Música salvaje

Tienda de fieltro
Por Miguel Casado
 
 
 
tienda-arcadio-pardo.jpg La lectura de poesía acoge muchas formas, es espacio de emoción y de un especial poder del pensamiento, pesan las palabras, se revela la vida, un tono se hace nuestro; ocurre cada vez que hay un encuentro entre el texto y el lector. Y, así, algunas experiencias de lectura permanecen, se singularizan, nos dan luz para acudir a otros poemas. En la obra de Arcadio Pardo este encuentro fue, para mí, Plantos de lo abolido y lo naciente, libro aparecido a principios de los 90. El nombre de un escritor ya histórico, de la alta posguerra española, se me llenaba de pronto de ritmo y movimiento. Me doy cuenta de que siempre vuelvo a empezar por ahí cuando me acerco a su poesía. Y me pregunto en qué consiste ese ahí.

No. 70 / Junio 2014


Música salvaje

Tienda de fieltro
Por Miguel Casado
 
tienda-arcadio-pardo.jpgLa lectura de poesía acoge muchas formas, es espacio de emoción y de un especial poder del pensamiento, pesan las palabras, se revela la vida, un tono se hace nuestro; ocurre cada vez que hay un encuentro entre el texto y el lector. Y, así, algunas experiencias de lectura permanecen, se singularizan, nos dan luz para acudir a otros poemas. En la obra de Arcadio Pardo este encuentro fue, para mí, Plantos de lo abolido y lo naciente, libro aparecido a principios de los 90. El nombre de un escritor ya histórico, de la alta posguerra española, se me llenaba de pronto de ritmo y movimiento. Me doy cuenta de que siempre vuelvo a empezar por ahí cuando me acerco a su poesía. Y me pregunto en qué consiste ese ahí.

El principio de los Plantos es reflexivo de un modo peculiar: no con el deje melancólico del yo meditativo, sino con la nitidez precisa de lo discursivo; surge entonces la primera, y más constante, extrañeza: una lengua que vendría de la prosa, del estudio de los archivos incluso, se oye determinada por un sello musical. Expone, argumenta, se documenta, y sin embargo es su música la que inevitablemente guía. Y tal como en la lengua griega, el primer rastro de la palabra ‘ritmo’ es espacial, el ritmo y la palabra de Arcadio Pardo se derraman en una aspersión de lugares, enlazándose en la música de un pensamiento que fuera, a la par, también la música de lo vivido.

Ese ritmo rápido y envolvente, y la sucesión pautada de lugares que se evocan, parecen querer reconstruir la historia de la humanidad, ahondar de manera indistinta en todas sus civilizaciones. Pero la ambición del proyecto se da siempre bifurcada, en conflicto: la búsqueda del origen de lo humano resulta inseparable de los detalles y accidentes, los hechos son cada vez únicos. Igual ocurre en la lengua, tan tensamente abstracta como de plástica jugosidad; igual, con la lejanía de los acontecimientos universales y la emoción íntima en la iglesia de Wamba o en un pueblo del valle del Esgueva. Es la misma dualidad que define los bordes del páramo –Peñaflor o Urueña–, la mirada hacia abajo y a lo lejos, su avidez abstracta de mundo, su materialidad de relieve y color: la clase de síntesis que es el deseo.

Traigo lo local solo como lo opuesto a la voluntad de abstracción, pues la cualidad de la poesía de Arcadio Pardo es teñir de emoción personal cualquier espacio y tiempo, hacerlo activamente propio: “Porque la patria es toda/ rama, toda marea, todo monte,/ mar todo./ Y habrá que florecer en todas partes”. O, como en su cita de Starobinski: “El poeta no sabe si ha hablado de él o del mundo”. La fórmula con que Arcadio Pardo lo expresa es nos, el repetido sujeto de la enunciación y de los actos; no el yo de lo autobiográfico, sino un plural incorporado a uno mismo, el de la cambiante y moviente vida, y que tampoco se aliena en el plural normativo, que perdería a yo entre ellos (nos-otros). Las rupturas sintácticas, los originales tartamudeos que relajan y apoyan el ritmo, cada pequeño gesto gramatical del poeta contienen todo su mundo, toda su lengua.

