No. 72 / Septiembre 2014


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Pierre Reverdy, las aventuras fortuitas



Por Jorge Esquinca


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Amadeo Modigliani, retrato de Pierre Riverdy (1915).
Aún sin negar la impronta de sus ilustres antecesores –Baudelaire, Rimbaud- los poemas en prosa de Pierre Reverdy (1889-1960) se internan por nuevas zonas de la expresión poética e inauguran rumbos por los que no se demorará en transitar la naciente aventura surrealista que lo considera uno de sus precursores. Sin embargo, Reverdy no se reconoce en el movimiento y se retira a vivir lejos de París, en las faldas de la Montaña Negra. La literatura francesa le debe no pocos libros esenciales y un considerable cuerpo de anotaciones sobre poesía y poética que llegan hasta nuestros días cargados de agudeza y de una fértil imaginación. Hacia 1918 escribió: “No se trata de hacer una imagen, es preciso que llegue por sus propias alas. La imagen es una creación pura del espíritu. No puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de dos realidades más o menos alejadas. Mientras más alejadas y justas sean las relaciones de las dos realidades acercadas, más fuerte será la imagen y más poder emotivo y más realidad poética tendrá.” Mejor que un método de escritura, lo que Reverdy intenta –y consigue- es la conquista de un procedimiento que tiene más de una concordancia con las indagaciones plásticas del cubismo y al que no le son ajenos los mecanismos del sueño dirigido, la ironía y el humor. Traduzco para los lectores del Periódico de Poesía algunos ejemplos de sus poemas en prosa.


Viejo puerto

Un paso más hacia el lago, sobre el muelle, frente a la puerta iluminada de la taberna. Contra el muro canta el cantinero, canta la mujer. Los barcos se mecen, los navíos jalan un poco más su cadena. En el interior hay profundos paisajes dibujados sobre el vidrio, nubes en la sala y el calor del cielo y el ruido del mar. Todas las aventuras fortuitas los separan. El agua y la noche esperan afuera. Pronto llegará el momento de salir. El puerto se alarga, los brazos se tienden hacia otro clima; todos los cuadros están llenos de recuerdos, las calles en declive, los tejados parecen dormir. Y sin embargo todo está siempre de pie, a punto de partir.


Los músicos

La sombra y la esquina de la calle donde algo sucede. Las cabezas aglomeradas escuchan o miran. El ojo pasa de la banqueta al instrumento que toca, que rueda; hacia el automóvil que atraviesa la noche. Navajas de luz neón tajan a la multitud y separan las manos que se tienden, las miradas en suspenso y los ruidos del azar. Todo el pueblo está ahí –a la misma hora- en la glorieta. Las voces que se dispersan conducen el movimiento sobre la cuerda que rechina y muere a cada instante. Después, el signo del cielo, el gesto que reúne, y todo desparece en el lienzo del muro que se hunde. Todo se desliza y la niebla envuelve a los peatones, dispersa los ecos, esconde al hombre, al grupo y al instrumento.


Globo

Dónde he visto al comediante, al músico, al hombre de Dios.
    No se trataba más que de un perfil que se abatía sobre la muralla. Una sombra.
Nosotros estábamos afuera y llovía. Confundidos con la lluvia distinguíamos algunas estrellas y un niñito que tendía su mano.
    Alguien gritaba en la calle, tras una ventana, pues llovía. Y todo se borraba.
    No así la noche, ni el hombre, ni Dios.
    No así el niño ni la estrellas.


La llave de vidrio

Los agujeros en el muro, los agujeros de la chimenea y de mi pipa. En una esquina combaten dos bastones en X. ¿Quién los cogerá? No hay nadie en la mesa, nadie en la cama y los sillones están vacíos. Alguien quiere salir. Pero no fui yo quien apagó la lámpara y no son mis pasos los que bajan por la escalera. ¡Tal vez hay también un muerto en casa!


El frío del aire en el espíritu y sobre el rostro

No había en torno a su cuerpo inmaterial y oscuro más que despojos, jirones de tela negra.
    Ella se sostenía entre la casa y el cielo y, más precisamente, contra el lado derecho de la ventana.
    Pero el cielo le parecía tan grande, los agujeros del cielo, la noche, que se ocultaban, el día, detrás de las nubes, que ella miraba siempre en un costado de mi habitación. Y esa luz en la chimenea, ese fuego que bajaba con el aliento fragoroso de la chimenea –me parece que ella habría podido creer, o que yo mismo he creído que podría tratarse de una estrella.
    Y sus dos ojos tras el cristal con este viento.


La sombra y la imagen

Si acaso he reído no ha sido por el mundo resplandeciente y jubiloso que pasaba frente a mí. Las cabezas rectas o inclinadas me dan miedo y mi risa se habría transformado en una mueca. Las piernas que corren tiemblan y los pies más firmes pierden el paso. No he reído del mundo que pasaba frente a mí, sino porque un instante después yo estaba solo en el campo, frente al bosque enorme y quieto, entre las voces que, en el aire dormido, se respondían.


Estación

En el hotel solo quedan los gitanos rojos que pulsan los botones de los timbres y aquellos que iluminan al mundo con la electricidad.
    Hay un ruido en la escalera cuando se detiene la cascada.
Los enfermos duermen.
Los asnos.
El dueño del hotel anda huyendo.
Todo el mundo espera.


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