No. 74/ Noviembre 2014


 
 

CÉSAR MERMET
(1923-1978)

 

Nació en la Provincia de Santa Fe. No publicó libro en vida; y al morir dejó una importante obra poética inédita. En 2006 un grupo de amigos publicó una Antología, y anunció el propósito de continuar ordenando y editando ese legado. Borges dejó escrito sobre él: “Prefería soñar, escribir, corregir eternos borradores. He conversado alguna veces con él; no me dijo que era poeta. Sé que era un curioso lector; su memoria estaba poblada de versos. Quizá pensara que publicar es resignarse a un texto definitivo”.

 

EL MUERTO Y EL TIEMPO

 

Navega el muerto en blanco, con puntillas primorosas, afeminadas
en el blando acolchado de su flamante féretro
por la alta muerte, inmóvil, solo, vida afuera,
vestido de monaguillo en día festivo,
o con hierática coquetería de provecta dama
enferma para visitas, recibe sus grandes veladores
con algo como ausente dolor de sus finales muelas,
ya que ciñe pañuelo uniéndole el mentón a sus hundidas sienes,
ajustando silencio a la cabeza,
acercándole lo que comió a lo que pensó,
forzando con mordaza y blanco freno pulcro pero invencible
la mandíbula inerte, que parodia voluntarioso gesto,
y aprieta decisión de muerte reducido
el boquiabierto asombro que le placería
–tan natural– a este no estar en sí de pronto
que el muerto, si lo dejan, finge.
Mas por conveniente delicadeza entre mundanos deudos
se decide que la exhalación perpetua es indecente,
que la vocal oscura del cesante no debe modular silencio hueco;
y le envuelven el óvalo de la cara para enmarcar
inanidad vacía, o compostura de modesto protagonista y dócil celebrado.
El inerte enfatiza, exagera su simple cesación
y representa ausencia torpemente, patentizándose,
y el rol lo pone pálido, ámbar, tieso como debutante.
Le han puesto las manos en ademán de ruego,
pero el desgano con que los brazos caen
en cuanto cumplen en trenzar los dedos sobre el vientre,
evoca digestiones distraídas, depresiones crepusculares,
sin esperanza esperas, con que ensayó, previéndola, esta pose
en que el tinglado de aluminio practicable lo expone,
con Cristo descreído a la cabeza, como de estaño o plomo
o quién sabe qué material de fúnebre miseria y pompa fútil.

Su mujer le acaricia la frente, por primera vez procura descifrarlo,
y por esta vez, por una vez, es él
quien preside la intriga y gobierna el instante,
y es más importante esta vez que su voraz llorante,
no porque la ceremonia sea suya
o las coronas lleven su vacante nombre
–ya que en vida fue generoso y bien podría
ceder su cumple-muerte–
sino porque él está concluido y su mujer transcurre;
porque ella todavía intenta robarle elocuente la escena
y ese sólo fraude, su empeño, deliberación y cálculo
la descalifican ante la insuperable sabiduría aparente
de quien no se defiende ni argumenta o disputa, sino que yace,
de vida entera, rotundo, irrefutable,
con la maligna astucia de abstenerse con infinito orgullo de finado,
remoto, sordo al reto, al hurto y a la injuria.
Eso que allí descansa
no es un cuerpo sino medida rebasada, pleno lapso, tiempo al colmo,
y nada excita más inútilmente lengua, juicio, alabanza,
la puntualización anecdótica y la memoria mezquina, rencorosa,
que su ajenidad soberana,
no indiferente, sino en plenitud total, negada, empecinada;
horizontal mesura sin embargo infinita,
porque embalsa los confluentes ríos de sus padres
y todo lo que vieron y pensaron, amaron, desearon y supieron
sus costales afluentes, y además sus propios días uno tras otro,
cada hora con su acto y la omisión múltiple tras de todos,
la giratoria tentación posible simplificada a decisión,
todo lo cual hizo espacio y materia oculta al hecho consumado.
Y este cuerpo prescindente firma su vida, estando,
en signo terminado y mojón derribado
en el centro de una esférica duración finita,
confirmación y cumplimiento simétrico de una cita en día justo.

El suceso le incumbe a él sólo, como la caída al fruto,
y de allí la excluida desesperación de los otros.
Porque nadie entra en verdad a la muerte de nadie,
y porque eso amenaza la propia vida.
El muerto no está allí para probarlos
ni para que confiesen, ni para que se conmiseren complacidos
de sus almas muy benignas y sensibles;
pero el choque de excesiva vida y clausurada muerte
suscita indefectible, insoslayable encono,
afirmación feroz, llantos competidores
y coros desgarrados en torno al único de pronto puro,
sincero, auténticos, espontáneo en su desgano,
y natural en su solemne aburrimiento.
Y la fina suma de impúdicas flores acumuladas,
su promiscuo, irrespirable aroma, su agresiva vida,
tampoco alcanza a compensar sus instantes conglomerados,
también en ramos, guirnaldas, palmas, corona, tedio;
ni la sacrificial ofrenda de tanto brevísimo color, pistilo, polen,
consigue contrapeso ni siquiera alegórico a su insondable falta, al hueco,
a su faltante realidad atesorada módicamente en vida perdida.

De allí que el féretro navegue, liberado, astuto,
que el muerto se esconda en la coartada de su estatua itinerante,
yacente entre altos candelabros, y grupos coreográficos
con texto a la sordina y refranes de sochantres conspicuos.
Pero el navegante se va en el tiempo, no el de los vivos,
se va en su tiempo personal de muerto
ahora en tiempo suelto, desencarnado, fluido y resuelto;
¿quién no ha visto que el féretro
hace insistente proa en su cabeza calva de porvenir,
que el muerto se hace al tiempo con todo el aparato,
hacia atrás, a sus días, invencible,
en veloz, vertiginoso avance, espiral instantánea y remolino
avieso, dócil, dibujando túmulo construido,
y coincidiendo, astuta, la velocidad del muerto, con el volumen del muerto?

Pero el tiempo, pero el tiempo, el tiempo es su salida
y es su tumba y su casa vivida, no construida;
y quién sabe si también larva bullente de su cuerpo sutil,
con que comparecerá ante el Juicio,
con vergüenza u orgullo, con infamia o con gloria,
vistiendo solamente su asumido tiempo,
liberado de risible mortaja para falso inocente,
de su disfraz de absuelto y camisón de ciudadano en casa;
desvalido, huérfano, a la intemperie y revestido
de su terrible tiempo consumado, actual, reciente,
reiterándose en la eternidad como en estos días,
simultánea sustancia moral reverberante,
haciendo vivo al muerto para siempre, o para casi siempre;
tal vez hasta que al fin decida coincidir su caprichoso número
con la cifra primera, en magnitud suprema.

       1966