya en Japón? Tal vez se debe a la conciencia de la crisis, y no a la crisis de la realidad como señala en el esquema: uno y lo mismo (identidad = realidad). Es una relación idéntica entre el yo y la realidad. Aquí no existe un desconocido o el otro o el yo enterrado en mí. Por eso no pude llegar a entender el rostro real de Octavio Paz. Sólo se entiende en términos de la "enemistad" que constituye el mismo horizonte de la realidad. No tengo claro cuando el poeta se convirtió en lo otro para mí. Una vez que entendí el significado de la última frase, "¿y si no fuera él , sino yo...?", retrocedió la parte interesada hasta el inicio del encuentro con la prosa mencionada. Empezaron a reconciliarse el yo que regresó y el otro que salió. Si no me hubiese identificado con el otro, no habría comprendido ese Octavio Paz de la última frase citada. Tal vez no habría cambiado mi idea sobre el poeta. Jamás nos hubiéramos reconciliado. Hubiera pensado que de verlo otra vez querría vengarme. Me habría cautivado el ánimo de la venganza. Sin embargo, la realidad no fue así, sino que se reveló un Octavio Paz que fue todo lo contrario. Respecto a la última frase, "¿si no fuera él, sino yo...?, es posible que signifique literalmente que "el falso no es él, sino yo...", pero aún mejor que esa versión, también puedo entender que ese fue el momento de identificar al enemigo (quien "me destrozó la cara") conmigo mismo. Esto no es otra cosa que la toma de la conciencia del otro, quien sólo se redescubre en el fondo del subconsciente en situaciones extremas. Más allá de la dualidad entre partidarios y adversarios, se llega a la reconciliación, sin aniquilarse ni el yo ni el otro. Este llamado "salto mortal" pertenece al momento privilegiado de la poética de Octavio Paz. Al recordar estos cuarenta años del primer encuentro, el salto mortal, creo, sería uno de los elementos fundamentales para que uno tenga una visión equilibrada sobre este poeta mexicano. En este sentido, Octavio Paz significa para mí una ruptura.
Es natural que la prosa citada tenga un abanico de interpretaciones, tal es la naturaleza de la literatura. Pero creo que todo depende de la ventana o la premisa que tenga cada uno en su momento preciso. Todo empieza cuando uno abre la puerta con el ánimo de participar en la poesía y dialogar con lo desconocido en ella. La palabra recobra su vivacidad con nuestra participación y se recrea su realidad poética. Lo mismo pasa con mi memoria de Octavio Paz. Sin duda, este trabajo no es un estudio sobre el poeta ni una narrativa de mi experiencia con él, sino que es un intento de reinventar mi vivencia mexicana desde la ventana del poeta. Antes, pensaba que mi comprensión del mundo paciano dependía de mi contemplación de mí mismo. Pero ahora creo que es al revés. Por el momento, se trata sólo de lo que he captado de acuerdo con el tamaño y la altura de mi ventana. No es mi intención relatar algo exclusivamente personal.
Octavio Paz y yo casi coincidimos  al momento de "llegar" a México. Paz regresó en 1971, después de más de diez años de ausencia, mientras que yo ingresé en 1972, después de unos tres años de preparativos. Me agrada mucho la coincidencia, más o menos, en la fecha. Además, mi vivencia en México dobla casi la suya. En su relación con México veo otro aspecto de mi vivencia, pero en mi caso es con Japón, tanto antes de irme de mi país como diecisiete años después. Entretejiendo las dos vivencias en la misma época, pretendo, aunque parcialmente, transmitir a mis amigos, tanto de México como de Japón, cómo era para mí Octavio Paz.

2, 1972; Primero México

Mis primeros días en México eran los de la revelación de mi subconsciencia enterrada en Japón. Fueron los días más emocionantes de mi vida, los que significaron el encuentro con la "otra mitad". Hablar, comer, caminar, toda acción era sinónimo de aprender. Fueron días verticales en que vivir es aprender y viceversa. Sin duda, no hay una razón de ser si no se sabe hablar el español ni se comprende. Pero esta situación no me preocupaba ni me presionaba, sino que me sentía complacido como con todo acto deseado y heróico.
