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Elegía

Francisco Segovia, Ediciones Sin Nombre-
Conaculta, México, 2007

 
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Lección de humo

Echa en el carbón de tu atanor
una pizca de pico de pelícano molido
después de abierto el pecho
y mondado lo que hubiera buenamente
entre los labios de su herida
―como quien arranca a punta de alicates un secreto
o espanta la importuna sombra
que siempre husmea en el umbral de cada puerta―;
échalo, pues, ya comidos sus polluelos,
que sólo ahí (ya lo verás) relumbrará un momento
la vida que se muere de vivirse y la final sabiduría
con que habrán de enterrarte a ti
(o a tu sayal vacío) un día.

Mira con reverencia lo que ahí se cumple:
una vida ―eterna si eres bueno
en tu negocio― cocinada a fuego lento
―eterna si eres bueno…

Mas no es ésa todavía tu lección…

Mira huir por el aire lentamente
el alma sutil del pecho
que tu paciencia atiza todavía
(mientras la miras irse) y cómo
es fugaz y sin embargo huella: una cicatriz
momentánea en el tiempo eterno, aire
preñado, emponzoñado, seña
de que ardemos…

Respira pues ese veneno hasta las cachas
de tu pecho; fúmatelo entero en prenda
de que sabes sin hipocresía
que ardes y serás ceniza.

 


 

Ofrenda

… y este polvo de ladrillo, estos grumos
que no quieren disolverse en el caldo de mi sangre
como se disuelve el té en agua caliente,
esta diluida suspensión de glóbulos rojos
que no sueltan su color y sin embargo
ponen roja la lechada, este posol retinto
que no sabe a nada pero en la boca deja
un asiento terroso, un poso menudo
que los dientes muelen sin saber
cuando rechinan entre sí
como las muelas de un molino que recibe
por segunda vez la misma harina…

              ―No tengas asco
              de esto que te doy en los labios
              de mis labios. No lo escupas.
              Nada más fino puedo darte.
              Nada sino esta mala sangre
              que juró sobrevivir a su propia vida
              si la espesamos juntos cada noche
              hasta sacarle espuma.

 


 

Amate viejo

No sabe ya el amate
dónde poner el peso de sus ramas.
Las alza trabajosamente al aire, a sus costados,
como si en la resignación que así figura
el cielo fuera a devolverle
la antigua enjundia con que un día
eligió plantarse en otro amate
y suplantarlo.

Hoy está viejo y alza a las alturas como ofrenda
la febril lozanía de sus hiedras, sus orquídeas
y la roja llamarada de su bugambilia.

Es un Abraham, triste y colérico,
que apenas logra levantar en brazos
al hijo que su Dios ―su vida entera―
lo obliga a ofrendar sobre una piedra.

Quiere morirse de querer la vida…

Lo miro allá a lo lejos
contra la barda derruida de la iglesia
como se mira una verdad palmaria y neutra:
ya no hay nadie que reciba esas ofrendas,
pero el destino sigue allí
como una piedra…

 

 


 

Grana

No es resignación lo que ha empañado esta semana
la carne ya grisácea del nopal
(como una vejez adelantada
que pega en él su telaraña pegajosa)
ni es tristeza…
sino aquella joven pasión ―madura ya y a punto―
de ver al fin un día el estallido de la sangre
que él mismo con su carne tanto alimentó.

¡Ah, qué gris nos parece ahora
su dicha íntima el secreto gozo
de haberse secado finalmente
alimentando de sus pechos
a este hijo lujosísimo
que hoy entregará por fin

al sacrificio!

 


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