No. 69 / Mayo 2014



Un centauro en Languedoc


Los nuevos primitivos

Por Jorge Esquinca


nuevos-primitivos-guerin.jpgCon frecuencia me detengo a pensar en la voz y la figura de Maurice de Guérin (1810-1839), muerto a edad tan temprana, en ese comienzo del siglo XIX francés, aún bajo la sombra tutelar de Víctor Hugo y en la inminencia de Baudelaire… Cito a Luis Vicente de Aguinaga: “De regreso entre los románticos franceses, convendrá siempre recordar que un lector tan exigente y libre como Cernuda prefirió a un ‘prosador’ que abandonó poco a poco el verso, pero no la experiencia poética (Nerval), al mayor ancestro de Baudelaire en la práctica del poema en prosa (Bertrand) y a un joven lleno de dudas, frágil y temeroso, autor a pesar suyo de un atractivo diario íntimo y de apenas un puñado de monólogos líricos y cartas en la frontera del hallazgo involuntario y el poème trouvé (Guérin).”

“El centauro” fascinó también a Rilke y llega hasta nosotros con una carga de energía que pareciera renovarse a pesar del tiempo y de las modas. Lo traduje hace años junto con El cuaderno verde (el diario de Guérin) y lo publicó José María Espinasa en sus Ediciones sin Nombre. Ahí mismo anoté: ¿Qué pude decirle Maurice de Guérin al lector de nuestro siglo, sujeto de una velocidad que parece conducir cada instante hacia la nada, tan ajeno a las categorías espirituales y a los modelos de la Grecia clásica que a él lo desvelaban? No lo sé. Pero estoy seguro de que algo, en él, se agita, nos conmueve, nos invita a ejercer la voluntad de pensar, nuevamente, el mundo. ¿Puede pedírsele algo más a un poeta?

Entrego a los lectores del Periódico de Poesía mi traducción revisada. De acuerdo nuevamente con Luis Vicente: “Guérin, a diferencia de sus presuntos hermanos mayores, es un poeta de indudable modernidad. Mejor y más escuetamente aún: Guérin —su ineludible sentimiento de precariedad, su devoción por el paisaje, su auténtica desnudez humana— hoy es legible.”




El centauro
Maurice de Guérin

Vine al mundo en las cuevas de estas montañas. Como el río del valle cuyas gotas primeras fluyen de la roca que llora en una gruta profunda, el primer instante de mi vida rodó en las tinieblas de una estancia remota sin perturbar su silencio. Cuando nuestras madres están a punto de parir se dirigen a las cavernas y en el fondo de las más feraces, en la sombra más espesa, alumbran sin quejarse los frutos como ellas mismas silenciosos.

Su leche fuerte nos permite salvar sin cansancio, sin vanos esfuerzos, los primeros obstáculos de la vida; sin embargo, nosotros salimos de las cavernas más tarde que ustedes de sus cunas. Sabemos que es necesario aislar y envolver los primeros momentos de la existencia, como días que llenan los dioses. Fui creciendo, casi siempre, en las sombras donde había nacido. El fondo de mi albergue estaba tan oculto en la espesura de la montaña que yo hubiese ignorado la salida, de no ser por el viento, que, desviándose a veces por un agujero, traía ráfagas de frescura y turbulencias súbitas. Unas veces mi madre volvía impregnada con el perfume de los valles o escurriendo agua de mar. Ahora bien, estos paseos de mi madre nada me decían acerca de los valles ni de los ríos, pero al colmarla con sus aromas inquietaban mi ánimo y yo merodeaba, trémulo, en mis sombras. ¿Qué cosa será, me preguntaba, ese mundo exterior al que se encamina mi madre, y qué gobierna ahí con una fuerza tal para atraerla con tan poderoso reclamo? ¿Qué cosas tan diferentes podrá sentir que la hacen volver cada día de distintas maneras conmovida? Mi madre regresaba, unas veces animada por una profunda alegría, otras veces triste y taciturna y como herida. Su contento se notaba de lejos en los modos de su andar y se extendía a su mirada. Yo lo advertía con todo mi ser, pero sus momentos de congoja me afectaban más y arrastraban muy lejos las conjeturas de mi espíritu. Entonces me ocupaba de mi fuerza; reconocía en ella un poder que no podría salvarse a solas; agitaba mis brazos y multiplicaba el galope en las amplias sombras de la caverna, me esforzaba por descubrir, mediante los golpes que asestaba al vacío y en el arrebato de mi cabalgata, la extensión de mis brazos, la longitud de mis pies... Desde entonces abracé el pedestal de los centauros, el cuerpo de los héroes y el tronco de los robles; mis manos palparon los peñascos, las aguas, las plantas numerosas y las más sutiles señas del aire; las invocaba en las noches ciegas y tranquilas para que sorprendieran a los vientos y desenterraran los signos que habrían de vaticinar mi camino; mis pies, oh Melampo, mira qué gastados están. Y sin embargo, por más que me hoy me hielo en los extremos de la edad, hay días en que, a plena luz, emprendo sobre las cimas carreras semejantes a las de mi juventud en las cavernas, con el mismo propósito, agitando los brazos y corriendo con toda la rapidez que aún me resta.