En la Ciudad de México no había entonces ni centros culturales ni casas de estudiantes donde pudieran reunirse los estudiantes extranjeros. Pero, en México no se necesitan ninguna de esas instituciones para la hospitalidad. Tampoco nadie dice la palabra hospitalidad. La sociedad misma tiene la capacidad de atender a la gente que visita su país. Es un pueblo hospitarario por nacimiento. Por eso, se puede decir que toda la ciudad mexicana es un centro de apoyo para extranjeros. Tal vez los mexicanos mismos ni se dan cuenta de eso.
Mi primera noche dormí en la casa de una familia mexicana que está en la calle de Montes de Oca de la Colonia Condesa. Me interesó la denominación "Colonia". Yo sólo conocía la palabra que denomina el hecho histórico de la Conquista. Pero no me llamaba mucho la atención el tema de la colonización: son las dos caras de la misma moneda. Esa casa era un edificio de tres pisos con su llamada azotea. No era una mansión moderna ni un departamento, sino un "building" de residencia decimonónica de México. Más fácil sería imaginar cuánta extrañeza sentí si les dijera que la construcción se parecía al antiguo edificio de Correos Central de Tokio, que está en Yaesu. Desde el aeropuerto abordé el primer metro hacia esa casa y unas dos horas después, felizmente, pude abrir la maleta para dormir mi primera noche en México. Mi primera habitación fue uno de esos cuartos de azotea, con una cama, mesa, silla y un guardarropa, las mínimas necesidades de un estudiante. La entrada del edificio, la escalera de espiral, la ubicación de mi cuarto: todos estos son mis recuerdos primordiales de mi primer México. Son cosas inolvidables para mí. Lo mismo que la señora de la casa que me atendía en el desayuno con su cabeza cubierta por una toalla y su rostro con maquillaje. Y el mantel de artesanía mexicana en el que se servían jugo de naranja, café sabroso, pan Bimbo, mantequilla y mermelada y, no hay que olvidar, huevos revueltos. La primera mañana me desayuné tarde y solo. Me sirvió café la señora, me parece que tendría un poco más de sesenta años, diciendo en español mis primeras palabras: "Más cafecito". Fue la primera vez que escuché en español "cafecito" y "juguito". La primerísima mañanita mexicana. Me hizo trabajar mucho la imaginación. Tiene un efecto mágico. Cualquier palabra, desgastada tanto en su uso diario, tan pronto como se diga en su diminutivo, se convierte en un lenguaje lleno de colores y de amistad hacia las cosas  que nos rodean. Fueron las primeras palabras del español que me fascinaron porque sentí que tenían colores humanos.
Pero hay que decir que una parte de mi asombro se debe a un modo de hablar, llamado Kawachi-ben, que existe tradicionalmente en la región Kawachi, mi tierra natal, en la parte oriental de Osaka. El kawachi-ben es bien conocido como el habla popular de esa región. Tiene un lenguaje y una entonación especiales que suenan inconfundibles ante los foráneos. Desde que era preparatoriano empecé a sentir la resistencia ante el lenguaje de mis padres. Es decir, un comienzo de dualidad linguística. Me apenaba hablar con ex-compañeros de la escuela primaria y secundaria porque muchos de ellos permanecieron en la región y se quedó intacto su modo de hablar. Mi habla, conseguida en la preparatoria con nuevos compañeros "modernos", no les gustó a mis ex-compañeros porque les sonaba cursi. "Kaina", "dekka", "yanen", entre otras expresiones, son diminutivos de Kawachi-ben. En la adolescencia empecé a usar "sodesuka" (eso es) en lugar de "sokaina" o "sodekka", "doshiteru" (¿qué tal?) en lugar de "doshitennen" o "donaiya". En el nivel de habla empecé a vivir confusamente dos mundos. Es decir, yo empecé a sentirme distinto a mis padres. En cierto sentido es una traición. Tal vez yo, ya de joven, tenía cierto sentimiento de culpa. Pero el español me resolvió la discrepancia entre el habla y el sentir. Si digo "¿cómo estás?”, desaparecen las diferencias linguísticas y psicológicas entre "doshitennenn", "dositanya" y "dositemasuka". Pero supe pronto que en el habla mexicana hay una variedad de expresiones llamadas modismos: ¿cómo te va?, ¿qué húbole?, qué milanesa?, ¿qué onda?, etc. Tres semanas estuve en Montes de Oca. Luego hice mi primera mudanza a la Colonia Escandón, en la calle de