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resena-kamikaze.jpg Kamikaze
Josué Vega López
Sedeculta,
El Tucán de Virginia
México, 2013.

Por Josu Landa
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No. 72 / Septiembre 2014


Josué Vega López: Al filo de la katana

El verbo 'degollar' es una de las más frecuentes presencias en Kamikaze, el tercer poemario de Josué Vega López. Aparece en el primero y en el último de sus poemas, a modo de cumplimiento rotundo, circular, de una voluntad de decir un trayecto existencial —una 'línea', según la voz entre sórdida e irónica que reverbera en sus versos— en el que los momentos de aniquilación rebasan casi por entero a su contraparte necesaria: los de afirmación. Las palabras finales del libro evidencian esto, al dar cuenta del acto límite consistente en "cerrar los ojos/ para ver el cuello de la luz/ degollado por la línea".

El buen oficio del poeta defeño-celayense logra urdir una sutil trama de palabra y vida, donde el vocablo 'kamikaze' se antoja el epítome del triunfo persistente de cierta voluntad de dislocación, disolución, devastación, devoración. Claro: para que esos avatares de la nada se concreten es necesario reconocer un juego dialéctico con sus opuestos insoslayables. En lo que hace a la suerte de 'mensaje subliminal' que ofrece este nuevo poemario de Josué Vega, el atractivo radica justamente en haber manejado de manera implícita la parte positiva de esa dialéctica, para poner de relieve la negatividad que podría ser el cimiento de la existencia. El precio de esa unilateralidad aparente es el regusto amargo que sigue al acercamiento a cada uno de los poemas de este volumen; sensación que el reconocimiento subyugado de la lucidez de la que surge esa operación prosódica apenas puede morigerar.

Este libro de Josué Vega podría haberse titulado harakiri o seppuku, si su autor hubiera decidido referir ese mismo significado de manera más elegante. De hecho, la primera de esas palabras es la que da nombre a la segunda sección del volumen, pero también aparece en la que antecede a ésta, como cuando, por ejemplo, encabeza este haiku: "Filo de sable:/ la angustia en mi poesía/ hondo se encaja." En todo caso, la diferencia entre esas dos partes luce como asunto relativo al hábitat donde se extiende, como una suerte de emanación apenas distinguible y sutilmente deletérea, un tono expresivo que parece brotar desde la hoja de la katana: el sable que dicta la última 'línea', en el rito suicida ejecutado por el samurai en salvaguarda de su honorabilidad: estación postrera en la 'senda del guerrero' (bushidoo): momento de terrible tensión trágica, a juzgar por el demencial espectáculo ofrecido, en ese trance, por el inolvidable Yukio Mishima: instante cenital en el que cortocircuita la línea de la vida con la de la nada, como puede apreciarse, por caso en la brutalmente irónica 'postal japonesa' del "tren bala" que "apunta directamente a la cabeza" del "pequeño de ojos rasgados", que "sólo tiene tiempo de sentir el impacto a medio cráneo".

La invocación a Li Po preside la primera de las dos secciones ya referidas del libro de Josué Vega. Se diría que la alusión al célebre poeta chino pretende bendecir y sustentar esa operación, tan vista en nuestro tiempo, consistente en poetizar la propia poesía, a partir del supuesto implícito de un entreveramiento del hilo de la vida con el del lenguaje. Un ejemplo, a la par sintético y en extremo ostensivo: "¿Cómo pavimentar el tuétano del poema, albañil del texto?" Puesto a trasegar esa ruta, ciertos poemas de Kamikaze incursionan en la transgresión irónica, hereje, del principal de los niponismos presentes en sus páginas: el haiku. En general, la prestigiosa estrofa japonesa, en manos de Josué Vega, se ajusta a los requisitos métricos establecidos por la tradición, pero no falta el momento en que los violenta, al tiempo que contraviene el sentido que esta misma le ha impuesto. Esto es algo que se constata, por ejemplo, al leer: "Del haikú como espejo:/ cristales rotos/ naturaleza muerta". Aquí, los desacatos a la norma clásica son varios. El principal de todos, acaso, el haber dado cabida a lo 'natural muerto' en ese texto, cuando el canon formal histórico exige expresar la experiencia de la conciliación del poeta con la naturaleza más viva y vital. También se separa de las convenciones hegemónicas la evidente conversión del haiku en tema del haiku. Lo mismo cabe decir del excedente de dos sílabas —la ortodoxia sólo acepta 17, distribuidas conforme con la disposición 5-7-5— que se detecta en esa composición. Maniobra cuyo sustrato alevoso, premeditado, se evidencia con más nitidez, cuando acto seguido el poeta ofrece otro terceto al que, con descaro, titula "Licencia poética" y que dice: "El ojo dislocado/ es una mueca/ de diecinueve sílabas".