Esos trastornos alternaban con largos períodos de quietud. Luego sólo sentía en mi cuerpo el crecimiento y experimentaba en mi ser el ascenso de la vida en sus etapas. Había perdido la pasión de la fuga y retirado en un reposo absoluto disfrutaba sin alteración el bienestar que los dioses derramaban en mí. La calma y las sombras presiden el secreto encanto del sentimiento de la vida. ¡Sombras que habitáis las cavernas de esas montañas, a vuestros cuidados silenciosos debo la educación oculta que tan bien me nutrió y el haber probado, bajo vuestra custodia, la vida en toda su pureza, tal como llegaba a mí brotando del seno de los dioses! Cuando descendía de vuestro asilo hacia la luz del día, vacilaba sin saludarla pues se apoderaba de mí con violencia, embriagándome como lo hubiese hecho un licor funesto súbitamente vertido en mi seno, y yo sentía que mi ser, hasta entonces tan firme y tan simple, se cimbraba y se perdía tanto como si hubiese tenido que dispersarse en el viento.

Oh, Melampo, tú quieres conocer la vida de los centauros, ¿qué voluntad de los dioses te ha traído a mí, el más viejo y el más triste de todos? Hace mucho tiempo que me alejé de esa vida. Hoy no me aparto de la cima de esta montaña donde la edad me ha confinado. La punta de mis flechas sólo me sirve para desenraizar las plantas tenaces; los lagos serenos me recuerdan aún, pero los ríos me han olvidado. Te contaré algunas cosas de mi juventud; pero esos recuerdos, salidos de una memoria confundida, se deslizan como las gotas de una libación mezquina cuando caen de un cántaro roto. He contado con facilidad los primeros años, pues fueron calmos y perfectos. Yo bebía la vida sola y simple; eso se recuerda y se narra sin pena. Cuando se le pide a un dios que cuente su vida, él ha de contarla en dos palabras, oh Melampo.

Mi juventud pasó veloz y colmada de agitación. Vivía en movimiento constante y no había límite para mis pasos. Nómada orgulloso de su fuerza, me desplazaba por doquier en aquellos desiertos. Un día en que andaba por un valle al que poco se adentran los centauros, descubrí a un hombre en la orilla opuesta del río. Era el primero que se ofrecía a mi vista y lo desprecié. He aquí, me dije, cuando mucho la mitad de mi ser. Qué cortos sus pasos y qué desgarbado su andar. Sus ojos parecen medir el espacio con tristeza. Es, sin duda, un centauro invertido por los dioses al que han obligado a arrastrarse de tal forma.

Reposaba mis jornadas en el lecho de los ríos. Una mitad de mí, oculta bajo las aguas, se agitaba para mantenerme a flote mientras que la otra se alzaba tranquila y yo levantaba indolente mis brazos por encima de las olas. Me dejaba llevar por las aguas, cediendo a la corriente que me arrastraba lejos y que conducía a su huésped salvaje hacia los encantos de las riberas. ¡Cuántas veces, sorprendido por la noche, seguí la corriente bajo las sombras que se derramaban depositando en el fondo de los valles la nocturna influencia de los dioses! Mi vida fogosa se templaba al punto de no guardar más que un ligero sentimiento de mi existencia que me colmaba con pareja medida, al igual que, en las aguas donde yo nadaba, el fulgor de la diosa que recorre las noches. Melampo, mi vejez añora los ríos. Apacibles y monótonos en su mayoría, siguen su destino con mayor calma que los centauros y con una sabiduría más benévola que la de los hombres. Al salir de su regazo, el don del río venía conmigo, me acompañaba durante días enteros y se retiraba con lentitud, como si fuera un perfume.