Martí. Allí era una escuela del modismo. Hablando en esos modismos, me hice de amigos. Nos hicimos amigos. En la calle de Martí los modismos ocupaban un lugar privilegiado en el habla popular. Respiré hondo. Al mismo tiempo, extrañé mucho el Kawachi-ben. Así que desde los primeros días en México empecé de nuevo mi peregrinaje a la palabra. Yo andaba preguntando a mis amigos por qué en México se habla en diminutivo "ito (a)", pero descubrí después que hay palabras que mejor no, como son "amiguito", o "señorito", porque se rieron todos de mí. Es obvio que hay una regla no escrita en toda la sociedad. En Escandón, algunos meses después, descubrí que hay malas y terribles palabras, pero, al mismo tiempo, extremadamente buenas y afectuosas, me refiero al campeón del modismo: chingar. Supe después que Octavio Paz, en su obra "El laberinto de la soledad", utiliza un espacio muy amplio para hablar sobre este lenguaje popular. Aquí aprendí que esta palabra mágica pertenece a la particularidad histórica y cultural que proviene de la Conquista y la Revolución Mexicana. Ante la gravedad del tema se me olvidó el sentimiento de la inferioridad por mi habla. Un día de estos mi amigo Mario me presentó por el Hotel de México a su amigo poeta Francisco Segovia, a quien tuve la suerte de preguntar el por qué del diminutivo en México. Su explicación fue muy lúcida. Me impactó. Según él, usando el español con diminutivo, los aztecas trataban de guardar la sensibilidad de sus lenguas nativas. Por eso, como dice Octavio Paz, el ritmo es más importante que el sentido. Se me grabó muy clara la idea. Antes de eso pensaba que el lenguaje o el manejo del lenguaje era cuestión de la técnica lingüística, ya que se utiliza básicamente como simple medio de comunicación. Esto significa que las palabras tienen zonas muy humanas, además de las profundas raices históricas y culturales. Japón es una isla de dialectos mientras México es un país de lenguajes. Mi simpatía  surgió más bien en reconocerme en los mexicanos, quienes guardan problemas de su identidad con el español. Muchos años después esta experiencia me llevó a preguntar sobre la modernidad de la literatura que discutía solitariamente J. C. Mariátegui en su célebre obra "Siete ensayos de la interpretación de la realidad peruana" y sobre cómo Octavio Paz lograba fundar su poética en su más profunda raíz de la conciencia nacional.

En nuestra azotea había dos habitaciones más: en una, vivían dos estudiantes norteamericanos, "Simon" y "Garfunkel", y en la otra, una mujer mexicana de alrededor de cuarenta años. Ellae llamaba Yolanda, de mediana estatura y ancha, quien no tenía voz. Era guapa y parecía una niña. Hablaba nada más a, e, i, o, u con voz nasal. Mientras hablaba, no cesaba de sonreír como una niña recién nacida. Por eso yo la llamé "Sonrisita". Ella me enseñó que el silencio a veces dice más que nada. Un día, no sé qué pasó con ella, me dijo que quería llevarme a su oficina. Ya ni hablar, yo tenía que acompañarla porque ella quería presentarme a sus compañeros como un japonés típico. Después de unos cuarenta minutos en taxi-colectivo, llegamos a una oficina, sucursal del municipio. De repente un torbellino de abrazos, palmazos y besos de sus compañeros del trabajo: Pedro, Pablo, Alejandro, Bety, Carmen, etc. No recuerdo quiénes fueron más conmigo, pero simpatiquísimos, alegrísimos, informalísimos. Primera diplomacia de un japonés. Así, terminó, y bien cansado regresé solo en camión a la azotea. Mis primeros tres meses en México así pasaron, como si fuera un soldado en el cuartel general. Todo estaba bajo control y en rigor, así como en sencillez y austeridad. Me levantaba a las siete, me desayunaba con pan, huevo, jugo y café, y luego salía a la calle para comprar el periódico, y aprovechaba para pasear unas cuadras. Iba y venía por la misma calle para investigar el alrededor de la zona. Me parecá mucho al gato recién llegado que va marcando poco a poco sus medios circundantes. La Colonia Condesa parece una antigua zona residencial para la clase media y alta. Ocupaban muchas cuadras unas casas grandes, rodeadas de muros altos pintados con cal blanca. En sus amplias calles no hay gente ni coches, sino sólo los viejos árboles, no muy altos, del pirú, que dejaban tendidas sus largas