Pero esa poetización de la poesía no es privativa de la primera parte de Kamikaze. Esa especie de prosopopeya de lo poético también está presente, aunque con menor insistencia, en la segunda sección, como lo evidencia por ejemplo el último haiku del libro, titulado "Mandíbula rota": "Fin del poema,/ rota por el costado/ su carcajada". Se diría que la coextensividad entre vida y poesía, la extralimitación recíproca e interpermeable de los dos ámbitos, es una obsesión de Josué Vega y, como tal, pugna por aparecer en sus versos.
Kamikaze mereció el Premio Nacional de Poesía Experimental "Raúl Renán", en 2011, según consta en la esmerada edición del libro hecha por la justamente prestigiosa editorial El Tucán de Virginia. El hecho de desconocer la calidad de las obras que contendieron con ésta impide todo dictamen sobre la justeza y justicia de esa decisión, a quien no haya pertenecido al jurado que lo emitió. Al margen de ese impedimento —por lo demás, insignificante— el lector habituado a la poesía ejercida con rigor y voluntad artística, al adentrarse en las páginas de este libro de Josué Vega, podrá dar fe de que conjuga la condición de ser efectivamente experimental con la de ser estéticamente encomiable.

Contra lo que piensan algunos, la noción de poesía experimental va más allá de las diversas posibilidades del grafismo poético o de cualquier explotación de las potencialidades visuales de la palabra. Basta atenerse al adjetivo 'experimental' para rebasar ese angosto vallado. Cabe entender, entonces, en un sentido más amplio y fecundo, que 'poesía experimental' es aquella que resulta de la experimentación, la búsqueda, la puesta a prueba, el ensayo... de opciones formales y expresivas distintas a las que la normalidad de los usos del lenguaje suele admitir. La vocación de ruptura, la extralimitación de significados y sentidos, los tanteos con diferentes formas de expresión... definen al arte que amerite el calificativo de 'experimental', lo que en último término implica que esa apuesta estética concuerda con el inveterado y acaso inextinguible espíritu de vanguardia. Visto desde esa perspectiva, Kamikaze es un libro discretamente experimental y vanguardista. Esta afirmación puede sonar a un fácil oxímoron —dada la extendida identificación de vanguardia con arbitrariedad en los procederes artísticos—, pero sólo pretende referir la obra de un poeta que, como Josué Vega, asumiendo en parte los valores estéticos dominantes en su circunstancia, no se deja tentar por los excesos, las vacuidades, los facilismos y los juegos pirotécnicos de cierto vanguardismo cuyos mejores momentos pasaron hace mucho.

La combinación de haikus heterodoxos con poemas en prosa, versículos, composiciones en versos de arte menor, inserciones intertextuales —aparte de abundantes y muy significativos epígrafes—, motivos de la llamada 'leyenda urbana', sutiles trenzados de vida individual con historia y lenguaje, japonismos de última hora, fluencias de traza narrativa, juegos de señuelos en rol de títulos... es lo que marca a Kamikaze como un poemario de cariz experimental, surgido de una inconformidad no sólo con una ortodoxia formal caduca y pasada de fermentación, sino también con los avatares no menos conservadores de un vanguardismo instrumentalizado, artificioso (en el sentido estéril del adjetivo).

Tendrá razón quien advierta que nada de eso es nuevo —reproche excesivo, si se tiene en cuenta que el censo de novedades bajo el sol hace mucho tiempo que permanece sin variación alguna—, pero nadie podrá escamotearle al Josué Vega de Kamikaze, una firme voluntad de forma, junto con un tono original, una manera propia de realizar los valores estéticos con los que se identifica. Por ejemplo, hay que estar muy despierto para ver esto que nadie había visto y decirlo como nadie lo había dicho: "...y los niños envejecen/ envejecen// mientras miro cómo sus juegos/ arrugan la piel entre los ojos".

Lo que acaso cabe impugnar a Josué Vega es su complacencia con un modo de practicar la poesía demasiado áspero y reñido con la piedad. La lucidez y la ironía crítica, que tan bien ejerce ante aspectos insufribles de nuestro mundo tardomodernista, se esfuman frente al prestigio y la profusión de adeptos con que cuenta cierta poética de la irascibilidad y la causticidad. No parece que se trate de un aggiornamento de la compasión y el temor que Aristóteles exige procurar a la buena tragedia, en su Poética. Si acaso un cuestionable tributo a la unilateralidad esteticista a que el joven Nietzsche reduce los intentos demasiado humanos de justificar la existencia, en El origen de la tragedia. En todo caso, libros como Kamikaze, con ser expresiones de una brillante vocación estética, confirman la inevitable condición ética de toda creación artística, aun cuando ésta no deba responder a ninguna intención moralizante. A fin de cuentas, algo tan cercano a un apocalipsis sin apocatástasis, como el significado mismo de la palabra 'kamikaze' —"persona que se juega la vida realizando una acción temeraria", en la acepción más amable de las que aporta el diccionario de la Real Academia Española— no obsta para que, por ejemplo, el artífice de este libro externe algo tan vital como sus "ganas irremediables de ser alas/ y/ volar". También hay que reparar en el filo romo de la katana.



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