Efraín Huerta / Junio 2014


Efraín Huerta


Por Pedro Serrano


especiales-hopper-excursion.jpgEfraín Huerta no fue un poeta oficial. Encajaba poco y mal en las articulaciones del poder, en las historias literarias, en el adocenamiento de los beneplácitos y la corte. No tenía vocación ni de líder ni tampoco de sometido seguidor. Su obra tiende a ser ensalzada por unos o por otros desde trincheras opuestas. Celebran la irreverencia de sus poemínimos o valoran al autor de alta voz en Los hombres del alba, Declaración de odio y Tajín. No ven que son lo mismo, que su obra es esa continuidad de la tradición poética mexicana y también esa desparpajada apuesta de monedero y de barrio, jugadas ambas con monedas de cobre de a veinte centavos en la rayuela de polvo de las calles del DF. En el extendido baldío de los años setenta, donde se cultivó mucho de lo que ahora vale la pena, su presencia en la prensa y en la calle de la Ciudad de México fueron fundacionales, desgranando Manifiestos nalgatorios o viajando en los camiones por la ruta de "Juárez-Loreto", o apareciendo semanalmente su crónica cotidiana de una vida cultural en El Gallo Ilustrado, suplemento del periódico El Día. Su importancia no está solo en sus poemas, que se leen con el mismo vigor que cuando se escribieron, sino también en las brechas laterales que esa escritura fue abriendo para que la poesía en México no fuera por una única ruta apuntada entonces y apuntalada ahora por algunos dedos índices. Los terrenos  que él abrió y desmontó permitieron que allí fuera sembrándose la guía, en el sentido vegetal, más interesante y más vital de la poesía de México. Hay una continuidad que no ha sido muy señalada, apuntada al voleo en la emocionada memoria de Pablo Mora que aquí recogemos. Sin su presencia activa no se vería en la poesía de México la irónica huella de zorra enferma de Eduardo Lizalde, ni los gatuperios de Gerardo Deniz, ni las desenterradas raíces de Jaime Reyes, ni el caudal de malhambre de Max Rojas, ni los estropicios de Ricardo Yáñez, ni las desternilladuras de Ricardo Castillo, ni los agrios vuelos de Jeremías Marquines. Todo sería más propio, es verdad.

Tuvieron que pasar muchos años para que la voladura de puentes que significó en su momento no tanto la poesía sino la acción de sus mosqueteros los Infrarrealistas (semejante a la de los Sumas en las artes visuales –ambos nuestros referentes punks) encontrara de nuevo su significación. En La universidad desconocida de Roberto Bolaño se incluye un retrato sacado del imaginario de Edward Hopper, otra "Excursión dentro de la filosofía" en la que con unos breves trazos se muestra la desolación, la amistad y lo que su presencia dejó en la poesía mexicana: "No sé, Efraín, qué paisajes decir ahora que estoy pensando en ti. No sólo tu bondad me ayudó; también esa suerte de honradez hierática, tu sencillez al apoyarte en la ventana de tu departamento para contemplar, en camiseta, el crepúsculo, mientras a tus espaldas los poetas bebían tequila y hablaban en voz baja." Su influencia ha sido a las calladas pero persistente, y se puede ver, en retrospectiva y con lente de gran angular, en uno de los mejores poemas tardíos de Octavio Paz, La guerra de la dríada o vuelve a ser eucalipto, en el que escribe: "El enorme perro abrió los ojos, pegó un salto y arqueando el negro lomo, bien plantado en sus cuatro patas, aulló con un aullido inacabable: ¿qué veía con seis ojos inyectados, sus tres hocicos contra quién gruñían?" No sería sin Efraín Huerta la poesía mexicana lo que es.




Ilustración:

Edward Hopper, Excursion Into Philosophy, 1958
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