ramas verdes hasta el suelo como el telón incandescente por la luz del mediodía. No hay balcones por donde arrojar Octavio Paz sus cartas de amor sin remitente, ni buzones en donde se pudran cartas suyas. Me daba una sensación de fantasía porque imaginaba que al otro lado del pirú una dama de conde español vivía aún disfrutando el tiempo colonial. Las calles se construyen muy bien, cuadriculadas, así que es difícil perderse. Mi deber de la mañana era terminar de leer bien una editorial del periódico. Para ello conseguí un cuaderno para la traducción. Pegabaega un recorte de la editorial a la izquierda del cuaderno y a la derecha transcribía la traducción en japonés. Salía a comer a la una y en la esquina había un comedor económico. "Teishoku", en japonés, aquí se llama “comida corrida”. La camarera nos trae plato por plato: primero, salsa, refresco, sopa, arroz y finalmente el guisado del día, pero todo viene en orden y a buena hora. La gente es servida calladita. Nadie come apresurado como los asalariados japoneses corriendo en Akasaka. Aunque haya mesas libres, prefiero siempre una mesa compartida con otra persona a quien pido previamente su permiso. Para mi horario "extra-escolar" la hora del almuerzo es de libre conversación en español. Así, mis primeros maestros fueron vecinos trabajadores de la Condesa. Todos ellos comían despacio y tenían tiempo suficiente para escucharme muy atentamente e interrumpir para preguntar con curiosidad: ¿De dónde es?, ¿Para qué viene?, ¿Qué estudia?, ¿Le gusta México?, o ¿La comida mexicana? o ¿La mujer mexicana? o ¿Qué dicen los japoneses sobre México?, etc, etc. Yo hablaba español recto y directo como un soldado, pero nadie me negaba mi compartimiento ni mi español. Todos eran muy caballerosos y tremendamente atentos con quien quiere comunicarse. Cuando no les entendía, les pedía que me escribieran lo que querían expresar en mi cuaderno, que siempre tenía a la mano. Después, en mi azotea los intentaba descifrar consultando el diccionario. Con unos diez días de libre conversación, ya sabía casi lo que me iban a preguntar y cómo debía contestarlo. Me asombro de cuánta paciencia tenían mis maestros. Mi clase de la tarde era escuchar la radio. El locutor decía las noticias como metralleta, pero pensaba que era necesario para acostumbrarme el habla normal. Fue un acto inútil. Se parecía al latigazo en el propio cuerpo que se llama "gyou" en japonés. Era insoportable estar junto a la radio sin saber a qué se refería. Pero una orden militar me decía que escuchara con atención la radio por lo menos media hora diaria. Así, pronto la radio se convirtió en una canción de cuna. lnmediatamente después de comer al mediodía, uno empieza a tener sueño, horrible, por eso la radio de la tarde sólo me anunciaba el inicio de la siesta. Y perdía el sentido unas dos horas todos los días.
Un día llegó el momento oportuno para practicar la libre conversación al aire libre porque ya había perdido la novedad de la conversación en el comedor. El gato recién llegado ya quiso ser lo suficientemente bravo para salir fuera de la órbita del paseo por la mañana. Un día me sentí como puma; una decisión por la aventura. Por primera vez di la vuelta a la izquierda por la parte del pirú y me marché todo recto hacia un rumbo desconocido. Al caminar dos o tres cuadras, salí a una avenida separada por una amplia arboleda de palmas altísimas llenas de cocos. Un cambio brusco de un paisaje colonial del altiplano a la costa de un país tropical. La avenida se llamaba Tamaulipas. Suena muy chistoso para un japonés. "Tama" es bala o un nombre popular de gato, "uli" es el verbo vender o un melón grande y "pasu" es "pass" (en inglés) o, suena como "masu" (verbo ser o trucha en español). Es decir, "vender un gato tama" o "gato tama vende trucha" o "vendo balas". Una combinación fantástica de los sonidos entretejidos de multilenguas. Las dos avenidas de ambos sentidos están inclinadas ligeramente como una ladera este y oeste. El suelo se va hundiendo. No camina nadie por la calle. ¿Por qué es de mañana? A veces pasan los coches, todos grandes y clásicos, pero inclinados por el lado derecho. Me di vuelta en Tamaulipas a la izquierda, o sea tomé la dirección que me alejó más de la calle Montes de Oca. El cielo azul se