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portada-las-categorias-de-kant.jpgLas categorías
de Kant no funcionan
en la noche
Julio César Jiménez
Editorial Celya
Col. Generación
del Vértice, 
VI Premio Internacional
de Poesía Ciudad
de Pamplona, 2012

 
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No. 72 / Septiembre 2014


 


Los sueños son para los niños

Lo sabéis amigos,
no volveremos más.
Sólo los viejos vagabundos al morir
pueden saber quizá
el secreto de la hora derramada
y el porqué de la mujer húmeda en estío.
Pero nosotros no. No podemos volver.
Miguel Labordeta



¿Qué podría contar de la niñez? Mi hija lo pregunta
frente a la casa de donde arrancó mi memoria.
Le dije: son los primeros nudos que por nosotros
va haciendo alguien en la cuerda de la vida.
Entonces hay un silencio que ella no entiende
cuando busco en sus ojos nuevos algunos enigmas
que yo no resolví: el inquietante robot de plástico
que hablaba, nunca supe porqué, metido en el ropero,
la bicicleta azul con el manillar siempre flojo
o aquel libro de aventuras que no explicaba
por qué unos niños con pecas y rodillas sucias
se metían siempre en líos. (Quizá un día lo encuentre
alargue la mano y sea un espejismo).

En fin, que como los niños de mi edad, fabriqué también
una escopeta con gomillas y pinzas de la ropa,
coleccioné canicas y cromos de fútbol
y monté mi propio quiosco de juguetes usados.
Un verano mi padre sacó un inmenso flotador negro
de su Irizar 1028 y fue cuando comenzó mi farsa:
iba contando por el barrio que despellejamos viva
una orca distraída en la playa y que sus ojos pequeños,
aún con vida, nos maldecían tras los parches de goma.

Ahora sé que la niñez hay que echarla a correr
junto al sueño, y aunque parezca hecha con esos objetos,
lo está por su uso después de olvidados.

Tenía quince, recuerdo, cuando mostré ya cierta destreza
con mis propios nudos. Perdí algo del sentido de la propiedad
al descubrir unas piedras que fuera de mis manos
no necesitaban volver a mí. (Puestas donde yo quería
estaba en ellas para siempre).
Y así fui creciendo, confundiendo niñez y crueldad,
una como envoltura de la otra
para que mis padres pudieran disculparse
con un mundo adulto y desconocido
aunque a mí algunos nunca pudieran
perdonarme. (Roberto Tugués, por ejemplo,
se convirtió una tarde en un niño con la frente
moldeada por mi más soberbio ladrillazo,
o mi abuela materna, que formó unidad con un camión
por unos dedos que luego serían alambres). Pero sí:
salvo excepción, a mí siempre me absolvían
cuando trabajaba en el diseño de la lástima.

Ahora esa niñez, con su peso total pero intermitente
y recibido de golpe, se restaura empleando sentidos
que a cualquier edad manejen con solvencia el vacío,
de ahí que interese tener, como poco,
una memoria con buenos reflejos
y no haber llenado del todo la piel con la luz.

Ayer mismo (¿o fue hoy?) un balón saltó una valla
mientras Irene salía del colegio.
Se me vio amable en el gesto por tratar de devolverla,
pero una añoranza súbita salió de mi pierna
y mandó todas las miradas al balcón de un tercero.
Oí a algunas madres llamarme animal.
Yo estaba confuso.




Conversaciones con un joven suicida

¿De qué sirve escribir sobre lo que pudo ser?
Pensémoslo un instante. ¿Cuánto tiempo y trabajo
nos ahorramos saliéndole al paso a la sospecha
de lo que no somos? La verdad, ignoro porqué,
pero de mis amigos muertos sólo me comprenden
los que se mataron. Aquí dentro de esta caja
tenemos un ejemplo aún caliente. Jean Moreau,
que fue un poeta que para bien o para mal
decía las cosas a la cara, levantaba la voz
entre el tumulto y soltaba una eminente barbaridad
de la que luego se arrepentía sabiendo que algo
tenía de razón. La tarde que se mató hizo lo mismo
con su vientre. Se sentó frente a él a explicarle
la porción del mundo que tendría que digerir
para que la vida volviese por donde vino
y le mostrara otra más práctica y manejable.

La última vez que le vi fue llevándole a su casa.
Veníamos del entierro de Muñoz Rojas.
En el camino hablamos de su tesis, las ilusiones puestas
en el conocimiento con título, alguna joven alumna
y su amor sosteniéndose estos años. Nos pasamos
un disco en rojo y soltó una risa como ajuste
a una noche que otro conduce, esa confianza compartida
que repara viejas amistades. Me confesó odiar
a algunos hombres y comprendí sus razones.
(Cuando yo era más joven ya había oído eso,
y luego más veces de diferentes bocas,
así que no le di importancia: como mucho el sol
te retira el saludo, pero qué gravedad tiene eso
cuando a algunos ya no nos pueden echar
de la sombra). En fin, que seguimos charlando
de lo cara que está la vida, lo que al final se paga
por evitar que te arrase una luz depravada e insólita
con el doble fondo de sus labios. También recordamos
a los amigos, los últimos días de José Antonio
brillando en su cama, o el terrible incendio
que acabó con el joven Torralbo, las tertulias
con bocadillo y cerveza en el viejo Ateneo
y la constatación actual
de que yo nunca fui una promesa literaria.

