Efraín Huerta / Junio 2014


Efraín Huerta en Voz Viva de México*

Presentación de José Emilio Pacheco
(fragmentos)

Esquema para un diccionario (abreviado) de la poesía de Efraín Huerta (1967)

AFINIDADES. Las que más se precisan, sobre todo en sus poemas de juventud, lo identifican con el surrealismo de lengua española —esa corriente cuyo esplendor nos sigue deslumhrando, y que en menos de seis años dio Residencia en la tierra, Poeta en Nueva York, La destrucción o el amor, Sobre los ángeles, Sermones y moradas. No hay en la poesía francesa de aquel momento nada muy semejante.


especiales-voz-viva-huerta.jpgCIRCUNSTANCIA. Dicen que a su autor le gusta repetir la frase de Goethe: “Toda poesía es de circunstancias.” En su segunda acepción (“Yo soy yo y mi circunstancia”) la de Efraín Huerta es la de quienes nacieron en México en 1914 —como también Octavio Paz y José Revueltas—. Subráyense las palabras Guerra Civil Española, época de Lázaro Cárdenas, generación de Taller. Cítense las palabras del primero: "Los poetas de este grupo (Taller) intentaron reunir en una sola corriente poesía, erotismo y rebelión. Dijeron: la poesía entra en acción.”

MÉXICO [CIUDAD DE]. Quizá ningún poeta ha tenido una relación tan vital con ella como Efraín Huerta, que ha logrado hacerla encarnar en la poesía sin mitificarla ni mistificarla. Lo que aparece en sus obras no es la abstracción Gran Ciudad (Ciudad Grande) sino inequívocamente la Capital moderna: el México de 1940 en adelante (“Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos pura, / de acero, sangre y apagado sudor”... “cada día más inmensa, / cada hora más blanda, cada línea más brusca...”) Los que aman odian. Y las declaraciones de amor y odio de Huerta a la Ciudad no terminan en Los hombres del alba. Allí, antes que la novela, aspire a describirla, a descubrirla, ya se nos habla de “la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán”. Pero doce años después en Estrella en alto reaparecen las imágenes en una entonación aún más directa. ¿Se han dado cuenta nuestros críticos de que entre 1955 y 1956 se escriben los tres poemas civiles (mexicanos) más importantes del último cuarto de siglo? Por orden de aparición: “El cántaro roto” (Paz), “Avenida Juárez” (Huerta), “Discurso por Cananea” (Pellicer).

POESÍA POLÍTICA. Sí, uno también cree que “por alguna extraña razón, la poesía no se presta para hacer milagros por encargo, ni siquiera en circunstancias que lo merecen: una tragedia personal o un desastre histórico” (Gabriel Zaid). Uno también cree que un poema no es un acto político y no vale sino en función de criterios de arte. Pero en nombre de esa misma libertad creadora hay que defender, hasta contra uno mismo, el derecho del poeta a escribir sobre todo aquello que le afecte. Ya no hay posibilidad de escape: los acontecimientos públicos que suceden del otro lado del mundo, en Vietnam por ejemplo, forman parte de nuestra vida privada. Por lo demás, no se puede condenar a la poesía política tomando en cuenta nada más los monstruos verbales que ha producido [porque las cien peores poesías de la lírica española son probablemente versos de amor y a nadie se le ocurre censurar que se escriba sobre el amor], ni tampoco es posible sustituir el “no hay más ruta que la nuestra” por otra ortodoxia aunque de signo contrario. Lo que pasa es que la gente no lee nada. De otra manera ya hubiesen descubierto que la poesía comprometida no es un hallazgo de Les Temps Modernes. La poesía estuvo siempre comprometida hasta que en el siglo pasado algunos grandes hechiceros la comprometieron sólo con la poesía. Un ejemplo entre cuatrocientos mil del Siglo de Oro: la “Canción en alabanza de la Divina Majestad por la victoria del Señor Don Juan” [en Lepanto] de Fernando de Herrera. En Efraín Huería, por supuesto, hay evidencias de las limitaciones del género [examínense las ventajas e inconvenientes de una cita pedante, como esta ingeniosidad del Dr. Johnson: “Occassional poetry must often contení itself with occassional praise”] Pero también, y son las que nos importan: no somos aduaneros ni policías de tránsito, de las grandes posibilidades poéticas que hay en todo esto. De la primera época léase “Esa sangre” (“No la veo, no me baña su doloroso color, / ni la oigo correr sobre las piedras...”) uno de los mejores poemas que escribieron los mexicanos sobre la España de 1936-1939. Entre los más recientes, “La raíz amarga”, escrito cuando Siquciros estaba en la cárcel como preso político


