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Elegía Francisco Segovia, Ediciones Sin Nombre-
Conaculta, México, 2007

Por Víctor Cabrera
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Tal vez él no lo recuerde, pero hace algunos años escuché a Francisco Segovia terciar en una discusión de amigos entre dos reconocidos poetas de su generación. Una, entre burlas y veras, le reclamaba al otro no haberle concedido cierto galardón del que éste había fungido como jurado. Divertido, Segovia trató de consolar a la quejosa haciéndole saber que él solamente se había hecho acreedor a un premio en toda su vida, en su ya entonces lejana época de estudiante becado en Inglaterra: una botella de champaña ―cuya calidad sospecho infame― con la que una horda de amigos enfebrecidos lo bañó por el puro gusto de celebrar.

Rescato aquí esa anécdota porque, tras su simpática apariencia baladí, revela la actitud de un autor que, sin los oros ni los laureles de otros, pero con tantos y más merecimientos que muchos, se ha empeñado en forjar, de espaldas a la vitrina de las condecoraciones, una de las poesías más sólidas, felices (no hablo aquí de alegrías ramplonas, sino de la pura celebración del hecho poético) y, digámoslo también, menos visibles de la poesía mexicana actual. Porque en una época volcada en la telegrafía del vértigo, tan dada a aplaudir la tartamudez y la ataraxia, Francisco Segovia se ha convertido para muchos de nosotros en un poeta de culto que ha sabido ser fiel a las certezas de sus primeras intuiciones y llevarlas hasta ese extremo en el que, habitada por la inteligencia, una poesía no sólo conserva sino que magnifica, por la vía de la experiencia y la decantación, todos aquellos atributos primigenios que constituyen la “marca de casa” del poeta. Me refiero, en su caso, al sorprendente oído con que capta, y plasma en cada página, eso que la convención ha dado en llamar el “ritmo universal”, la música escondida de las cosas, y que, para decirlo con sus propias palabras, nos permite, por su intermediación, “ver cabalmente lo que no se escucha”. Hablo, también, de ese oxímoron que supone la calculada elocuencia natural con que el poeta fluye a través de sus temas y obsesiones (el paso inexorable del tiempo, la paulatina degradación de la materia, el ámbito doméstico como espejo de otro más vasto) y que, por gracia de aquella prosodia íntima, de esa respiración acompasada, dota de una claridad aparente a un discurso de suyo complejo y abigarrado.

En Elegía, su más reciente publicación en las Ediciones sin Nombre, Segovia lleva estas cualidades de su poética hacia un extremo de tensión entre esos dos pretendidos rostros de la poesía moderna: inteligencia y experiencia, idea y sentimiento. Y lo hace de tal manera que, lejos de forzar hasta romperlo el vínculo entre ambas caras de la moneda, logra complementarlas hasta formar con ellas una sola y única arcilla verbal en la que caben lo mismo referencias de la antigüedad clásica que del pasado prehispánico, intertextos medievales y de la tradición ―culta y popular― hispánica, los Evangelios y el Refranero mexicano.

Al confrontarlo con el resto de la obra poética de su autor Elegía es, para decirlo pronto, un libro raro, difícil y hasta oscuro. Ambicioso ―como lo califica el anónimo redactor de la cuarta de forros― si nos atenemos a esa definición que alude a quien “tiene ansia o deseo vehemente de algo”, y en este sentido pienso que el afán de Segovia en esta entrega es el de, conquistadas aquellas armas poéticas con las que ha batallado largamente en el campo de la poesía mexicana reciente, transitar hacia una zona de niebla para allí emprender la búsqueda de nuevos territorios que ganar para su causa. No se piense, sin embargo, en una de esas búsquedas juveniles tan en boga hoy como siempre, fundadas más en la tentativa, en la prueba y el error de los tanteos adolescentes que a menudo rinden frutos lamentables por atroces. Elegía es no sólo un libro de madurez sino plenamente madurado, desde cuyo título es posible leer ya una alusión a esa etapa de serenidad y desprendimiento a la que ―pienso en la edad de nuestro autor― cada hombre aspira y se resigna en un momento dado. Aquí, en el fondo del discurso que sustentan estas páginas, antes que el lamento que define a este tipo de composición poética encuentro un corte de caja que, al adoptar la forma de la arenga o el sermón, esboza un distanciamiento de lo que antes hubo ahí (en el ámbito de los sentimientos pero también en el espacio del poema) y ahora, superado el duelo, es posible aligerar de su peso real por la vía de la memoria. Hablando de madurez y para poner un ejemplo a mis anteriores afirmaciones, habría que mencionar aquí “Sermón de cuerpo presente”, poema en el que Segovia proclama:

Con qué parca justicia de inocentes aceptamos

recoger ahora de la calle al pordiosero
que antes mirábamos absortos en su trance,
poseído, en el umbral de nuestra iglesia…
Recogerlo y poseerlo al fin nosotros dentro

 

Ahí, al asumir la paternidad de ese mendigo rebelde y descastado, “poseído” ―es decir endemoniado, pero también “tenido”― sólo en “el umbral”, a medias, el padre se asume también como hijo de sí mismo y, al tiempo que se resigna a la orfandad (“¿Qué nombre para ése que fue hijo sin padres/ y que ahora que no es nos deja como herencia/ a nosotros mismos, padres sin hijo?”), halla también la plenitud de poseerse, finalmente, todo dentro.

