Los sueños son para los niños
Lo sabéis amigos, no volveremos más. Sólo los viejos vagabundos al morir pueden saber quizá el secreto de la hora derramada y el porqué de la mujer húmeda en estío. Pero nosotros no. No podemos volver. Miguel Labordeta
¿Qué podría contar de la niñez? Mi hija lo pregunta frente a la casa de donde arrancó mi memoria. Le dije: son los primeros nudos que por nosotros va haciendo alguien en la cuerda de la vida. Entonces hay un silencio que ella no entiende cuando busco en sus ojos nuevos algunos enigmas que yo no resolví: el inquietante robot de plástico que hablaba, nunca supe porqué, metido en el ropero, la bicicleta azul con el manillar siempre flojo o aquel libro de aventuras que no explicaba por qué unos niños con pecas y rodillas sucias se metían siempre en líos. (Quizá un día lo encuentre alargue la mano y sea un espejismo). En fin, que como los niños de mi edad, fabriqué también una escopeta con gomillas y pinzas de la ropa, coleccioné canicas y cromos de fútbol y monté mi propio quiosco de juguetes usados. Un verano mi padre sacó un inmenso flotador negro de su Irizar 1028 y fue cuando comenzó mi farsa: iba contando por el barrio que despellejamos viva una orca distraída en la playa y que sus ojos pequeños, aún con vida, nos maldecían tras los parches de goma. Ahora sé que la niñez hay que echarla a correr junto al sueño, y aunque parezca hecha con esos objetos, lo está por su uso después de olvidados. Tenía quince, recuerdo, cuando mostré ya cierta destreza con mis propios nudos. Perdí algo del sentido de la propiedad al descubrir unas piedras que fuera de mis manos no necesitaban volver a mí. (Puestas donde yo quería estaba en ellas para siempre). Y así fui creciendo, confundiendo niñez y crueldad, una como envoltura de la otra para que mis padres pudieran disculparse con un mundo adulto y desconocido aunque a mí algunos nunca pudieran perdonarme. (Roberto Tugués, por ejemplo, se convirtió una tarde en un niño con la frente moldeada por mi más soberbio ladrillazo, o mi abuela materna, que formó unidad con un camión por unos dedos que luego serían alambres). Pero sí: salvo excepción, a mí siempre me absolvían cuando trabajaba en el diseño de la lástima. Ahora esa niñez, con su peso total pero intermitente y recibido de golpe, se restaura empleando sentidos que a cualquier edad manejen con solvencia el vacío, de ahí que interese tener, como poco, una memoria con buenos reflejos y no haber llenado del todo la piel con la luz. Ayer mismo (¿o fue hoy?) un balón saltó una valla mientras Irene salía del colegio. Se me vio amable en el gesto por tratar de devolverla, pero una añoranza súbita salió de mi pierna y mandó todas las miradas al balcón de un tercero. Oí a algunas madres llamarme animal. Yo estaba confuso. Conversaciones con un joven suicida ¿De qué sirve escribir sobre lo que pudo ser? Pensémoslo un instante. ¿Cuánto tiempo y trabajo nos ahorramos saliéndole al paso a la sospecha de lo que no somos? La verdad, ignoro porqué, pero de mis amigos muertos sólo me comprenden los que se mataron. Aquí dentro de esta caja tenemos un ejemplo aún caliente. Jean Moreau, que fue un poeta que para bien o para mal decía las cosas a la cara, levantaba la voz entre el tumulto y soltaba una eminente barbaridad de la que luego se arrepentía sabiendo que algo tenía de razón. La tarde que se mató hizo lo mismo con su vientre. Se sentó frente a él a explicarle la porción del mundo que tendría que digerir para que la vida volviese por donde vino y le mostrara otra más práctica y manejable. La última vez que le vi fue llevándole a su casa. Veníamos del entierro de Muñoz Rojas. En el camino hablamos de su tesis, las ilusiones puestas en el conocimiento con título, alguna joven alumna y su amor sosteniéndose estos años. Nos pasamos un disco en rojo y soltó una risa como ajuste a una noche que otro conduce, esa confianza compartida que repara viejas amistades. Me confesó odiar a algunos hombres y comprendí sus razones. (Cuando yo era más joven ya había oído eso, y luego más veces de diferentes bocas, así que no le di importancia: como mucho el sol te retira el saludo, pero qué gravedad tiene eso cuando a algunos ya no nos pueden echar de la sombra). En fin, que seguimos charlando de lo cara que está la vida, lo que al final se paga por evitar que te arrase una luz depravada e insólita con el doble fondo de sus labios. También recordamos a los amigos, los últimos días de José Antonio brillando en su cama, o el terrible incendio que acabó con el joven Torralbo, las tertulias con bocadillo y cerveza en el viejo Ateneo y la constatación actual de que yo nunca fui una promesa literaria. Le dejé junto a un semáforo que cambió a ámbar cuando se disponía a cruzar. Aceleró el paso y se hundió en la oscuridad. El Renco