Suplemento de 1982 al esquema de 1967

COCODRILISMO. Sobre esto hay dos versiones. La primera contada por testigos y actores: Otaola y Otto-Raúl González. En 1949 se inauguró en San Feüpe Torres Mochas, Guanajuato, una primaria que lleva el nombre de Margarita Paz Paredes. Ella invitó a varios amigos a la ceremonia. Contaron cuentos de cocodrilos. Huerta dijo: “Es que todos llevamos dentro un cocodrilo.” Así nació el cocodrilismo, “escuela lírica y social que en mucho se opone al existencialismo, extraordinaria escuela de optimismo y alegría”.

La segunda hipótesis no tiene nada de alegre ni de optimista: la realidad se ha vuelto insoportable, la única manera de resistirla es meterse bajo la dura piel del cocodrilo: animal que soporta, persevera y no se esconde: sigue allí, bostezando o a lo mejor riéndose de nosotros, quién puede saberlo. Cocodrilismo: refutar el dolor con el humor. Así pues, nada tiene de extraño que en la producción de Huerta los poemínimos correspondan a la etapa final de su vida en que sobrevivió ocho operaciones y se rehizo de los horrores del cáncer. Sin embargo, perdió la voz. Hoy sólo podemos recuperarla en este disco. Ahora lo escuchamos de manera distinta: ya no nos habla de la muerte sino desde la muerte.



Audios

 

La muchacha ebria

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Este lánguido caer en brazos de una desconocida,
esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres;
este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol,
huella de pie dormido, navaja verde o negra;
este instante durísimo en que una muchacha grita,
gesticula y sueña con una virtud que nunca fue la suya.
Todo esto no es sino la noche,
sino la noche grávida de sangre y leche,
de niños que se asfixian,
de mujeres carbonizadas
y varones morenos de soledad
y misterioso, sofocante desgaste.
Sino la noche de la muchacha ebria
cuyos gritos de rabia y melancolía
me hirieron como el llano purísimo,
como las náuseas y el rencor,
como el abandono y la voz de las mendigas.
Lo triste es este llanto, amigos, hecho de vidrio molido
y fúnebres gardenias despedazadas en el umbral de las cantinas,
llanto y sudor molidos, en que hombres desnudos, con sólo negra barba
y feas manos de miel se bañan sin angustia, sin tristeza;
llanto ebrio, lágrimas de claveles, de tabernas enmohecidas,
de la muchacha que se embriaga sin tedio ni pesadumbre,
de la muchacha que una noche, y era una santa noche,
me entregara su corazón derretido,
sus manos de agua caliente, césped, seda,
sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos,
sus torpes arrebatos de ternura,
su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos,
su pecho suave como una mejilla con fiebre,
y sus brazos y piernas con tatuajes,
y su naciente tuberculosis,
y su dormido sexo de orquídea martirizada.

Ah la muchacha ebria, la muchacha del sonreír estúpido
y la generosidad en la punta de los dedos,
la muchacha de la confiada, inefable dulzura para un hombre,
como yo, escapado apenas de la violencia amorosa.
Este tierno recuerdo siempre será una lámpara frente a mis ojos,
una fecha sangrienta y abatida.

Por la muchacha ebria, amigos míos.





 
Praga, mi novia

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Lily me espera a las 11 en el puente del rey Carlos,
al pie de San Juan Nepomuceno, santo de piedra,
santo de agua, mudo, ahogado.
Lily cree en Dios y yo corro hacia ella
y hacia el río y después
los dos iremos hacia las colinas,
hacia el Castillo, hacia la Catedral,
y caminaremos la Callejuela de los Alquimistas
donde Lily descubre oro en las puertas y en las flores
y uno es un gigante que no cabe en las pequeñas casas.