Una mudanza salvaje y ciega disponía mis pasos. Detenía mi galope en medio de las más violentas carreras, como si un abismo se abriera ante mis pies o me encontrara, de súbito, frente a un dios. Esa inmovilidad repentina me hacía sentir mi vida conmocionada por semejantes arrebatos. Tiempo atrás, en los bosques, había cortado ramas que al correr alzaba por encima de mi cabeza; la velocidad de la carrera suspendía el movimiento del follaje que no emitía más que un ligero temblor, pero bastaba la más pequeña tregua para que el viento y la agitación regresaran a la enramada que reanudaba sus murmullos. Así mi vida, en la interrupción súbita de la impetuosa carrera que emprendía por los valles, temblaba en mi seno. La oía correr hirviente, haciendo rodar el fuego que había robado del espacio traspuesto con ardor. Mis flancos animados luchaban contra las olas que los constreñían y experimentaban en esas tempestades la voluptuosidad que sólo se conoce en los litorales marinos, cuando se aprisiona sin tiento una vida llevada a la cima de su cólera. Sin embargo, con la cabeza inclinada a la frescura del viento, miraba la cumbre de las montañas por momentos tan lejanas, los árboles de las riberas y las aguas de los ríos; éstas, arrastradas por la corriente; aquellos, atados al seno de la tierra y sólo móviles en sus frondas sometidas al soplo del viento que las hace gemir. "Sólo yo”, me decía, “soy libre de moverme y llevo mi vida a mi antojo de un lado al otro de estos valles. Soy más feliz que los torrentes que caen de las montañas para nunca más volver. El rodar de mis pasos es más bello que el lamento de los bosques y los rumores de la corriente: es la resonancia del centauro errante que se guía a sí mismo."  Así, mientras mis briosos flancos se agitaban con  la embriaguez de la carrera, más alto se alzaba mi orgullo y, volviendo la cabeza, me detenía a contemplar durante algunos momentos mi grupa humeante.

La juventud se parece a los verdes bosques azotados por los vientos: agita por doquier los ricos obsequios de la vida y un hondo murmullo reina siempre en su follaje. Viviendo con el abandono de los ríos, respirando a Cibeles sin cesar, en el lecho de los valles o en la cima de las montañas, yo retozaba en todas partes como vida ciega y desatada. Pero cuando la noche, llena de la calma de los dioses, me encontraba en la ladera de los montes, ella me conducía a la entrada de las cavernas y me apaciguaba como apacigua a las olas del mar, dejando  en mí leves ondulaciones que ahuyentaban mi sueño sin alterar mi reposo. Tendido en el umbral de mi escondrijo, con los flancos ocultos en la cueva y la cabeza puesta en el cielo, perseguía el espectáculo de las sombras. La vida ajena que me había penetrado durante el día se desgajaba entonces gota a gota, retornando al quieto regazo de Cibeles, de la misma forma en que, al terminar el aguacero, los restos de lluvia que permanecen en el follaje se dejan caer y se reintegran a las aguas. Se dice que los dioses marinos abandonan durante las noches sus ocultos palacios y sentados en los arrecifes extienden la mirada sobre el mar. Así velaba yo teniendo a mis pies una extensión de vida semejante al mar dormido. Rendido a una existencia distinta y plena era yo como un recién nacido y sentía como si las aguas profundas que me habían concebido en su seno acabaran de dejarme en la cima de la montaña, como un delfín olvidado sobre los bancos de arena por las olas de Anfitrita.

Libre corría mi mirada y alcanzaba los puntos más lejanos. Como riberas siempre húmedas, el contorno de las montañas del poniente permanecía impregnado de luceros mal borrados por las sombras. Allá sobrevivían, en una pálida claridad, las cumbres yermas y puras. Allá veía descender unas veces al dios Pan, siempre solitario, otras al coro de las divinidades secretas o a una ninfa de las montañas embriagada por la noche. A veces, las águilas del monte Olimpo atravesaban las alturas y se desvanecían en las remotas constelaciones o bajo los bosques inspirados. Al agitarse, el espíritu de los dioses perturbaba a veces la calma de los viejos robles.

