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 Migaja México
Víctor Hugo Piña Williams
Ediciones Sin Nombre
México, 2005

 

 

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MIGAJA MÉXICO 

 

Por Fátima Rodríguez

La literatura de Víctor Hugo Piña Williams es –ha sido- anómala desde que empezó a escribir hace ya unos veinte años, hecha más con el oído que con la pluma, más con la inteligencia de la lengua que con el sentimiento de la palabra. Pero no por ello ignora esos mundos visuales o sentimentales, que no le son ajenos, sino que le son colindantes. No son frecuentes este tipo de autores en español –menciono, por ejemplo, a Cabrera Infante, Julián Rios o a Juan Carvajal– pero lo son en cambio  mucho más frecuentes entre los ingleses y los franceses. Debo decir que esto no resulta natural, ya que el español es una lengua que se presta para ese sentido del oído que se oye en sus raspaduras, en sus crujires, en sus articulaciones no siempre bien conservadas.

Si me pidieran describir la actitud ante la página de Víctor Hugo yo diría que está a la espera, que de pronto algo le brinca en una conversación, en una lectura, en una frase oída de casualidad y fuera de su contexto, y entonces viene el llamado del idioma, se garrapatea –uso la palabra expresamente– algo sobre la página, parece ser una letra que se desdobla en una palabra y después en una frase, no perdón, en un verso. Y en otro, y en otro, y de pronto es un poema, pero un poema que recupera su intención de ser garabato, pero ya no convertido en grafía sino en sonido, es un garabato fónico. Y ese garabato toma la forma, muy prosaica, de una oreja, o bien, más poéticamente cursi, de un caracol, y en su laberinto crea y convoca –escucha- nuevos sonidos, letras, frases –perdón, versos– y regresa a ese origen casi convulsivo del garabato.

Ahora, ustedes, como yo en algunas ocasiones, no podemos imaginar el garabato sino como barroquismo, exceso de volutas, de rizos, de bucles, pero hay garabatos conceptistas, los de Víctor Hugo pertenecen, sobre todo en el libro que hoy se comenta, a esta segunda vertiente. Tienen algo de abstracción zen, no tanto a la manera de Rothko sino a la manera de Jaspers Johns, con un  lejano eco del action painting. Pero nada tiene que ver con lo espontáneo, o sí, sólo que de regreso, es la espontaneidad la consecuencia de la inteligencia y no al revés. Sólo que su inteligencia es ante todo lingüística, deja que las palabras se magneticen y creen nuevas intenciones en el nombrar.

Cuando se dice que un poeta tiene buen oído casi siempre se piensa en que escucha la melodía en el ruido. No es el caso, aquí lo que se busca es el ruido, su significado, incluso su sentido. Pues si el silencio significa también lo hace el ruido. Sólo que no tenemos dispositivos verbales para convocarlo a la página. Una manera tan extraña de escribir poesía pide que nuestra disposición a escuchar varíe, se ponga en duda la cualificación de lo bello, que define el lugar común de lo poético, y se esté dispuesto a  derivar lo poético hacia la verdad o hacia lo indecible.

No se trata, desde luego, de una verdad verificable, sino de una dimensión de lo vivido. Ciertos escritores vuelven a sacar a flote la potencia expresiva de una lengua, por saturación, pero también por exclusión, por una especie de excavación antropológica en el mismo sentido. Nada que ver con las melopeas tan al uso de un declamador sin maestro pero tampoco con los alardes de un neo barroco excesivamente cargado de polvos y maquillaje. Se trata de una poesía que aspira al decir y no al museo clasicista, depositario de una idea del arte, tampoco al florilegio modernista. Comparte, sí, quien que se precie no, ciertos rasgos de la vanguardia, pero no como un momento histórico, una etapa, sino como una vocación, una actitud de vida, que nos acompaña –por lo menos debería hacerlo- siempre.

La filiación con las vanguardias históricas tiene, por lo tanto, más que ver con la actitud ante el texto que con el texto mismo. Esta poesía nunca ganará concursos, sus virtudes están más escondidas y requieren un tiempo de lectura distinto al de los jurados, tampoco tendrá, aunque como editora no pierdo la esperanza, un gran número de lectores, pero siempre, miles o uno sólo, tendrá siempre la cifra exacta para hacer roncha en el cuerpo de una lírica que prescinda de los lirios y los cisnes, y tal vez también de los espantapájaros, para recuperar su confianza en la lengua como instrumento expresivo. Quien piense que esta poesía no quiere comunicar está muy equivocado. Pero desconfía de otras maneras, tiene un acendrado escepticismo que no quiere desperdiciar.

Se ha dicho también que esta es una poesía para poetas, una especie de laboratorio del decir en verso. No estoy tan segura. Es cierto que su condición experimental la vuelve muy atractiva, pero ninguna poesía que se precie tiene comprada una patente de efectividad, sus raíces echan fruto en la zozobra.  Por otro lado son poemas que dicen cosas sorprendentes, que no vuelven a hilar sobre el lugar común y que, por lo tanto, exigen un cambio de óptica en la lectura, un cambio de disposición. Por eso hay que defender este tipo de escritura desde la posición del lector, hacerla posible al frecuentarla.

No deja de ser llamativo que en esa vocación experimental tenga una vena civil. Migaja México es un libro cuya mirada crítica no se restringe a los territorios comunes de la lírica, excede sus marcos sentimentales y conceptuales, propone no tanto una antipoesía sino una poesía al margen de lo poético, reformula la belleza del haiku, del discurrir fricativo de las vocales o del susurrar de las sonámbulas consonantes. Cuando se sitúa en lo relativo aspira al absoluto, pero apenas lo vislumbra se confiesa cambiante. Libros como estos son los que dan la temperatura

 


 


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