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resena-nada-que-perder.jpg Nada que perder
Alfredo Félix-Díaz
Renacimiento
España, 2013.

Por Alicia García Bergua
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No. 73 / Octubre 2014



Volver a los lugares que nos hacen comunes y comunitarios


Los buenos libros de poesía, y éste de Alfredo Felix-Díaz es uno, siempre te hacen reflexionar sobre muchos aspectos de la poesía. El lenguaje de este libro te interna siempre en esferas narrativas que no son estrictamente las de las narraciones literarias convencionales. Estas últimas pueden conducirnos a escenas que imaginamos en ausencia del lenguaje con que fueron descritas; en los poemas, y éste es el caso, las escenas y las secuencias de una acción extravagante o de una ensoñación solo se pueden expresar con palabras. Resulta entonces engañoso relacionar de una manera directa y sin dar explicaciones, el oficio de cineasta del autor de la obra con su oficio poético, porque sus imágenes se hacen posibles por las palabras, por ejemplo, en la escena con los patos en el poema El parque, que me parece genial.

Un aspecto que me ha llamado mucho la atención de este libro es su poesía llena de acciones sin contemplaciones, literalmente, como la de ir a matar al cisne en el poema mencionado. En este caso, el cisne es más Zeus que aquel al que un poeta mexicano pretendió torcerle el cuello. El poeta va a matarlo directamente porque tiene cautiva a su primera novia.

Hay otra acción propuesta en uno de estos poemas, que a mí me conmovió mucho, la de besar a la gran cuentista Flannery O’Connor y reivindicarla con ello del 'ultraje' que ella narra en uno de sus cuentos más famosos; si mal no recuerdo en A good man it´s hard to find, en el que un seductor sube a una joven que anda en muletas a un granero, la besa y le roba las muletas. No sé por qué me ha quedado también el recuerdo de un ojo de vidrio con ese cuento, lo tendría que releer. ¿Le quitaba también un ojo de vidrio? Por cierto, en mi edición de esos cuentos aparecían ilustrados en la portada los pavos reales de su jardín, mencionados también en el poema. En las palabras de este poema regresó a mí esa fragilidad olvidada, convertida en fuerza, que me transmitían los cuentos de esta gran cuentista a la que suelo asociar extrañamente con Emiliy Dickinson: alguien aislado e iluminado también. Pero el autor decide besar y hacerle el amor a Simone Veil, otra iluminada y hay entonces, un empeño erótico con la luz, con esa luminosidad y esa pureza que ambas irradiaban a su manera, en su propia obra, y entonces el poema se hace muy verosímil, entrañable y carnal, y pierde toda carga edificante y sentimental.

Lo increíble es que en estos textos en los que se llevan a cabo tantos asesinatos metafóricos, como el asesinato de la novia en El último pavo, no se utiliza el lenguaje de manera nada truculenta. Hay incluso un soneto: Centauro del desierto, en el que el personaje trama su venganza. Me gusta este contraste del contenido tétrico y, hasta cierto punto, satírico de los poemas, con esa versificación sin ningún efecto especial que acompaña la acción sin aspavientos, y te la pone enfrente. En este soneto el autor logra, por ejemplo, hacer que quien viene cabalgando desde la llanura se acerque a nosotros, a decirnos sus intenciones. En él parece encontrar un enfoque cinematográfico con la rima, pues el personaje del poema se aproxima a nosotros con las palabras, desde la lejanía, a ritmo de endecasílabo, dándonos con ello la ilusión de un movimiento que termina en close up.