Tú persigues la sabiduría, oh Melampo, que es la ciencia de la voluntad de los dioses, y vagas entre los pueblos como un mortal extraviado por el destino. Hay en esos lugares una piedra que, apenas tocada, emite un sonido semejante al de un instrumento cuyas cuerdas se revientan, y cuentan los hombres que Apolo, al perseguir a sus rebaños por el desierto, posó en esa piedra su lira dejando en ella una melodía. Oh, Melampo, los dioses errantes han puesto su lira sobre las piedras, pero ninguno... ninguno la dejó ahí. Durante el tiempo en que yo velaba en las cavernas creí a veces que podría sorprender los sueños de Cibeles dormida, y que la madre de los dioses, traicionada por ellos, compartiría algún secreto; pero sólo reconocí los sonidos que se disolvían en el aliento de la noche o palabras inarticuladas como la efervescencia de los ríos.

“Oh, Macareo”, me dijo un día el gran Quirón, a quien seguía en edad, “ambos somos centauros de las montañas, pero ¡qué opuestas nuestras prácticas! Puedes constatarlo, pues todo el afán de mi jornada consiste en la búsqueda de plantas mientras que tú te pareces a los mortales que recogieron en las aguas o en los bosques algunos fragmentos del roto caramillo del dios Pan y los llevaron a sus labios. Desde entonces, estos mortales, que habían respirado en los restos del dios un espíritu salvaje o habían quizás obtenido algún furor secreto, se lanzan a los bosques, bordean las aguas, se internan en las montañas, portadores inquietos de un destino ignoto. Las yeguas amadas por los vientos en la Escitia más lejana no son más ariscas que tú, ni más tristes por la noche cuando se ha retirado el aquilón. ¡Buscas a los dioses, oh Macareo! ¿De dónde salieron los hombres, los animales y los principios del fuego universal? Pero el viejo Océano, padre de todas las cosas, guarda estos secretos y las ninfas que lo rodean describen al cantar un coro eterno para cubrir lo que podría escaparse de sus labios entreabiertos por el sueño. Los mortales que lograron conmover a los dioses con su virtud recibieron de sus manos una lira para encantar a los pueblos, o nuevas semillas para enriquecerlos, mas nada de su boca inexorable.”

“En mi juventud, Apolo me guió hacia las plantas y me enseñó a extraer de sus venas los jugos bienhechores. Desde entonces he guardado fielmente la gran morada de estas montañas, inquieto, pero encaminándome sin cesar a la búsqueda de las simples y compartiendo las virtudes que descubro. ¿Ves desde aquí la cima baldía del monte Eta? Alcides la arrasó para levantar su hoguera. Oh, Macareo, los semidioses hijos de los dioses tienden pieles de león sobre las hogueras y se consumen en la cumbre de las montañas. Los peces de la tierra infectan la sangre recibida de los inmortales. Y nosotros, centauros engendrados por un mortal audaz en el seno de un vapor semejante a una diosa, ¿podríamos acaso esperar algún socorro de Júpiter que fulminó al padre de nuestra raza? El azor de los dioses desgarra eternamente las entrañas del obrero que formó al primer hombre. Oh, Macareo, hombres y centauros reconocen como autores de su sangre a ladrones de un privilegio de inmortales, y tal vez todo lo que se anima fuera de ellos no sea más que un pequeño robo, un ligero vestigio de su naturaleza llevada lejos, como la semilla que vuela en el aliento todopoderoso del destino. Se dice que Egeo, padre de Teseo, escondió bajo el peso de una roca, a la orilla del mar, reminiscencias y signos por los cuales pudo un día su hijo reconocer su linaje. Los dioses celosos sepultaron en alguna parte los testimonios del origen de las cosas, pero a orillas de qué océano colocaron la piedra que los cubre, oh Macareo.”

Tal fue el conocimiento al que me condujo el gran Quirón. Reducido a la última vejez, el centauro alimentaba en su espíritu los más sublimes discursos. Su pecho aún audaz se sostenía apenas sobre los costados que alzaba, levemente inclinado, como un roble entristecido por los vientos, y la fuerza de sus pasos resentía apenas el paso de los años. Se diría que conservaba un resto de la inmortalidad antaño recibida de Apolo, un don que él había devuelto al dios.

En cuanto a mí, oh Melampo, menguo en una calma vejez, como el ocultarse de las constelaciones. Todavía conservo la suficiente audacia para trepar a la cima de los peñascos, donde me detengo a contemplar las nubes salvajes e inquietas o veo venir del horizonte las híades lluviosas, las pléyades o al gran Orión; pero reconozco que me apago y me pierdo rápidamente como nieve flotando sobre el agua y que muy pronto iré a mezclarme con los ríos que fluyen en el vasto seno de la tierra.
 


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