Veremos grandes patios, hermosos panoramas,
y ella me obsequiará el prometido retrato de Jan Neruda
y yo habré de contarle cómo es el mar
y si algún día regresaré.
Lily me dirá que cuente con ella
y que Praga es mi novia
y que ya no sueñe con las noches danubias
ni con “la negra Viena de los ojos azules”,
porque aquí, a nuestros pies,
un río de bronce y plata nos mira
y es un río que se llama Voltava.

Corro porque Lily me espera
y es posible que ya no crea en Dios
—lo que sería sencillamente horrible para ella.
Sus ojos que tanto han llorado deben mirar
hacia la dulzura del santo que no dijo nada
como ella tampoco parece decir nada cuando la beso
y en su español murmura “No me beséis”
y yo tengo que reírme y casi me muero de risa.

Al día siguiente
—porque ya Carlos Augusto León se ha ido a Zurich
a volar hacia América con su medalla de oro
en el pecho y sus cuentos de llaneros venezolanos—,
al día siguiente bailaremos valses
y al otro día Lily (sólo me queda ella)
esperará al filo de oro de la tarde
para llevarme hasta la puerta del Cementerio Judío
y dejarme de la mano de Dios
para que yo solo con mi alma pise aquellas flores de pavor
y me quiebre los ojos sobre las lápidas labradas llenas de siglos
y a media voz recuerdo el poema de Nezval.
Porque ahí sólo pisamos la ceniza
y Lily, que cree en Dios,
no quiere entristecer su adoración
por el pequeño Niño Jesús de Praga
que se quedó en su nicho, allá en lo alto de la Mala Strana
con sus quince vestiditos de oro y plata de todos los colores.
Y entonces, como no hay nada ni nadie a la vista,
sueño que los viejos huesos crecen en los dorados árboles
y que una flor tiene la lengua de fuera
porque Lily debe estar loca
y los rabinos están hechos polvo
en la sinagoga el candelabro mueve los brazos
y el gran Libro abierto me habla
y la palabra “nazis” me da náuseas
y debo entonces pedir la paz en todos los ríos
y para todos los poetas, hombres, niños, mujeres,
y no solamente para la turbia paz del Cementerio
ni la paz para la ceniza que se come
ni para las astillas de huesos que recogí en Oswiecim
ni mucho menos la paz del ghetto de Varsovia.

Por eso, Lily, que cree en Dios y es hermosa y católica,
me dice que si estoy en Praga es porque soy malo
y debo ser un sanguinario comunista
pero que todo me lo perdona
(es tan buena) porque le corrijo su español
y le cuento de mis amigos de México y de las estrellas de
y que hay un pueblo lleno de canales y guitarras
y dos terribles volcanes muertos cubiertos por la nieve
y para su consuelo una gran cantidad
de iglesias y muchos sacerdotes.
Por eso corro y dejo atrás la fina lluvia
y ya no quiero tampoco recordar la fría tierra de Lídice,
porque me encanta la vieja ciudad y aunque me canse
(cuando regrese a México haré que me operen)
no puedo dejar a Lily con sus panes
y sus frutas, tampoco con sus ojos
que parecen ojos de santa flagelada
ni con su amarga risa de niña.

No me pierdo por Praga, porque ¿cómo perderme
en brazos de una novia amorosa?
Lily me dijo apenas ayer que me entregaba
el corazón de la ciudad
y yo me bebo el aire del río
y ya no le pido más porque nada me niega
y porque debo llegar a una hora fija, a las 11,
al pie de San Juan Nepomuceno,
santo de piedra
santo de agua,
mudo,
ahogado.
 
El Tajín

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A David Huerta A Pepe Gelada

“... el nombre de El Tajín le fue dado
por los indígenas totonacas de la región por la
frecuencia con que caían rayos sobre la pirámide...”

 
1

Andar así es andar a ciegas,
andar inmóvil en el aire inmóvil,
andar pasos de arena,
ardiente césped.
Dar pasos sobre agua, sobre nada
—el agua que no existe, la nada de una astilla—
dar pasos sobre muertes,
sobre un suelo de cráneos calcinados.
Andar así no es andar sino quedarse
sordo, ser ala fatigada o fruto sin aroma;
porque el andar es lento y apagado,
porque nada está vivo
en esta soledad de tibios ataúdes.
Muertos estamos, muertos
en el instante, en la hora canicular,
cuando el ave es vencida
y una dulce serpiente se desploma.

