No. 74 / Noviembre 2014 |
Un ojo siempre abierto: apuntes sobre un libro de Eduardo Mosches
En una de sus novelas más famosas, 1984, George Orwell imaginó una presencia inquietante, un ojo siempre abierto que prolongaba hasta lo inconcebible el viejo mito griego de Argos Panoptes. Su esencia misma, una curiosa mezcla de dios pagano y animal de presa, remarcaba esa facultad de juez supremo, de vigilante acérrimo siempre entregado a la tarea de sofocar cualquier actividad contraria a sus propios intereses. Sopesar siquiera la posibilidad de evadir dicha mirada, era más que una trasgresión, un acto de valentía o, como lo atestigua la novela, una misión suicida y destinada al fracaso. Y es que entre los dualismos que pudieran estar presentes a lo largo de las escalas de este viaje, ninguno resuena tanto en la escritura como la correspondencia implícita del nacer y el morir. “Al inicio” —dice la voz poética remarcando el carácter genésico de su periplo— “fue el cuerpo”. Al cuerpo, siguieron las palabras. Palabras distendidas, como dice, en “versos sencillos” pero no exentos de un sedimento trágico que en cierto modo prepara el escenario a la desolación venidera. El dolor es un imperativo; pero también es la materia prima del poema. Y el libro, como es natural, comienza con un parto: La mancha húmeda se abreNo es extraño. Sobre todo si se considera que El ojo histórico es algo más que una simple relación en verso de acontecimientos sombríos. Enterrada en el caos, caótica en sí misma, hay una historia alterna, un drama personal y acaso tan profundo como cualquiera de las situaciones visitadas por el poeta. Me refiero al dilema de la propia existencia, a esa vejación que representa descubrirse arrancado del seno materno, arrojado sin piedad a un mundo extraño y tan estrechamente vinculado al sufrimiento que, en consecuencia, pareciera precisar de él para hacerse visible: No agrada dejar el nido de agua Paralelismo o no, resulta muy curioso advertir la manera en que la violencia contenida en esta idea del nacimiento repercute y se mezcla con la que hallamos a través de todo el libro. El poeta intenta escarbar en el corazón del hombre, abrirse paso a través de las pasiones y descubrir allí alguna de las claves que lo conforman: el predominio sensual de la primera infancia y las pulsiones terribles de la edad adulta, el desarrollo de ese infante cuya historia seguimos a lo largo de un año y el siniestro desfile de cuerpos, pólvora y humanidad doliente, se entremezclan hasta confundirse, hasta parecer caras distintas de una misma moneda. La tragedia, por tanto, es interna y externa, personal y pública. La obra del poeta que se adentra en los derroteros de la especie para contar su historia pero también para recuperarla, para intentar reconocerse en el espejo hablado de los signos que la conforman. Así lo sugiere, por lo menos, la confluencia de todas esas voces que lo acompañan en su peregrinar por los círculos de un infierno parecido al que nos describe Dante en la Comedia. Mosches sabe muy bien del poder evocativo de la poesía y de la memoria viva que guardan las palabras. No sorprende, entonces, encontrar de repente ecos de Paul Celan, Dora Teitelboim, Octavio Paz y muchos otros poetas que cumplen y complementan la labor del ojo histórico, transformándose, como sugieren estos versos de Neruda, en un medio de reconocimiento pero también en otra forma de luchar contra el olvido: Por eso te hablaré de estos dolores que quisiera apartar,Sería fácil pensar, pues suele ser concomitante a cierto tipo de discursos, que tanta indagación en las esquinas oscuras de la historia del hombre conlleva necesariamente una carga moral, una intención pedagógica o adoctrinante. Nada más apartado o erróneo de cuanto se refiere a la propuesta poética de El ojo histórico. Las buenas intenciones, lo sabemos nosotros (también lo sabe Mosches), no hacen la literatura. Si el poeta nombra la realidad y al nombrarla reabre las suturas de una herida sólo en apariencia seca, no es para llamar a la piedad, mucho menos para intentar frenar con diques de neblina el caudal desbordado de las cosas. Se trata, como lo dice con Neruda, de “caminar conociendo, para tocar la rectitud /con decisiones infinitamente cargadas de sentido”; de reafirmar la memoria —consciencia de los otros y de uno mismo— a través del ojo omnipresente de la poesía. “Los que vivís seguros /en vuestras casa caldeadas” —escribió alguna vez Primo Levi— “Considerad si es un hombre /quien trabaja en el fango /quien no conoce paz /quien lucha por la mitad de un panecillo”. Muchos años después, Eduardo Mosches nos plantea de nuevo la misma disyuntiva. Y lo hace, igual que Levi, desde el horror, desde la angustia heredada a lo largo de un siglo marcado por grandes tribulaciones. Y quizás, como aquél, nos encomienda sus palabras, nos invita a repetirlas, a guardarlas en nuestros corazones, sabiendo que de no hacerlo puede “que [nuestra] casa se derrumbe /la enfermedad [nos] imposibilite, [nuestros] descendientes [nos] vuelvan el rostro”.
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