En un bello texto titulado Poesía y realidad en el que define y explica su poética personalísima, Roberto Juarroz escribe: “Para el poeta, la poesía ocupa el lugar de la oración, la reemplaza y al mismo tiempo la confirma” y, algunas páginas más adelante, concluye: “La poesía es la verdadera resacralización laica del mundo”. Es interesante observar cómo estas palabras de Juarroz hacen eco en las de Juan Carvajal (poeta al que le es ofrendada la primera sección de esta Elegía) quien en un lúcido ensayo afirma que “la literatura (la buena) es y ha sido siempre pagana, aunque trate de ‘Dios’ […]. La literatura es la matriz del mito; sus multiformes y demoníacas o divinas criaturas encuentran allí y sólo allí su tierra firme…”.  Lo anterior viene a cuento porque este libro es, al tiempo que la arenga de quien sobrevive a sus afectos (en este caso a la amistad), la liturgia de una fe sincrética celebrada de espaldas a sus dioses (“[…] en el atrio:/ nunca en el altar…”), dioses que “viven/ […]/ de comerse a manos llenas a sí mismos…”. Deidades autofágicas, sí, pero de cuya carne (verbo) también nosotros nos nutrimos al tiempo que alimentamos nuestra fe y sus ceremonias, lo mismo por la vía del salmo que a través del fuego lento en el que hierven y

Sueñan los granos de máiz el paraíso

bajo la especie de una olla enorme,
un caldo largo, un hervidero
de esquites que sesionan en sazón
cada quien para su santo…

 

Ya desde el primer fragmento de esta elegía, el poeta nos sitúa en un tiempo y un espacio discernibles: el aquí y el ahora del poema, el atrio, no la nave, las afueras de una fe de masas ―populares y comestibles― cuyo oscuro profeta mendicante, Tiresias a las puertas del templo, es tirado a Lucas, es decir, a evangelista chiflado a cuya palabra nadie atiende.

Me interesa detenerme un poco en esta imagen, pues en ella veo una alegoría del poeta moderno a la que nuestro autor se ha referido ya en su libro de ensayos Retrato hablado. Ahí, al comentar la aversión que Heine profesaba por la versificación francesa, Segovia aventura que el poeta romántico “tal vez escuchaba en las rimas alemanas la oscura voz de una lengua antigua y sagrada que tuvo que vestirse de mendigo para seguir sonando entre los hombres”. Seguir sonando aunque ya nadie atienda a su llamado, a la profética perorata de “Tiresias tirado a Lucas”. Es en este sentido que, en ese mismo ensayo de Retrato hablado, escribe Segovia:

Las rimas son algo así como vestigios de una lengua sagrada. Los que las pronuncian son, para decirlo con Heine, “dioses en el exilio”, númenes anónimos que hablan de otro mundo, de otra realidad. Acaso también ellos lo hagan ya, como nosotros, de manera inconsciente. Pero ello no le impide al oído reconocer cicatrices en todas las palabras…

 

“Bienaventurados los que oyen/ aun después de taparse los oídos”, concluye Segovia en la primera sección del libro, “Bienaventurados y tristes”, dice, porque, se infiere, esas palabras que los bienaventurados escuchan con los oídos tapiados ―y en las que, por cierto, reconocen aquellas cicatrices― sólo encontrarán eco en ellos, en la oscura catacumba de la oreja.

Elegía está dividido en cinco apartados en el que cada uno de éstos complementa al anterior. Si “En el atrio…” el balbuceo del “Evangelio/ de una iglesia cimarrona” se dibuja en boca de ese mendigo ignorado, “Sermones”, la segunda sección, contiene las letanías de ese oscuro sincretismo. Es este cuadernillo el que, en mi opinión, contiene los grandes poemas del libro, aquellos que leídos de manera independiente revelan el refinado dominio de Segovia sobre las imágenes de sus propias obsesiones poéticas. Pienso, por ejemplo, en los ya citados “Sermón de cuerpo presente” y “Olla de esquites”, lo mismo que en “Sed”, “Monoteísmo” y “Ofrenda”. El tercer apartado “Salto. (Juan Carvajal declama en Tepoztlán)”, es una glosa al epígrafe del propio Carvajal que le sirve de llave (“¿Alguien tendrá piedad de esta fe nuestra/ depositada en dioses muertos?”) y en la que se asume esa pérdida como “…sólo esa presencia/ que no se ve jamás de fijo/ pero de fijo se recuerda…”. Asumido tal vacío, será posible celebrar desde él una nueva liturgia: “Todo ha desaparecido. Todo/ lo que es digno de celebración./ Por eso celebramos…”. Fundada en su mayoría en referentes literarios, “Hijos”, la cuarta sección del libro, constituye una larga alegoría sobre el paso del tiempo a la vez que una respuesta a aquella orfandad divina en la que Segovia aventura:

― que a nuestra fe no le hace falta la creencia,
Ni que viva Dios a fin de cuentas
Para libarle una ofrenda
Sin esperar la santidad,
Ni nada…

Si, como su nombre lo indica, “Hijos” es también una serenada reflexión sobre los vínculos filiales, “Gorgonas”, apartado que cierra este libro, es un entrañable descenso al infierno de la memoria, un viaje al fondo del íntimo dolor de

Un mundo de lloronas    almas
Chocarreras     sorprendidas
En su propio grito     ahogadas
Madres nuestras    de todos los días

para el que los cuatro cantos anteriores fueron, forzosamente, una preparación necesaria. Sólo en un orbe huérfano de dioses, habitado acaso solamente por ese saber, la locura es no sólo posible sino soportable por mediación del ansiolítico de la poesía, porque, como bien lo dice el poeta: “cuando ya no hay a qué aferrarse/ uno se agarra de las formas…”.

 

En la era de las nuevas ceremonias del vértigo y de los paroxismos light, Francisco Segovia plantea una pausada vuelta a los antiguos rituales de la tribu para leernos y celebrarnos nuevamente en el humo y en la carne, y eso habría que agradecérselo.


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