Ni un aura fugitiva habita este recinto
despiadado. Nadie aquí, nadie en ninguna somb
Nada en la seca estela, nada en lo alto.
Todo se ha detenido, ciegamente,
como un fiero puñal de sacrificio.
Parece un mar de sangre
petrificada
a la mitad de su ascensión.
Sangre de mil heridas, sangre turbia,
sangre y cenizas en el aire inmóvil.


2

Todo es andar a ciegas, en la
fatiga del silencio, cuando ya nada nace
y nada vive y ya los muertos
dieron vida a sus muertos
y los vivos sepultura a los vivos.
Entonces cae una espada de este cielo metálico
y el paisaje se dora y endurece
o bien se ablanda como la miel
bajo un espeso sol de mariposas.

No hay origen. Sólo los anchos y labrados ojos
y las columnas rotas y las plumas agónicas.
Todo aquí tiene rumores de aire prisionero,
algo de asesinato en el ámbito de todo silencio.
Todo aquí tiene la piel
de los silencios, la húmeda soledad
del tiempo disecado; todo es dolor.
No hay un imperio, no hay un reino.
Tan sólo el caminar sobre su propia sombra,
sobre el cadáver de uno mismo,
al tiempo que el tiempo se suspende
y una orquesta de fuego y aire herido
irrumpe en esta casa de los muertos
—y un ave solitaria y un puñal resucitan.


3

Entonces ellos —son mi hijo y mi amigo—
ascienden la colina
como en busca del trueno y el relámpago,
por los que quemaron a Juan Huss

Yo descanso a la orilla del abismo,
al pie de un mar de vértigos, ahogado
en un inmenso río de helechos doloridos.
Puedo cortar el pensamiento con una espiga,
la voz con un sollozo, o una lágrima,
dormir un inifinito dolor, pensar,
un amor infinito, una tristeza divina;
meintras ellos, en la suave colina,
sólo encuentran
la dormida raíz de una columna rota
y el eco de un relámpago.

Oh Tajín, oh naufragio,
tormenta demolida,
piedra bajo la piedra;
cuando nadie sea nada y todo quede
mutilado, cuando ya nada sea
y sólo quedes tú, impuro templo desolado,
cuando el país-serpiente sea la ruina y el polvo,
la pequeña pirámide podrá cerrar los ojos
para siempre, asfixiada,
muerta en todas las muertes,
ciega en todas las vidas,
bajo el silencio universal
y todos los abismos.

Tají, el trueno, el mito, el sacrificio.
                      Y después,
                                        nada.
 




Avenida Juárez

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Uno pierde los días, la fuerza y el amor a la patria,
el cálido amor a la mujer cálidamente amada,
la voluntad de vivir, el sueño y el derecho a la ternura;
uno va por ahí, antorcha, paz, luminoso deseo,
deseos ocultos, lleno de locura y descubrimientos,
y uno no sabe nada, porque está dicho que uno no debe saber nada,
como si las palabras fuesen los pasos muertos del hambre,
o el golpear en el oído de la espesa ola del vicio,
o el brillo funeral de los fríos mármoles,
o la desnudez angustiosa del árbol,
o la inquietud sedosa del agua...

Hay en el aire un río de cristales y llamas,
un mar de voces huecas, un gemir de barbarie,
cosas y pensamientos que hieren;
hay en el breve rumor del alba
y el grito de agonía de una noche, otra noche,
todas las noches del mundo
en el crispante vaho de las bocas amargas.

Se camina como entre cipreses,
bajo la larga sombra del miedo,
siempre al pie de la muerte. Y uno no sabe nada,
porque está dicho que uno debe callar y no saber nada,
porque todo lo que se dice parecen órdenes,
ruegos, perdones, súplicas, consignas.

Uno debe ignorar la mirada de compasión,
caminar por esa selva con el paso del hombre
dueño apenas del cielo que lo ampara,
hablando el español con un temor de siglos,
triste bajo la ráfaga azul de los ojos ajenos,
enano ante las tribus espigadas,
vencido por el pavor del día y la miseria de la noche,
la hipocresía de todas las almas y, si acaso,
salvado por el ángel perverso del poema y sus alas.

