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resenas-74-kamisnki.jpg Bailando en Odesa
Ilyá Kamínsky (trad. de G.A. Chaves)
Valparaíso Ediciones México, 2014.

 
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No. 74 / Noviembre 2014


 



La tía Rosa

En uniforme de soldado, con zapatos de madera, ella bailaba al inicio o
al final de cada día, mi tía Rosa. Su esposo salvó a una mujer
embarazada
de una casa en llamas —escuchó risas, la pequeña artillería de
cada día— en ese incendio se quemó los genitales. Mi tía Rosa
asumió hijos ajenos —se chasqueaba la lengua cuando ellos lloraban
y agosto bajaba las cortinas una tarde tras otra. La vi, con tiza
entre sus dedos,
escribiendo lecciones en un pizarrón vacío, su mano se
movía y el pizarrón seguía vacío. Vivíamos en una ciudad a
orillas del mar
pero había otra ciudad en el fondo del mar y sólo los niños del
lugar creían en su existencia. Ella les creía. Colgó el retrato
de su esposo en una pared de su apartamento. Cada mes en una
pared distinta. Ahora la veo con esa foto, martillo en la izquierda y
clavo en la boca.
De su boca, un olor a ajo silvestre —ella viene hacia mí
en piyamas peleando conmigo y con ella misma.
Las tardes son mi evidencia, esta tarde en la que ella hunde sus manos
hasta los codos, la tarde duerme en su hombro —su hombro
redondeado por el sueño.



Envoi

 

«Morirás en un barco de Yalta a Odesa.»
Una adivina, 1992.


¿Qué me ata a esta tierra? En Massachusetts, los pájaros
 entran a la fuerza en mis poemas —el mar se repite a sí
mismo, se repite, se repite.
Bendigo el bote de Yalta a Odesa y a cada pasajero, sus
 huesos, sus genitales, bendigo el cielo dentro de su
cuerpo, el cielo mi medicina, el cielo mi país.
Bendigo el continente de gaviotas, el argumento de su orden.
El viento, mi amo
insiste en el gozo de álamos, de golondrinas,
bendice las cejas de una mujer, sus labios y su sal,
 bendice la redondez de su hombro. Su cara, una linterna
por la cual vivo mi vida.
Puedes hallarnos, Señor, ella es una mujer que baila con los ojos
      cerrados
y yo un hombre que discute con ella entre sillas y mesas
 y veladores.
Danos, Señor, lo que ya has dado.



Marina Tsvietáieva

Durante el primer año de mi sordera, la vi con un hombre. Lucía una bufanda púrpura anudada alrededor de su cabeza. Medio bailando, ella tomó entre sus manos la cabeza del hombre y la puso sobre sus pechos. Y empezó a cantar. Yo la observé con devoradora atención. Me imaginaba que su voz debía oler a naranjas; me enamoré de su voz.

Ella era una mujer que vivía como un conspirador que envía señales contradictorias. «No te comas las semillas de las manzanas», me amenazó. «Las semillas de manzana no. ¡Te saldrán ramas del estómago!» Me tocaba la oreja, con los dedos.

No sé nada sobre su esposo excepto lo del fatal ataque al corazón en un autobús en movimiento. No había tensión en su cara, pero al verla entendí la dignidad del dolor. Al regresar del funeral, ella se quitó los zapatos y caminó descalza sobre la nieve.

 

 
 

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