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resena-inventario.jpgInventario nocturno
Homero Carvalho Oliva
Fondo Editorial Gobierno Autónomo Municipal
de Santa Cruz
de la Sierra
Santa Cruz de la Sierra, 2012.

Por Pablo Mendieta Paz
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No. 73 / Octubre 2014



Si existe un canto puro al amor sublime y profundo que involucra a todos los sentidos, quizás sea posible encontrarlo en Yamila, una breve novela del escritor ruso Chinguiz Aitmátov, cuya trama, para el caso, no interesa tanto como por la poética que se halla en cada página de la corta narrativa, puesta de manifiesto a través de un perfume especial que se destila gota a gota, como si en cada una de ella hubiera un llamado especial de esperanza, de cita con la armonía, con la belleza, y hasta con la más fina concepción de la emotividad.

Eso es lo que he podido hallar en el libro Inventario nocturno, de arrebato delicado y hasta soñador que segrega cada página, cada poema, cada inspiración; que cala hondo en todo aquello que conforma las partes de toda unidad llamada vida, y a veces muerte, soñadas ambas, y enlazadas como un juego de verdades inseparables y por tanto, indivisibles.

Y si se habla con anterioridad del goteo fino y pertinaz de espera y esperanza, de sosiego
y armonía, de ardor y belleza, esto no encuentra mayor eco que una indescifrable —o tal vez no- nostalgia que mira atrás pero, cosa rara, que es capaz de atrapar con sus manos incorpóreas, invisibles, un horizonte cierto, como si en tu intimidad hubieras soñado con absoluta naturalidad y realismo mágico todo lo por venir, en tu habitual ciudad y en las remotas selvas que te acompañan, o en aquellas por descubrir, o en los mezclados cielos, como si la esencia de tu naturaleza urbana y de aquella otra, la bella espesura, permanecieran unidas permanentemente en el transcurso de tu existencia.

Leer cada uno de estos poemas, engendrados por alma pura, despierta sensaciones tan diversas y  vívidas, que si uno de pronto desapareciera en el momento de la lectura es porque se ha sumergido de lleno en cada vivencia, en toda la filosofía poética que, por supuesto, da para pensar, y más, para reflexionar en lo que es y en lo que no, en la metáfora y en la materialidad expuesta con el mayor vigor y la más acabada espontaneidad.

En cada página comparecen los sentimientos más puros, así como cuando, en dúctil ilación de palabras se rinde un perfecto homenaje a un padre; o cuando se recuerda a una abuela Raquel; quien aun sin haberla conocido te da un pellizco para decirte aquí estuve y aquí estoy, y descubres entonces que al momento de tu adiós no será para ti empresa ardua encontrarla en la "noche virgen", en aquella de la confluencia de los riachuelos de igual sangre; o cuando fotografías una primera comunión en blanco y negro porque, claro, los  años han pasado, pero las nostalgias brillan cromáticas, como los colores del firmamento
que siempre te alumbran. No hay vestigios de siglo XX o XXI, solo existe lo que ha existido eternamente: el rocío tocado, aspirar el jazmín, encontrar la explicación a la humedad de la lluvia, saborear la manzana; y en medio de todo eso tienes la sabiduría de alertar que con
la palabra Amada hay que conjugar todos esos verbos, contrapuestos a las realidades mundanas de fantasmas jubilados que ya no espantan en las noches de tormenta.

Todo es un ir y venir de vidas, muertes, motivos, consecuencias, primaveras de familia, pero también de espejos anónimos que no encuentran más que miradas en el suelo. Y el amor de la amada y por la amada está ahí, y la tierra que los tomó de la mano, pero en abrupto encuentro con lo que es, se halla también la puerta del manicomio que da al más allá y converge en un susurro que anhela el descanso en paz. Y la niñez convertida en un juego, en una poética esdrújula que contempla todo ser y toda parodia de la vida misma, no es más que preguntas y más preguntas que ansían libertad y cavilaciones de poeta, por más que encuentres demonios y dioses a medio hacer.

En fin, la patria es como la soledad que habita todos los idiomas, y Carvalho es políglota a pesar de aquella palabra que muchas veces duele y arrincona, por la angustiosa pobreza de calle que subsiste en un orbe llamado civilización, donde los emigrantes de cada noche son como judíos errantes sin destino ni equipaje. Como si en la penumbra de un bar cualquiera un artista desconocido canta un viejo blues acompañado de una armónica, de la cual salen sonidos que han traicionado a la muerte por llevarla a cuestas en vida.


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