Marchar hacia la condenación y el martirio,
atravesado por las espinas de la patria perdida,
ahogado por el sordo rumor de los hoteles
donde todo se pudre entre mares de whisky y de ginebra.
Marchar hacia ninguna parte, olvidado del mundo,
ciego al mármol de Juárez y su laurel escarnecido
por los pequeños y los grandes canallas;
perseguido por las tibias azaleas de Alabama,
las calientes magnolias de Mississippi,
las rosas salvajes de las praderas
y los políticos pelícanos de Louisiana,
las castas violetas de Illinois,
las bluebonnets de Texas ...
y los millones de Biblias
como millones de palomas muertas.
Uno mira los árboles y la luz, y sueña
con la pureza de las cosas amadas
y la intocable bondad de las calles antiguas,
como las risas antiguas y el relámpago dorado
de la piel amorosamente dorada por un sol amoroso.
Saluda a los amigos, y los amigos
parecen la sombra de los amigos,
la sombra de la rosa y el geranio,
la desangrada sombra del laurel enlutado.

¿Qué país, qué territorio vive uno?
¿Dónde la magia del silencio, el llanto
del silencio en que todo se ama?
(¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?)
Uno se lo pregunta
y uno mismo se aleja de la misma pregunta
como de un clavo ardiendo.
Porque todo parece que arde
y todo es un montón de frías cenizas,
un hervidero de perfumados gusanos
en el andar sin danza de las jóvenes,
un sollozar por su destino
en el rostro apagado de los jóvenes,
y un juego con la tumba
en los ojos manchados del anciano.

Todo parece arder como
una fortaleza tomada a sangre y fuego.
Huele el corazón del paisaje,
el aire huele a pensamientos muertos,
los poetas tienen el seco olor de las estatuas
—y todo arde lentamente
como un ancho cementerio.

Todo parece morir, agonizar,
todo parece polvo mil veces pisado.
La patria es polvo y carne viva, la patria
debe ser, y no es, la patria
se la arrancan a uno del corazón
y el corazón se lo pisan sin ninguna piedad.

Entonces uno tiene que huir ante el acoso de los búfalos
que todo lo derrumban; ante la furia imperial
del becerro de oro que todo lo ha comprado
—la pequeña república, el pequeño tirano,
los ríos, la energía eléctrica y los bancos—;
y es inútil invocar el nombre de Lincoln
y es por demás volver los ojos a Juárez,
porque a los dos los ha decapitado el hacha
y no hay respeto para ninguna paz,
para ningún amor.

No se tiene respeto ni para el aire que se respira,
ni para la mujer que se ama tan dulcemente,
ni siquiera para el poema que se escribe.
Pues no hay piedad para la patria,
que es polvo de oro y carne enriquecida
por la sangre sagrada del martirio.

Pues todo parece perdido, hermanos,
mientras, amargamente, triunfalmente,
por la Avenida Juárez de la ciudad de México
—perdón, México City—
las tribus espigadas, la barbarie en persona,
los turistas adoradores de Lo que el viento se llevó,
las millonarias neuróticas cien veces divorciadas,
los gangsters y Miss Texas,
pisotean la belleza, envilecen el arte,
se tragan la Oración de Gettysburg y los poemas de Walt Whitman,
el pasaporte de Paul Robeson y las películas de Charles Chaplin,
y lo dejan a uno tirado a media calle,
con los oídos despedazados
y una arrugada postal de Chapultepec
entre los dedos.


 

Responso por un poeta descuartizado

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Responso por un poeta descuartizado

Claro está que murió —como deben morir los poetas, maldiciendo,
    blasfemando, mentando madres,
viendo apariciones, cobijado por las pesadillas.
Claro que así murió y su muerte resuena en las malditas
    habitaciones donde perros, orgías, vino griego, prostitutitas
    francesas, donceles y príncipes se rinden
y le besan los benditos pies,
porque todo en él era bendito como el mármol de La Piedad
y el agua de los lagos, el agua de los ríos y los ríos de alcohol
    bebidos a pleno pulmón,
así deben beber los poetas: Hasta lo infinito, hasta la negra noche
y las agrias albas
y las ceremonias civiles y las plumas heridas del artículo a que te
    obligan,
la crónica que nunca hubieras querido escribir
y los poemas rubíes, los poemas diamantes, los poemas obsidiana,
    los poemas huesolabrado, los poemas floridos, los poemas toros,
    los poemas posesión, los poemas rubenes, los poemas daríos, los
    poemas madres, los poemas padres, tus poemas...
Y así le besaban los pies, la planta del pie que recorrió los cielos y
    tropezó mil y un infiernos
al sonido siringa de los ángeles locos y los demonios trasegando
    absintio (El chorro de agua de Verlaine estaba mudo), ante
    el azoro y la soberbia estupidez de los cónsules y los dictadores,
    la chirlería envidiosa y la espesa idiotez de las gallinas
    municipales.