Vivir es desplazarse, condición forzosa de nómada entre retazos de existencias y de personajes, de otros convertidos en nos. Así, sin identidad; con el vértigo de las separaciones, como en quienes fueron “niños juntos” y se anegan décadas después en la distancia impuesta por cada trayectoria, y se funden en la falta de entidad de esa distancia. Los regresos al pueblo en Castilla, las ráfagas de lo cotidiano en el hogar francés tejen este sistema existencial que no se restaña. El incesante viaje acabará descubriéndose como ruta de los muertos; el páramo originario, como tierra de Pedro Páramo. Mundo en que los muertos y los vivos conviven sin distinguirse. Los que se apellidan Pardo, sefardíes entre el polvo de los archivos o en una tabla flamenca, los asirios o los francos que reconocemos al retornar de libro en libro; incluso los invasores “se traen sus muertos a los hombros,/ nos piden camposantos”. O aquella carta del rey de Tiro: “Ya no nos queda sitio/ donde meter a los muertos”. Están tan vivos que hasta sus huesos cantan: “una mandíbula que dice,/ que está diciendo todavía voces,/ gruñidos, música salvaje/ que se ha quedado y flota entre las nubes...”

Intenta Pascal Quignard pensar cómo se dieron las pinturas rupestres; por qué, valiéndose de antorchas, se pintaron con figuras de animales las salas más hondas de las cavernas, aquellas en que nada se podía ver, noche permanente. Por qué nace la pintura en esa negación radical de lo visible. La explicación vendría del sonido: las cuevas no son santuarios de imágenes sino instrumentos musicales, cámaras de ecos, fue el eco lo que determinó la elección de las paredes. En la Grecia arcaica se construían cámaras de ecos, sedes de un aterrador sonido grave. Los textos sumerios describen así el lugar adonde van los muertos: “los alientos de los muertos sobreviven difícilmente, dormidos, terrosos, cubiertos de plumas, tan desdichados como los pájaros nocturnos que habitan las cavernas”.

La poesía sería la voz de lo invisible, de lo que el día no muestra. Quignard propone un verbo francés desusado, tarabust, para nombrar los sonidos que en cada cerebro remiten, de forma obsesiva, a una memoria no lingüística, al pavor de una anterioridad: “Un ruido incomprensible y que machaca. Un ruido que no sabíamos si era querella o tamborileo, jadeo o golpes. Era muy rítmico. Venimos de aquel ruido. Es nuestra semilla”. Y es en un punto como este donde recomienza la lectura de Plantos de lo abolido y lo naciente, el color en lo oscuro del pensamiento.



Notas

El poeta español Arcadio Pardo (Beasain, Guipúzcoa, 1928), de origen burgalés, pasó su adolescencia y juventud en Valladolid, donde estudió y empezó a trabajar como docente, y donde fue cofundador de la revista y la colección de libros Halcón, en la segunda mitad de los años 40. Desde 1959 vive en Francia (Aix-en-Provence, París), donde ha sido profesor universitario durante décadas. Autor de numerosos libros de métrica e historia de la literatura, a menudo en colaboración con su esposa, Madeleine Pardo, su obra poética se abre en 1946 con Un tiempo se clausura. Después de Plantos de lo abolido y lo naciente (1990), ha publicado Poesía diversa (1991), 35 poemas seguidos (1995), Efímera efemérides (1996), Silva de varia realidad (1999), Travesía de los confines (2001), Efectos de la contigüidad de las cosas (2005), El mundo acaba en Tineghir (2007) y De la lenta eclosión del crisantemo (2010). Acaba de aparecer en la editorial mallorquina Calima Lo fando, lo nefando, lo senecto.

Los topónimos del tercer párrafo pertenecen a la provincia española de Valladolid, origen compartido por mí con el poeta.

Las referencias a Pascal Quignard proceden de El odio a la música. Traducción de Pierre Jacomet. Santiago de Chile, Andrés Bello, 1998.
 
 

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