extendía alto y amplio porque los árboles de pirú se acabaron. Caminar por una ciudad desconocida es una sensación extraña sobre todo para un gato recién llegado. Pero también de alegría. En unas cuadras llegué a un cruce de cuatro caminos. Preferí seguir avanzando sobre una avenida amplia que es más o menos la prolongación de la Tamaulipas. Se llamaba la Avenida Patrimonialismo. Recordé el nombre de Max Weber, sociólogo alemán del siglo XIX. Otro día supe que la avenida contra sentido se llamaba Revolución. Supe que caminar en México es pensar en la historia universal. Nada me interrumpía la vista panorámica con el horizonte en el fondo del pavimento. Por primera vez sentí la grandeza del territorio mexicano. Sí, hay casas, tiendas de comercio, balcones, garajes, patios, entre otras cosas. Yo no conocía el cansancio. Pero el sol del mediodía era muy ardiente. Yo puse la mano derecha en mi frente para defenderme los ojos de los rayos fuertes porque tenía un Excelsior en la mano izquierda. Y, justo en ese instante, sucedieron cosas inesperadas. Un coche de tamaño supergrande llegó casi volando desde el lado extremo de la avenida hacia mi lado como si fuera el lanzamiento de una gaviota hambrienta al mar. Muy sorprendido, ya que casi me atropellan o me secuestran, yo como gato salté ligeramente para atrás, pero sin claxón y como si nada hubiese pasado, se abrió la puerta delantera, no de atrás. Vi a una mujer adentro y a su lado había un hombre de bigote al volante que dijo de repente "iApúrese!" "iApúrese!". Esa mujer me hizo un hueco invitándome a sentarme allí. Ni modo, había que entrar. Atrás estaban tres hombres sentados bien apretados. Se quedaron como tres estatuas de bronce que no miraban a nadie ni oían nada. Advertí que era un taxi-colectivo. Olía a cebada bien bañada por los rayo del sol. Al meterme en el carro, de repente, se me ocurrió una intriga sobre mi bolsillo. Mi cabeza hizo un cálculo sencillo. Salí a la calle con 10 pesos en la mano para comprar un periódico. Esto quiere decir que tengo nada más 6 pesos del resto. Ese Cadillac, como si fuera un "launch" se frotaba a la derecha o a la izquierda. Un rosario estaba amarrado al retrovisor bajo el cual se movía la magen de la Virgen Maria junto al Cadillac. Dejando enorme humo atrás el Cadillac arrancó a gran velocidad y sólo unos segundos después ya entraba en la avenida de las palmas tropicales. Al pasar la esquina el chofer se hizo cruces en el pecho y yo lo ví cerrar los ojos. Tengo que bajarme ya, si no... "Aquí, por favor!". De repente salieron las palabras de mi boca. Se paró el coche como si tuviera otro choque de electricidad. Me dije, "¿Águila o sol?". Pero, sin misericordia se oyó "siete" por la boca del bigote. Yo saqué del bolsillo los ultimos 6 pesos pensando qué iba a decirle. A punto de decir que no, el chofer se me adelantó, "falta un peso", con la voz ronca. Así, yo ya había perdido la iniciativa de anunciar mi problema. Sólo esperando un milagro, buscaba y buscaba en los otros bolsillos para encontrar la nada. Sí, le podría haber dicho que pagaría la próxima vez. Estaba en una situación de jaque mate. Justo en ese instante una mujer de cebada se levantó y dijo, "Bueno, aquí me bajo también". Al chofer le entregó rápidamente un billete de diez pesos que tenía doblado en la mano. Luego ocurrió algo increible, mi primer milagro, porque le oí decir, "se paga también para este joven". El colectivo quedaba ya muy lejos, con una gran cola de humo, y me di cuenta de que me había salvado. Y ella también ya caminaba delante de mí, alejándose. Estaba confuso. No estoy seguro de que le hubiera dicho "Gracias". Pero, ¿qué le iba a decir? O preguntar ¿quién es usted? No tenía manual para la conducta de buen ciudadano. La mujer de cebada verde dio vuelta a la derecha en la esquina para entrar en la zona de pirú y de muros altos. De repente se volteó sin decirme nada y me echó una mirada con una sonrisa indescifrable. Nos miramos por un instante. Yo seguí caminando recto sobre Tamaulipas como un bulto. Pero, a media cuadra tuve un chispazo en la mente. Regresé a la calle para seguirla. Me hice como puma. Pense que la alcanzaría a media cuadra. Pero no había nadie caminando abajo del pirú. Nada de sombras sobre la cal de los muros. Tiempo petrificado bajo el sol ardiente del mediodia en el altiplano. Desesperado, fuicorriendo hasta la siguiente esquina y di un vistazo rápido para ambos lados. La calle estaba vacía. Me volteé para oír los pasos. En fin, nada y nadie. Entre los muros del pirú desapareció la mujer de cebada verde. Unas frases del poema de Octavio Paz, "La calle", me reviven siempre esos momentos angustiosos:

