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portada-los-oscuros-mapas.jpg Los oscuros mapas
del amor

Mario del Valle
Papeles Privados
México, 2013

Por Jorge Ruiz Dueñas
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No. 69 / Mayo 2014


 
“El amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las fuerzas cósmicas”. Cuando se habla de este sentimiento humano, oscuro y luminoso a la vez, me gusta recordar esta cita de Pierre Teilhard de Chardin, religioso, paleontólogo y filósofo, sobrino nieto de Voltaire, cuya mirada sobre la evolución lo llevó a formular tesis rechazadas por su Iglesia y también por el orbe científico. Porque el amor es una “forma superior de la energía humana”, según el mismo pensador, también es, así lo creo, un estremecimiento profano que además de hablarnos de afinidad y apego entre seres humanos, dice de la pasión irresistible encabalgada en un deseo ambiguo de poseer y ser poseído más allá de cualquier límite. El amor embriagador es cantado por los poetas desde los tiempos prístinos y fluye igualmente en los libros sagrados.

En la tradición cristiana, la primera Epístola del apóstol san Pablo a los corintios hace una apología memorable a “La preeminencia del amor” (13-7): (El amor) “Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Por su parte, Salomón, impetuoso macho cabrío a quien el primer Libro de los Reyes (11-3) le atribuye setecientas reinas y trescientas concubinas, escribió según la pía tradición en su Cantar de los cantares: “¡Qué hermosa eres, y cuán suave,/ Oh amor deleitoso!” Así eslabonó sin rubores los sentimientos y las sensaciones gratas… En nuestra órbita cultural occidental lo canta Safo de Mitilene, notable mujer, en su ruego a Afrodita para ganar la “guerra del amor” y lograr el anhelado objeto del deseo. Sacude a Catulo ante la presencia de Lesbia. Al elegíaco Propercio, tórrido devoto de Cintia. A Ovidio que nos instruye sobre el amor como arte. Al divino Dante Alighieri enamorado de la sombra de Beatrice Portinari diluida en el Ponte Vecchio del río Arno. Al joven Francesco Petrarca embelesado en Aviñón un viernes santo de 1327 por la adolescente Laure de Noves, lo que nos confirma que es posible ser objeto de una pasión no carnal constante, alimentada solo por la imaginación y el talento para mentirse a sí mismo.

El mismo secreto sentimiento lo canta Juan Ruiz, Arcipreste de Hita en su Libro de buen amor. Lo exalta William Shakespeare por mediación de dos amantes trágicos e inextinguibles, Romeo Montesco y Giuletta Capuleto. Lo llena de mujeres Francisco de Quevedo y las hace inalcanzables en “Su amor constante más allá de la muerte”, hasta tornarse irremisiblemente en “polvo enamorado”. Y esos sentimientos y emociones puras o exultantes perviven con un apócrifo decoro, como el amor cortés medieval destilado por los trovadores en su místico y platónico sufrimiento, hasta que de ese amor compasivo y aún del egoísta, Sigmund Freud ‒como un cerebral aggiornamento de Giovanni Boccaccio y su Decamerón‒ hace el embrollo de la líbido, la pulsión de la vida, la búsqueda de lo placentero y la genitalidad memorablemente neurótica y ocasionalmente perversa, que exorciza prejuicios y tabúes.

