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portada-los-oscuros-mapas.jpg Los oscuros mapas
del amor

Mario del Valle
Papeles Privados
México, 2013

 
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No. 69 / Mayo 2014



El cabello y la lluvia


Mientras ella cepilla su cabello, llega la lluvia.
Trae pájaros anticuarios con el soberbio plumaje de una celebración,
mientras un cortejo de los monos,
se bajan del árbol del bien y del mal como de un tranvía,
una y otra vez.

Cae la manzana siniestra y su roja mordida.
Y ella sigue, sigue y sigue, incansable Eva, cepillando su cabello
porque poco o nada le importa el pecado y sus afilados dientecillos.
Ella tiene cara de paloma y llena los deseos,
pues es pura como los ejes de un mapa,
como un bosque de magnolias donde la lluvia no deja de mojar el aire.

Se mira ferviente en su espejo, y su melena cae como ramas,
son raíces, ríos de un agreste espesor,
y al cepillar su negro cabello saltan cuervos Never More,
y alguien escucha en un cuarto, frente a un candelabro
y en la penumbra, la voz de un hombre que nació en Boston, en 1809.

Y hay otro espejo: los ojos del gato que son en la profundidad
de los pianos, el brillo impecable de un lugar prominente.
Ella es bronceada, carilarga, taciturna y tibia, pero también a veces,
cuando se peina, se mira y se sonríe, se le ven florecer los ojos 
y lo húmedo femenino en esos redondeles de miel oscura.
Todo esto es un asunto de la lluvia, esta algarabía
de palabras que bulle y cabe en un enjambre de avispas.
La lluvia pinta en la verde maleza la imagen de una mujer
que peina su cabello y que es el capítulo final de este retrato.
Pero la obsesiva Eva peina su cabello,
cabalga sobre perros magnéticos
y platica de sus asuntos personales con la música de la lluvia
y su arpa insaciable.




Nature morte

Completamente azul y despeinado
El corazón y la cabeza entre las nubes
Heme sin mejilla y sin mirada
Con un rayo de luna en el bolsillo.

Jorge Eduardo Eielson


Contaba las palabras.
No eran suyas y no eran para convencernos.
Las juntaba porque era su profesión.
A donde iba, allí las recogía,
las buscaba detrás de las puertas,
junto a pequeños insectos,
y en grandes jarrones las echaba.
Soñaba algún día en cosecharlas.
Y todas aquellas que le sobraban
las zurcía en cualquier parte de su cuerpo.
Añadía peso a su cuerpo.
Pero la verdad es que eran plumas.
Palabras-plumas y volaban.
Por eso caían en el suelo, en los platos,
y dentro de los vasos eran agua con alas.
Un día, cuando realizaba su trabajo habitual
cayó una palabra sobre su mano
y vio que era pequeña
y la guardó en su bolsa y se acostó a dormir.
Cuando quiso levantarse no pudo.
Tenía la sensación de que pesaba demasiado,
y buscó en su bolsillo aquella pequeña palabra
y la encontró grande y sujetaba su cuerpo,
lo anclaba, era de mármol, era de plomo, pesaba.
Y rodeado de palabras-plumas
jalaba ese cuerpo dormido que estaba detrás de las puertas,
junto a pequeños insectos, con palabras remendadas
en su negro saco, al lado de un jarrón con flores.




Tres poetas surrealistas

1967. En ese año iba con Alex al zoológico
de Chapultepec a ver a las divinas bestias.
Y plácidos en ese gran bosque
fumábamos torbellinos de inspiración,
entre árboles vertiginosos y centenarios ahuehuetes
y leíamos a los poetas surrealistas.
Entonces aparecía una jaula y adentro de la jaula un gorila.
Estaba solo y era único porque era un dios.
¿Quién se atrevió a encerrar a un dios, a un huracán,
que no podía vencer los innobles barrotes de acero
que le impedían vagar, salir al bosque, tirarse al día,
mirar la mañana, comer su hierba?
Alex y yo lo sabíamos y llorábamos con él.
Lo visitábamos cada ocho o diez días
para llorar solidariamente e injuriar la amarga vida.
Y fumábamos más marihuana, alucinados, locos de furia,
admirando ese gran dios de negro pelaje y de ojos muy tristes,
exhibido como una bestia extraña, como un asesino en una prisión,
en un cuarto hostil, sucio y estrecho.
Y ese soberbio, inmenso, gran gorila,
estaba enjaulado y solo, sin hembra, y lloraba,
y mi corazón con él temblaba y también lloraba
y Alex lloraba y hacíamos un trío de llantos sordos
y miradas trémulas sin consuelo,
y odiábamos la vida y el mundo nos odiaba.
Y de pronto Alex me miraba:
¿yo era el gorila?  Y yo miraba a Alex: ¿Alex era el gorila?
Estábamos enjaulados por unos bribones dementes
y yo lloraba desconsoladoramente
y Alex me consolaba como a un gorila enjaulado.
La escena semejaba la de un par de malhechores, 
de borrachos locos corriendo por el mundo.
Pero al gorila lo llevábamos en el alma.
Un ser soberbio, tremendo.
Después de muchos años y de otros crímenes perpetrados
por la ralea de cazadores de seres luminosos,
ignorantes de su condición de dioses,
alguien puede decir que esta historia no fue cierta.
Sí lo fue.
La historia de tres poetas surrealistas llorando en una jaula.



 

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