Efraín Huerta / Junio 2014


Efraín Huerta con nosotros


Por Enrique Guadarrama

 

Para hablar de Efraín Huerta quisiera estar con mis amigos, muchachos del alba del Valle de México, hijos y herederos de Efraín de la Ciudad de México y que con él la han caminado, pisado el asfalto de sus amaneceres, bebido el alcohol de sus noches, y amado y padecido el laberinto del deseo: la desgracia y la alegría.

Hay que tener en el cielo una intrigante, solitaria estrella, y una ventana… y el corazón de los que hemos nacido después de 1982 cuando el poeta murió y nosotros llegamos a un mundo que nos poblamos con su poesía pero sin él.

Para hablar de Efraín Huerta hay que hablar con Efraín Huerta, hay que ser felices desvelados por una noche, la única del mundo, para decirle que estos son sólo sus primeros cien años y que los cumplimos con él, dejando sus versos en los ojos de nuestras novias, en nuestras cajetillas de cigarros, al lado de los recuerdos que botamos en una esquina para volver a ellos, Efraín, siempre a ellos… y que habrá una generosa cantidad de generaciones que lo seguirán leyendo para encontrarse con él al celebrar los siguientes.

Efraín Huerta, esa tarde estamos puros hombres: Julio César, Rigo, Orlando, Israel, Adrián, Mario, Pablo, José Luis y yo, todos de cenizas y rabia, preclaros. “Estoy hasta aquí mijo, hasta aquí”, dice José Luis tocándose entre el corazón y la garganta. “¡¿Qué hay para mí, qué?!”. Y tomo tu libro de las manos de Julio César y leo, la palabra engendrará el silencio, el ágape de estas tristezas.

Éste es un amor

Éste es un amor que tuvo su origen
y en un principio no era sino un poco de miedo
y una ternura que no quería nacer y hacerse fruto.

Un amor bien nacido de ese mar de sus ojos,
un amor que tiene a su voz como ángel y bandera,
un amor que huele a aire y a nardos y a cuerpo húmedo,
un amor que no tiene remedio, ni salvación,
ni vida, ni muerte, ni siquiera una pequeña agonía.

Éste es un amor rodeado de jardines y de luces
y de la nieve de una montaña de febrero
y del ansia que uno respira bajo el crepúsculo de San Ángel
y de todo lo que no se sabe, porque nunca se sabe
por qué llega el amor y luego las manos
—esas terribles manos delgadas como el pensamiento—
se entrelazan y un suave sudor de —otra vez— miedo,
brilla como las perlas abandonadas
y sigue brillando aún cuando el beso, los besos,
los miles y millones de besos se parecen al fuego
y se parecen a la derrota y al triunfo
y a todo lo que parece poesía —y es poesía.

Ésta es la historia de un amor con oscuros y tiernos orígenes:
vino como unas alas de paloma y la paloma no tenía ojos
y nosotros nos veíamos a lo largo de los ríos
y a lo ancho de los países
y las distancias eran como inmensos océanos
y tan breves como una sonrisa sin luz
y sin embargo ella me tendía la mano y yo tocaba su piel llena de gracia
y me sumergía en sus ojos en llamas
y me moría a su lado y respiraba como un árbol despedazado
y entonces me olvidaba de mi nombre
y del maldito nombre de las cosas y de las flores
y quería gritar y gritarle al oído que la amaba
y que yo ya no tenía corazón para amarla
sino tan sólo una inquietud del tamaño del cielo
y tan pequeña como la tierra que cabe en la palma de la mano.
Y yo veía que todo estaba en sus ojos —otra vez ese mar—,
ese mal, esa peligrosa bondad,
ese crimen, ese profundo espíritu que todo lo sabe
y que ya ha adivinado que estoy con el amor hasta los hombros,
hasta el alma y hasta los mustios labios.
Ya lo saben sus ojos y lo sabe el espléndido metal de sus muslos,
ya lo saben las fotografías y las calles
y ya lo saben las palabras —y las palabras y las calles y las fotografías
ya saben que lo saben y que ella y yo lo sabemos
y que hemos de morirnos toda la vida para no rompernos el alma
y no llorar de amor.

Y no llorar de amor… El silencio reina, tu palabra es espejo, nuestras imágenes, en él, perduran.

Estoy de pie en el patio central del Antiguo Palacio de San Ildefonso. El mito es llevado por el aire. Aquí fuiste un muchacho como yo con el signo de la poesía en los ojos, las manos, lo rápidos pasos y las sonrisas. Aquí fue tu amigo Octavio Paz y fueron aprendices de esa orfebrería que canta y cuenta, que declara la perennidad del alto sol del México más abandonado y los vericuetos en que la mujer es tierra a que llega la lengua, agua, manos de las nubes que acuden a nuestra sed de labios que requieren besos. Estos pasillos tienen el eco de tu nombre, de tu Taller de imaginerías y rigor. El nombre de Efraín recorre las escaleras, hace sonar los barandales, aquí fuiste, poeta, simplemente un muchacho pleno. 

Efraín Huerta, no te alcanzamos pero tú nos tocas la frente. Claros de tus versos caminamos las últimas calles, los primeros metros de la mañana en esta ciudad del diablo. Tu imagen y la que nos entregas es la de la juventud perpetua, la del incendio a mitad del desierto y la del aprendizaje de saber abandonar sin perdernos. Efraín, cada generación que vuelve a sentir al través de las ventanas los pasos de la primavera te recuerda:

En
La
Calle
Deben
Pasar
Cosas
Extraordinarias

Por
Ejemplo
La
    REVOLUCIÓN

Efraín, yo escribo tus versos en la desnuda espalda de la que quiero:

Amada inmensa
como una violeta de cobalto puro
y la palabra clara del deseo.

Miro también a mis amigos rodeados de celestiales aeromusas.

Y estos son nuestros amores, estas son nuestras miserias, nuestro furibundo llanto de amor de madrugada en la Avenida Juárez. Efraín, estos son nuestros corazones, en tus versos están mejor que en nuestros cuartos.

Efraín, déjame estar en los puntos suspensivos de tu poemínimo para preguntarte ¿quién eres?, ¿qué nos dices?, ¿por qué te reconocemos?

Cumples 100 años pero pareces de 19 ó 20. Efraín Huerta de nosotros, con nosotros, tus amigos.