Otras tradiciones no muy alejadas de nosotros también meditan en este sentimiento, como Ibn Hazm de Córdoba en su risãla El collar de la paloma, pero de manera diversa a la forma occidental. Como afirma José Ortega y Gasset, la sociedad andaluza lo entendía en el siglo X de manera tal que “en este libro el amor es indiferente a las diferencias sexuales […]”. En la cultura vecina del linaje de los omeyas, en los divanes de Solimán el Magnífico, sultán turco otomano, se prolonga la pasión por su influyente mujer Roxelana, poseído a su muerte por una desolación absoluta (“Languidezco en la montaña del pesar/ donde suspiro y gimo noche y día/ preguntándome qué destino me aguarda/ ahora que mi amada se ha ido”). ¿Qué busca, entonces, Mario del Valle en su atlas amoroso en los albores del tercer milenio? ¿Hacia dónde retoma el vuelo la ceniza encontrada por Giorgos Seferis y citado por nuestro poeta? ¿A qué regiones nos lleva, desde su pórtico donde una espectral luz dibuja a Maricela, perpetua compañera? ¿Cómo construye su Via Appia haciendo de cada palabra piezas insustituibles de un pavé, o una calzada que corre desde la metrópoli latina al oscuro mar Tirreno de un imaginario puerto de Brindisi?

Al finalizar la década de los años ochenta, una tarde comentaba con José Luis Cuevas la entonces singular obra de Kathleen G. Hjerter, Doubly gifted que contenía 140 reproducciones artísticas de sesenta y ocho escritores y poetas entre los que recuerdo a William Blake, Charlotte Bronte, T.S. Eliot, William Faulkner, Herman Hesse, Victor Hugo, Henrik Ibsen, D.H. Lawrence y Edgar Allan Po. Es decir, para expresarlo en el lenguaje de los vinos, el maridaje de la palabra con las artes visuales. Por supuesto, Cuevas se reconocía en ese sector de los doblemente dotados, pero, en su caso, como artista plástico distinguido por sus letras en la recuperación del género epistolario. Traigo esto a cuento, porque tal es el caso de Mario del Valle, si bien ahora sólo celebramos su más reciente obra poética.

En efecto, además de extraordinario editor y poeta, Del Valle desenvolvió su entusiasmo en los lienzos y el dibujo desde sus estudios en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, San Carlos, de la UNAM, a la par de formarse en letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma casa de estudios. Que hoy nos acompañe a la mitad del foro otro, no solo doble, sino polidotado Carlos Bracho, nos habla del infrecuente alineamiento estelar con el que se presenta Los oscuros mapas del amor, obra de poemas nutridos por el arte y el extraño fenómeno que a todos nos embarga, y que los sesudos científicos identifican con las feromonas y casualidades empapadas de dopamina. En otros términos: la vida secreta, imaginaria, sensual y sexual de las emociones.

Por ello, no ha de extrañar en estos poemas de Mario el trazo rápido de una realidad más allá del espejismo tangible de nuestra cotidianidad. Por ello, afloran en su poesía circunstancias que ocurren en mundos paralelos, en el pensamiento mágico o en dimensiones extrasensoriales, porque cierto aliento surrealista de su lírica, la transtextualidad consciente o inconsciente, el apego a la naturaleza y el horror al crimen, se mezcla en versos de apariencia conversacional que recuerdan al mejor Ted Hugues de Birthday Letters, todo en aras del rastro de senderos que rescata de su inconsciente. Advirtamos entonces que Mario del Valle no escribe sobre el vaho de un espejo que lo refleja como figura en la calima, lo hace en el aire para llevarlo a todos como incienso y al aspirarlo despertarnos la memoria de momentos de delirio y de hazañas del ensueño. “[…] todo poema es una historia contada por un poeta”, concluye Mario del Valle en Los oscuros mapas del amor. Y, este último verso de un gran libro, desvela la narrativa de su creación literaria heredera de tiempos remotos. Porque, en efecto, siempre ha habido una historia al final de la pluma del poeta. Incluso en el creacionismo poético más ingenuo, las palabras ordenadas buscaban una emoción, la provocaban y, así, llegaban precariamente también a la orilla de una idea. Pero en Mario, la saga es un relato inextinguible como una risãla oriental, persa en su origen, en la que se engarzan historias diversas unidas aquí por la única causa admisible: el amor. Es verdad, en ocasiones la obra se bifurca y da la sensación de un encuentro con Baudelaire escribiendo poemas en la tersa y mulata espalda de Jeanne Duval, o se torna un disimulado heraldo de otros poetas más antiguos o más próximos, pero con su propia voz. No importa si llega a la estupefacción de Vita nuova y denuncia su emoción fantasmal cuando a la llegada de la amada recoge geranios en su pelo, o “[…] rodeado de palabras-plumas” encuentre otras “[…] palabras remendadas/ en su negro saco,/ al lado de un jarrón de flores”.