Todo está obscuro y sin salidas
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
(Libertad bajo palabra, 1995, FCE, P.78)

Una vez que desapareció la mujer de cebada verde, sólo quedó su mirada inocente en mi memoria, y me hizo recordar un suceso similar que me pasó en Japón en vísperas del viaje a México: experiencia de la mirada original. Aquí tengo que relatar un poco sobre el pasado que dejé en Japón. Mi viaje de estudios a México no fue producto de una ocurrencia espontánea, sino una reacción ante las circunstancias históricas a fines de la década de los 60: movimiento estudiantil en las universidades (hambre de estudio) e inicio del alto crecimiento económico (búsqueda de la razón de ser). Por eso, el plan fue contemplado y preparado con tiempo. Abandoné mi casa, mi pueblo, mis amigos, pero no me dolía. Esperaba con ahínco el día de mi salida. Pensaba que yo estaba perfectamente identificado con lo que iba a hacer. Pero estaría dejos de la verdad si dijera que el proyecto había marchado sin ninguna preocupación. Primero: no tuve el apoyo decidido de mis padres. Segundo: la carencia de noticias de México. Para apaciguar estas dos inquietudes de un golpe, acepté la sugerencla de mis padres de que yo trabajase por una temporada en un parque de cactus cuyo dueño era un terrateniente moderno, decían que tenía muchos contactos con México y que iba muy seguido al país de los cactus. Pasaron unas semanas inútiles y angustiosas cuidando los loros y gallinas, vigilando el interior como empleado del parque. Todo dependía de mi empleador. Fueron días muy frustrantes sin saber cuándo. Puede ser mañana o unos meses más adelante. Una de estas mañanas me topé con la mirada de una mujer dentro del tren en que yo iba al parque. Esa no era una mirada para ver un objeto sino una mirada humana y penetrante. Me arrastró una extraña sensación que jamás había tenido antes. Me quedé paralizado un instante como si me hubiera penetrado una corriente eléctrica. Sentí que estaba aflorando el otro yo enterrado desde el fondo del agua subconciente. Fue mi primera experiencia de la soledad y la comunión. Impulsado por el ánimo de unir y de reunirme con mi otra mitad, buscaba a la mujer de la mirada entre los telones de la multitud que pasaban en la estación. Yo seguí persiguiéndola hasta que desapareció en uno de los edificios de mármol y cristal. Detrás de la firmeza vive enterrado el otro, invisible y angustiado, y en el momento extremo salta explosivamente ala superficie del agua subconsciente. Unidas las dos miradas, tanto la desaparecida entre la multitud del tren, como la perdida entre los telones del pirú, se recreó mi pasado personal como una experiencia de todos los hombres.

Los primeros días en México son sinónimo de nuevas lenguas, nuevos amigos, nuevas comidas y sin fin de las nuevas experiencias de mi juventud. También significan los días del encuentro con el otro yo enterrado en Japón.

Pisé algo. Hizo ruido. Entonces recobré el sentido. Se dispersaban a mis pies los frutos rojos y secos del pirú.
(fragmento)
Surugadai University Journal, número 38, año 2009.
駿河台大学論叢 第38号(2009)】


(Yumio AWA, Osaka, Japón, 1947), agente literario de Octavio Paz de 1989 a 1998 en Japón, fue corresponsal de Kyodo News Service en México y de El Financiero en Tokio.  Maestro en letras por la FCPyS, por la UNAM, tradujo al japonés el libro La cultura como empresa multinacional, deArmando Mattelart. Profesor en la Universidad de Asia y la Universidad de Surugadai, entre otras, es autor de la serie de ensayos “La lectura de EL Laberinto de la Soledad”, de 2009 a 2014. Premio Pluma de Plata en 1990 y finalista del Premio de ensayo Fundación Octavio Paz en 1998, es corresponsal (Tokio-México) de la Revista cultural Iichiko. Actualmente es coordinador del Proyecto “Paz 2013-2014, traducción colectiva de Piedra de sol al japonés”, con apoyo económico del FONCA.