No. 74 / Noviembre 2014 |
«Morirás en un barco de Yalta a Odesa.» ¿Qué me ata a esta tierra? En Massachusetts, los pájaros entran a la fuerza en mis poemas —el mar se repite a sí mismo, se repite, se repite. Bendigo el bote de Yalta a Odesa y a cada pasajero, sus huesos, sus genitales, bendigo el cielo dentro de su cuerpo, el cielo mi medicina, el cielo mi país. Bendigo el continente de gaviotas, el argumento de su orden. El viento, mi amo insiste en el gozo de álamos, de golondrinas, bendice las cejas de una mujer, sus labios y su sal, bendice la redondez de su hombro. Su cara, una linterna por la cual vivo mi vida. Puedes hallarnos, Señor, ella es una mujer que baila con los ojos cerrados y yo un hombre que discute con ella entre sillas y mesas y veladores. Danos, Señor, lo que ya has dado. Marina Tsvietáieva Durante el primer año de mi sordera, la vi con un hombre. Lucía una bufanda púrpura anudada alrededor de su cabeza. Medio bailando, ella tomó entre sus manos la cabeza del hombre y la puso sobre sus pechos. Y empezó a cantar. Yo la observé con devoradora atención. Me imaginaba que su voz debía oler a naranjas; me enamoré de su voz. Ella era una mujer que vivía como un conspirador que envía señales contradictorias. «No te comas las semillas de las manzanas», me amenazó. «Las semillas de manzana no. ¡Te saldrán ramas del estómago!» Me tocaba la oreja, con los dedos. No sé nada sobre su esposo excepto lo del fatal ataque al corazón en un autobús en movimiento. No había tensión en su cara, pero al verla entendí la dignidad del dolor. Al regresar del funeral, ella se quitó los zapatos y caminó descalza sobre la nieve.
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