Importa insistir en la consistencia del poeta que ahora nos ofrece poemas dignos de admiración perdurable. No es una obra más en su trayectoria lírica. Es ésta una meditación decantada en verso libre en busca de su propio centro, la mística de una órbita que va hacia la verdad interior que sabemos existe pero no la vemos. Pienso así en los Cuatro fragmentos, dicho sin hipérbole, una obertura literaria de altos vuelos:

Deja que el alba moribunda aparte sus rápidos
[velos
y mira el asombro como largas colas
de animales silvestres.
Ve con tus ojos que velan la estancia
donde abrigas los mejores años de tu vida.

Pienso también en El cabello y la lluvia, en su pregunta abierta en  “¿Tiempo de promesas?, cuando su “[…] día tañe las cuerdas del oro de la tarde” y nos alerta sin más preámbulo “[…] que los atardeceres/ son el único vestigio de nuestro paso en la tierra […] en esta hora de extravíos y mutaciones”.

Admiremos pues, la filigrana de su palabra que mediante el viejo oficio de hacer las letras, la caligrafía de la vida y cantarla como llega, nos la otorga pletórica de bienes y de males en una canasta de frutos con ortigas y manzanas donde el amor es sigiloso, pretérito y futuro; dominatriz y esclavo; pasional y hermético. Mario del Valle ha gestado con mesura y tiempo una obra cada vez más refinada con la fórmula de los escritores sensatos, y así lo dice: leyó a los grandes poetas, pero también encontró la poesía “en los pétalos estrujados por los dedos/ de una mujer sin recuerdos,/ que llevaba de la mano/ a un hombre encorvado./ Era la poesía.” Pero el hombre cargado de espaldas que deambula en estos versos acompañado en la bruma de la imaginación, viejo y pobre, quizá, lo está por tanto esperar la emoción verdadera, el oistros, la materia inasible con que se construye el poema diariamente en las ascuas amorosas.

Es notable que Del Valle siga fiel a las vocaciones que lo embriagaron desde su primera juventud, y avance en ellas como el hombre que busca descifrarse en el enigma de las nubes. De ahí las referencias a obras plásticas y pintores. Pero, si Leonardo da Vinci, genio por excelencia, decía: “La pintura es poesía muda, la poesía pintura ciega”, habrá que concluir que nuestro poeta, dotado de dobles dones, no enmudece en su pintura ni es ciego en su poesía. Más bien es visionario, y por eso nos advierte, “[…] no existen los caminos francos./ Los oscuros mapas del amor/ trazan sendas extrañas”.

¿Mas dónde está la huella que busca el cazador de emociones que es Mario del Valle? ¿Dónde pone la mirada y dispara el venablo de los versos? La respuesta está en la estrofa:

Si no estás en esta sintaxis donde
la eternidad extiende sus brazos
y besa la tierra púrpura de la gruta de la maga,
di que no,
si los oscuros mapas del amor hallan salida,
vaga por sobre las altas hierbas,
y di que sí.

Una sugerencia al terminar mis palabras. Hay que leer morosamente esta obra, pero también amorosamente. Las letras se han cobijado en la experiencia de un poeta maduro para formar palabras, y éstas a su vez, al ritmo del universo que se escucha también en la algazara voraz de la urbe, han hilvanado dísticos, estrofas, poesías suspendidas como las orquídeas en el trapecio de los días. No busque el lector la metáfora en el jardín equivocado. En Los oscuros mapas del amor, donde hay una sutil guía para recorrer los caminos invisibles, la metáfora luminosa está en el poema no en el verso.

 


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