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portada-el-tiempo-menos-solo.jpg El tiempo menos solo
Abraham Gragera
Pre-Textos
Valencia, 2012.

 

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No. 70 / Junio 2014



La poesía


Yo la imagino aún siendo capaz
de imaginarlo todo sin hacer
sentir a quien la escucha irresponsable
de sus propios delirios y razones.

La imagino también imaginando
lo bello más que todo cuando es uno,
cada cosa más bella que si fuese
única, porque ha sido imaginada

para serlo y, por tanto, imaginada
hasta el más mínimo detalle. Tú
la imaginas como si fuese ella
la que nos imagina juntos porque

es difícil imaginar que no
lo hemos estado siempre, hasta este día
de la historia que acaba, como siempre,
entre el polvo y los puntos suspensivos,

o entre paréntesis, como las grietas.
Y por eso imagino que te amo,
que la luz se desnuda en tus orillas
y va a dormir donde la noche duerme;

y que si el tiempo alguna vez sonríe,
si esta nostalgia de los propios rasgos,
que enciende el aire del amanecer,
hace al tiempo sentirse menos solo,

será porque recuerda cada vida,
y el tiempo de la flor entró en la rama,
y sube hasta tus pies la tierra entera,
y tú has vivido el tiempo suficiente.




Nuestros nombres

Ahora

imagina que fuésemos capaces de renunciar a cualquier ilusión,
incluso a la de ser inmunes a las ilusiones.

Que callamos, y al callar descubrimos que el silencio también lo
disfraza todo.

Que todo lo que existe tiene un nombre para cada cosa que
existe y existimos, porque las cosas saben cada nombre

que cada una de ellas nos ha dado. Imagina

que al pronunciar un nombre, una sola palabra, recordásemos

lo que las olas insinúan, con sus innumerables lenguas, a los
peces reunidos en la luz de los últimos reflejos, como oscuras
sinapsis extraviadas

esta tarde de marzo: que nosotros también fuimos dichos, que
nada de lo dicho pertenece a quienes administran las palabras,
que verdad

es lo que no se puede poseer y, por tanto, somos verdad ahora,
al decir nuestros nombres como las cosas los dicen, sabiendo

que callar es poco hospitalario con los que ya no tienen qué
decir.

Imagina que fuésemos capaces

de encontrarnos en lenguas que no han nacido aún, que nuestra
larga canción de despedida naciese en realidad de un miedo
más profundo

el de la permanencia, de donde las palabras nacen.

Que todo nacimiento es un perdón.

Mirar como se miran las cosas entre sí.

O este amor animal del que volvemos, sabiendo que no hemos perdido el mundo
pero sospechando

que nunca merecimos su belleza.




A la altura, a medida

  
En museos, en libros de arte, trato de adivinar siempre en qué cuadros les gustaría vivir a las personas que admiro, los seres que amo, aquellos que recuerdo por soñar

   todavía. A veces los descubro entre la multitud, en ceremonias campesinas, y a veces los convierto en ciudadanos de una ciudad ideal, la pincelada viva de una naturaleza

   muerta, o unas simples figuras en un paisaje simple, cuyo único deseo es quedarse un poco más ahí, de pie, frente a los campos vacíos,

   como si el hombre fuese sólo la forma humana del tiempo, y no la forma temporal del hombre el tiempo que los ha soñado así, a la altura de la siembra, a medida de la siega.




El león, la herida y la rosa

No sé de dónde vuelven, tan abstractos,
ni quién empuja a quién, por qué se siguen,
por las calles vacías de sí mismos,
como voz al aliento hasta su casa.
Más que un cuadro componen un emblema,
como dos animales fabulosos
o demasiado ciertos para ser
precisos, como dos alrededores
que se juntan sin más a cada instante
para ver si el aliento está en su casa,
o dos despalabrados que se besan
por creer que una casa es solamente
allí donde el aliento llega antes.
No sé con qué decirlos,

si aún deben cumplirse en mi palabra
para estar en mi sangre como el rumbo
que recorrió su sangre hasta su cuerpo,
o se han cumplido ya, como sus gestos
en mi modo de andar o de dormir,
de llamar a las cosas por su ausencia,
por pura educación de lo que existe,
o de amar los milagros sin creer
en milagros; si son, más que un enfermo,
una silla, una mujer; o mi padre,
mi madre y una enfermedad cualquiera,
un león, una herida y una rosa
en un jardín municipal, fundidos
como el viento y el árbol

hacen carne. Es demasiado pronto
para que los recuerden, para ser
sólo un producto de la fantasía,
hijos de una literatura escasa
para lo que vivieron, padres de una
gran emoción política, testigos
de la resurrección. La primavera
se ha equivocado un poco en sus figuras,
los ha dispuesto en un lugar visible,
entre la furia y la delicadeza,
ajenos a la culpa y al perdón,
para ensayar su panta rhei qui tollis
peccata mundi
con las otras cosas;
inmunes a mis ojos.

 
 

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