Su rostro no se parecía a nada Pierre Reverdy
Nos dijeron que fue un ex presidiario. Que mató con los ojos a un comandante republicano y que por eso le arrestaron camino de Almería entre los condenados y los perdidos. Norman Bethune escribió sobre él, y aseguró verlo por última vez, hace cuarenta años, por un cerro de Alcaucín. Un día se presentó, nadie sabe por qué, en nuestro barrio. Su historia la construyó la vecindad con rumores envenenados como que cambió una pierna por su vida o que llevaba en el bolsillo un escorpión de oro robado a un diablo de la guardia nacional. A menudo se le veía correr tras la gente, y varias veces lo hizo detrás de mí cuando mi madre me mandaba a por pan. Recuerdo perfectamente que para entrar en casa nos bajábamos del coche en el salón. Una noche le sorprendió mi padre comiendo palomas en el tejado, y su boca era soberbia como la del mero, descuadrada y monstruosa. Al tragar se le abrían en el cuello unas agallas plateadas que desde niño le aseguraron plaza en el reino de los incomprendidos. Nadie le sostenía, que yo supiese, la vista, por si acaso se encariñase con el lado interior de tus ojos. Era inconmovible como un comprador de oro o prestamista hipotecario, pero bajo el sol matinal, atrapado por las rosas carnívoras del jardín comunitario, sentado sobre su sola pierna, le veíamos reflejar la luz sobre la barba aceitosa y las pupilas vacías. Parecía confuso e inofensivo por la primera agresión del hambre en el día, y esperaba a que le lanzáramos un bollo envuelto en papel de orillo o lo que sea que nos preparasen para la hora del recreo. El Renco, aquel enorme simio de mirada entrañable y peligrosa, en equilibrio inestable entre la saliva y el trueno, desorientado y transparente como un auténtico cautivo de los suburbios, miraba las cosas de forma que para ser malvado (o lo que él creyera que fuese) debiera seguir siendo un niño. Nunca se le oyó palabra salvo algún estruendo ajeno a esta tierra. Por ahí dijeron que perdió la lengua en el frente. (Una pena, porque me hubiera gustado comprobar cuánto desprecio le merecía la cabalista del noveno y sus hijos-pájaro. Ahora confieso que nunca tuve bastante valor para tenderle la emboscada bendita que le hiciera hablar e iluminarme). Llegó el verano del ochenta y dos y todos queríamos ser Paolo Rossi o Rummenigge. Por la mañana íbamos al tajo a meter las manos donde vivían los pulpos y por la tarde donde los topos y los murciélagos, así que siempre llegábamos a casa con las manos roídas y las rodillas negras. Como cada año, regresó la familia francesa con su niña excesivamente francesa de la que todos estábamos enamorados y con la que Juan Manzanares se entendió una noche. En una de esas apedreé su extravagante perro quiróptero y me oriné sobre él. No sentí al renco sepultado en un pacífico pero le oí sacar de su mandíbula única un fonema luminoso y nítido. Brillante y afilado. J. D. Salinger es rodeado por la familia a la salida de un supermecardo. Se explica como puede Cuando el asombro nació en tus manos mi futuro dio al mundo un aviso de devoción. Yo estaba en medio justo de todas las mujeres pero no soltaba tu primavera encendida; una mañana me dijiste algo nítido al oído que devastó el desayuno. Lo tomé como un cerrojo remontado a tus labios y quise mostrar la paciencia que permite a veces la sordera del corazón. Me fui al lado de la cama donde se aparean los erizos para descifrarte con un sueño colectivo. Y te pregunté: ¿adónde va alguien con el deseo abollado si no es al menos buscando desertar de la cautela? Este era yo, amiga, cada vez que te comprendía con la boca. En fin, que acordamos dejar tu ciudad y familia y tomar la vida con las manos cuando la acorta más que con palabras. Dicha lección, que era la correcta para un salvaje de tierna envergadura, ha llegado al final rompiendo el fuego con la misma pregunta del principio, es decir, a qué deseo pertenece mi cosecha, dónde está el oro original y la primera capa de plomo, cómo trepó mi sombra a tu mirada. A veces me toca poner el recuerdo sobre la mesa, entre el pan y nuestra hija, y explicarle porqué algunos sueños se cambian por otros.
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