El autor de estos poemas no le tiene miedo tampoco a los lugares comunes del lenguaje, ni a lo común de la experiencia humana. En la última parte de su poema Verano, donde nos habla de besar a Flannery O’Connor y de tener una relación sexual con Simon Veil, dice al final, que tuvo una novia como ellas y que en aquel momento quizá no se dio cuenta.
La poesía nos permite acercarnos a esos lugares comunes que todos vivimos y ver su excepcionalidad en el contexto de su generalidad. Por eso no evita partir, en muchos casos, de un terreno que nos abarca a todos como en la Iliada, el Decamerón o en alguna canción de José Alfredo Jiménez. Por ejemplo, los  ojos del poema Para mirar esos ojos -donde expresa sin pena que los ojos nuevos que está viendo son los del momento, es decir, únicos, pero que tienen como precedente muchísimos ojos más, vistos en las mismas circunstancias— no son exactamente producto de la experiencia del poeta sino algo acuñado en los poemas, las canciones y, en general, en la literatura. Son finalmente el lenguaje que nos une en un lugar común pero que también nos separa y nos singulariza.

Quizá para un cineasta que trabaja con imágenes o visiones que todos compartimos, hacer en la poesía este movimiento paralelo al de la cámara, con el lenguaje, de partir de un lugar común e ir haciéndolo singular y excepcional es lo normal. Pero ya no lo es tanto en la poesía que se escribe actualmente, pues se está abandonando este empeño romántico casi por completo -que aún subsistía en Borges o en Machado— y se pretende reconstruir la humanidad con palabras que solo reflejen la circunstancia descrita o mirarla a través de ellas con asombro. En estos poemas hay una lucha por no abandonar precisamente este terreno común de la tradición popular del Romanticismo. Por ejemplo, en el poema Por las noches reúno a mis soldados, alguien le quitó la novia al personaje como raptaron a Helena en la Iliada, y él delira porque aunque el hecho no sea comparable en lo particular, literariamente sí lo es; es decir, lo es en los términos de un poema y de la tradición en la que está escrito.

Tomás Segovia pensaba que la poesía, por vanguardista que pretendiera ser, no podría trascender el Romanticismo, lo decía en el sentido de que los escritores no empezamos nunca a escribir en una hoja en blanco, en la medida en que lo hacemos en un lenguaje en
el que muchos han hablado, cantado y escrito. Es con esta conciencia particular con la que, a mi manera de ver, escribe Alfredo Felix-Díaz: la de alguien que se sitúa en ese lugar común que finalmente ocupamos todos los seres humanos y que persiste en la tradición, y cuya visión se singulariza a partir de allí. No es la de ese equilibrista de Eliseo Diego, que anda sobre su cuerda para ver todo lo cercano un poco desde arriba, pero que tampoco desdeña la tradición, ni el terreno que pisa, por eso, él mismo mira al equilibrista con bastante asombro. La visión de Alfredo Felix-Díaz es la de alguien que quiere volver a adentrarse en los lugares comunes y volver a hacer con sus poemas ese movimiento de separación, de elevación sobre la superficie. Y quizá el poema Mar del sur, uno de los del comienzo del libro, lleve implícita esta declaración de principios, al sumergirse en un poster de Gauguin, finalmente un papel que encierra experiencias prometedoras  e ilusorias, y espera que una mujer lectora se encienda con el gesto, una mujer desconocida a la que se quiere conocer. Hay además en estos poemas, el empeño de mantener vivo el erotismo; es decir, el ánimo de entrar en el misterio que es el otro y que fracasa casi siempre: que nunca se apague ni se haga trivial por el contacto físico, como en el poema La beso y no me conoce.  Porque, además, qué es la literatura sino eso.

Aunque estos poemas se vuelvan a adentrar en la realidad del amor físico, hablan también de cuán ilusoria es esta realidad aunque sea tangible, de cuán lejos estamos de poder adentrarnos sin palabras en lo que nos es propio, y de conocernos, y de que solo tenemos las palabras, su tradición, para aferrarnos a lo que somos. De allí el empeño de volver a partir de ellas y revisitarlas en su versión más permanente; revolverlas, como si estuviéramos jugando scrabble, para volver a escribir, y partir del mismo terreno que todos pisamos.

Leer poemas...