Le dejé junto a un semáforo que cambió a ámbar
cuando se disponía a cruzar. Aceleró el paso
y se hundió en la oscuridad.




El Renco

Su rostro no se parecía a nada
Pierre Reverdy



Nos dijeron que fue un ex presidiario.
Que mató con los ojos a un comandante republicano
y que por eso le arrestaron camino de Almería
entre los condenados y los perdidos.

Norman Bethune escribió sobre él,
y aseguró verlo por última vez,
hace cuarenta años, por un cerro de Alcaucín.
Un día se presentó, nadie sabe por qué,
en nuestro barrio.

Su historia la construyó la vecindad con rumores
envenenados como que cambió una pierna
por su vida o que llevaba en el bolsillo
un escorpión de oro robado a un diablo
de la guardia nacional.

A menudo se le veía correr tras la gente,
y varias veces lo hizo detrás de mí
cuando mi madre me mandaba a por pan.
Recuerdo perfectamente que para entrar en casa
nos bajábamos del coche en el salón.
Una noche le sorprendió mi padre
comiendo palomas en el tejado,
y su boca era soberbia como la del mero,
descuadrada y monstruosa. Al tragar
se le abrían en el cuello unas agallas plateadas
que desde niño le aseguraron plaza
en el reino de los incomprendidos.
Nadie le sostenía, que yo supiese, la vista,
por si acaso se encariñase con el lado interior
de tus ojos.

Era inconmovible como un comprador de oro
o prestamista hipotecario, pero bajo el sol matinal,
atrapado por las rosas carnívoras
del jardín comunitario, sentado sobre su sola pierna,
le veíamos reflejar la luz sobre la barba aceitosa
y las pupilas vacías. Parecía confuso e inofensivo
por la primera agresión del hambre en el día,
y esperaba a que le lanzáramos un bollo envuelto
en papel de orillo o lo que sea que nos preparasen
para la hora del recreo.

El Renco, aquel enorme simio
de mirada entrañable y peligrosa,
en equilibrio inestable entre la saliva y el trueno,
desorientado y transparente como un auténtico
cautivo de los suburbios, miraba las cosas
de forma que para ser malvado (o lo que él creyera
que fuese) debiera seguir siendo un niño.

Nunca se le oyó palabra salvo algún estruendo
ajeno a esta tierra. Por ahí dijeron
que perdió la lengua en el frente. (Una pena,
porque me hubiera gustado comprobar
cuánto desprecio le merecía la cabalista
del noveno y sus hijos-pájaro. Ahora confieso
que nunca tuve bastante valor para tenderle
la emboscada bendita que le hiciera hablar
e iluminarme).

Llegó el verano del ochenta y dos
y todos queríamos ser Paolo Rossi
o Rummenigge. Por la mañana íbamos al tajo
a meter las manos donde vivían los pulpos
y por la tarde donde los topos y los murciélagos,
así que siempre llegábamos a casa
con las manos roídas y las rodillas negras.

Como cada año, regresó la familia francesa
con su niña excesivamente francesa
de la que todos estábamos enamorados
y con la que Juan Manzanares
se entendió una noche. En una de esas
apedreé su extravagante perro quiróptero
y me oriné sobre él.
No sentí al renco sepultado en un pacífico
pero le oí sacar de su mandíbula única
un fonema luminoso y nítido.
Brillante y afilado.




J. D. Salinger es rodeado por la familia a la salida de un supermecardo. Se explica como puede

Cuando el asombro nació en tus manos
mi futuro dio al mundo un aviso de devoción.
Yo estaba en medio justo de todas las mujeres
pero no soltaba tu primavera encendida;
una mañana me dijiste algo nítido al oído
que devastó el desayuno. Lo tomé como un cerrojo
remontado a tus labios y quise mostrar la paciencia
que permite a veces la sordera del corazón.
Me fui al lado de la cama donde se aparean los erizos
para descifrarte con un sueño colectivo. Y te pregunté:
¿adónde va alguien con el deseo abollado
si no es al menos buscando desertar de la cautela?
Este era yo, amiga, cada vez que te comprendía con la boca.

En fin, que acordamos dejar tu ciudad y familia
y tomar la vida con las manos cuando la acorta más
que con palabras. Dicha lección, que era la correcta
para un salvaje de tierna envergadura,
ha llegado al final rompiendo el fuego con la misma pregunta
del principio, es decir, a qué deseo pertenece mi cosecha,
dónde está el oro original y la primera capa de plomo,
cómo trepó mi sombra a tu mirada.

A veces me toca poner el recuerdo sobre la mesa,
entre el pan y nuestra hija, y explicarle
porqué algunos sueños se cambian por otros.

 

 

 
 

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