Maldiciendo, claro, porque en la agonía estaba en su derecho y
    porque qué jodidos (¡Jure, jodido!,
dijo Rubén al niño triste que oyó su testamento), ¿por qué no
    morir de alcoholes de todo el mundo, si todo el mundo es
    alcohol y la llama lírica es la mirada de un niño con la cara
    de un lirio?
Resollaba y gemía como un coloso crisoelefantino
hecho de luces y tinieblas, pulido por el aire de los Andes, la neblina
    de los puertos, el ahogo de Nueva York, la palabra española,
    el duelo de Machado, Europa sin su pan.
Rugía impuramente como deben rugir todos los poetas que mueren
    (¡Qué horror, mi cuerpo destrozado!)
y los médicos: Aquí hay pus, aquí hay pus —y nunca le hallaron
    nada sino dolor en la piel
limpios los ríñones heroicos, limpio el hígado, limpio y soberbio el
    corazón
y limpiamente formidable el cerebro que nunca se detuvo, como un
    sol escarlata, como un sol de
esmeraldas, como la mansión de los dioses, como el penacho de un
    emperador azteca, de un emperador inca, de un guerrero laíno;
cerebro de un amante embriagado a la orilla de un dulcísimo cuerpo,
   ay, de mieles y nardos
(su peso: mil ochocientos cincuenta gramos: tonelaje de poeta
    divino, anchura de navio),
el cerebro donde estallaron los veintiún cañonazos de la fortaleza de
    Acosasco
y que luego...

Claramente, turbiamente hablando, hubo necesidad de destrozarlo,
    enteramente destazarlo como a una fiera selvática, como al
    toro americano
porque fue mucho hombre, mucho poeta, mucho vida, muchísimo
    universo
necesariamente sus visceras tenían que ser universales, polvo a los
    cuatro vientos, circunvoluciones repletas de piedad, henchidas
    de amor y de ternura.
Aquí el hígado y allá los ríñones.
¡ Dame el corazón de Rubén! Y el cerebro peleado, de garra en garra
    como un puñado de perlas.
Aquel cerebro (¡ salud!) que contó hechicerías y fue sacado a la
    luz antes del alba
y por él disputaron y por él hubo sangre en las calles y la policía
    dijo, chilló, bramó:
¡A la cárcel! Y el cerebro de Rubén Darío —mil ochocientos
    cincuenta gramos—
fue a dar a la cárcel
(¡Gigante mío, Walt Whitman! ¿Dónde estabas, gigante?),
la primera rosa blanca encarcelada, el primer cisne degollado.
Lo veo y no lo creo: ardido por esa leña verde, por esa agonía de
pirámide arrasada,
el poeta que todo lo amó
cubría su pecho con el crucifijo, el crucifijo, el suave crucifijo, el
    risto de marfil que otro poeta agónico le regalara —Amado Nervo—
y me parece oír cómo los dientes le quemaban y
    de qué manera se mordía la lengua y la piel se le ponía
    violácea
nada más porque empezaba a morir,
nada más porque empezaba a santificarnos con su muerte y su
    delirio, sus blasfemias, sus maldiciones, su testamento,
y nada más porque su cerebro tuvo que andar de garra en
    y de mano en garra
hasta parecer el ala de un ángel,
la solar sonrisa de un efebo,
la sombra de recinto de todos los poetas vivos,
de todos los poetas agonizantes,
    de todos los poetas.

 

* Los fragmentos de la presentación de José Emilio Pacheco, así como los archivos de audio compartidos en Periódico de Poesía número 70, fueron incluidos en el LP Efraín Huerta de la serie Voz Viva de México, segunda edición, UNAM, México, 1982. Se reproducen con permiso de la Dirección de Literatura de la UNAM. Agradecemos a la Dirección de Literatura UNAM este avance de Voz Viva, de próxima presentación.