Los monólogos como poemas

Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
 

Los monólogos como poemas (Cuernavaca, 31/05/2004) ~ Algunos monólogos se publican en antologías de poesía no dramática. Así, Calderón tiene un lugar junto a Góngora y Quevedo, aunque sean pocos sus poemas sueltos, o quizá justamente porque son pocos sus poemas sueltos. En cierto sentido, esto supone que todo poema es a fin de cuentas voz de un personaje. Y por eso en muchas antologías castellanas de Eliot los poemas sueltos aparecen al lado de fragmentos teatrales en verso (de Asesinato en la catedral, sobre todo).



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No. 75 / Diciembre 2014 - Enero 2015


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Los monólogos como poemas


Por Francisco Segovia
 


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Los monólogos como poemas (Cuernavaca, 31/05/2004) ~ Algunos monólogos se publican en antologías de poesía no dramática. Así, Calderón tiene un lugar junto a Góngora y Quevedo, aunque sean pocos sus poemas sueltos, o quizá justamente porque son pocos sus poemas sueltos. En cierto sentido, esto supone que todo poema es a fin de cuentas voz de un personaje. Y por eso en muchas antologías castellanas de Eliot los poemas sueltos aparecen al lado de fragmentos teatrales en verso (de Asesinato en la catedral, sobre todo).

(Todavía en 1943, a los 80 años, Sir Arthur Quiller-Couch se preguntaba si alguna vez habría logrado Eliot escribir tres versos consecutivos de poesía.)


Eliot, Valéry, Cuesta y la Poesía como ciencia (Cuernavaca, 21/05/2004) ~ La reacción contra los excesos sentimentales del Romanticismo tiene en Eliot el mismo carácter que en Valéry y, finalmente, en Jorge Cuesta. Todos ellos tratan de producir una poesía que, despojada del yo psicológico, sea “científica”. Aunque no lo parezca a primera vista, sus ideas son afines a las Oscar Wilde y representan una de las vertientes teóricas que desembocan en la objetivación del arte y en el conceptualismo, por una parte, o en el mero decorativismo, por la otra.


La imaginación en el arte moderno: Machado, Martín y Mairena (México, 03/10/1997) ~ Para el arte moderno, la imaginación no es ni necesaria ni suficiente para traer al mundo algo que para él es del mundo —mejor dicho, que para él es mundo. Por eso la ve como un proceso esencialmente ajeno a la creación, a la obra, y la coloca del lado de las intenciones, la voluntad y, en fin, lo “demasiado humano”. Eso define su actitud lírica general —y su rechazo al prosaísmo naturalista, digamos—, pero también sus contradicciones más evidentes: quiere ser creación, más que inspiración; hecho, no promesa; evidencia, no relato. Pero a fin de cuentas acaba siendo también todo aquello contra lo que se levanta: inspiración, promesa sin cumplir, relato. Tal cosa se muestra, por ejemplo, en un diálogo que se atribuye a Degas y Mallarmé y que, en palabras de Luis Cernuda, dice así:

Como [Degas] se quejara de la dificultad de la poesía con respecto a la pintura, aduciendo que hacía tiempo que tenía entre manos un soneto que no podía terminar, dice a Mallarmé: “Y lo que es ideas no me faltan”. A lo cual responde Mallarmé: “Mi querido amigo, los versos no se escriben con ideas; se escriben con palabras”.

En lo más alto de su onda lírica (y en lo más profundo de su honda lírica), la poesía moderna también repudia la imaginación. No se propone como invención de un mundo y ni siquiera como expresión o recreación del mundo sino, llanamente, como mundo ella misma. El poema-objeto quiere tener el valor de lo que es. Y lo que es es presencia absoluta, inacotable, fatal, inconmensurable. Por eso empuja el mismo carro que las demás artes modernas, que abjuran de la antigua mimesis y se apartan con espanto de todo indicio de representación. Su “obra” —si es que aún se le puede llamar así— no aspira ni siquiera a ser objeto: quiere ser cosa y vivir la vida de las cosas inmanentes. Desconfía pues, por principio, de la imaginación, que concibe como facultad de abstracción, y aun de previsión, pero no de verdadera concepción —de preñez, de fecundidad en acto: “Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta”, decía Darío.

Pero el gesto, ya lo he dicho, es contradictorio. Al renunciar a la imagen trascendente de la creación, renuncia al concepto mismo de creación —al menos al de esa creación que hasta hace poco se entendía como facultad humana o divina, pero en ningún caso natural— y se presenta como una suerte de “mecanismo generador”, como una “máquina de cantar”. La imagen del creador se vuelve así inmanente o, dicho fuertemente, se vuelve intrascendente... A menos que su creación sea —como dicen Machado y sus heterónimos, Abel Martín y Juan de Mairena— la creación de la nada:

En la teología de Abel Martín —dice Machado en De un cancionero apócrifo— es Dios definido como el ser absoluto, y, por ende, nada que sea puede ser su obra. Dios, como creador y conservador del mundo, le parece a Abel Martín una concepción judaica, tan sacrílega como absurda. La nada, en cambio, es, en cierto modo, una creación divina, un milagro del ser, obrado por éste para pensarse en su totalidad. Dicho de otro modo: Dios regala al hombre el gran cero, la nada o cero integral, es decir, el cero integrado por todas las negaciones de cuanto es, así, posee la mente humana un concepto de totalidad, la suma de cuanto no es, que sirva lógicamente de límite y frontera a la totalidad de cuanto es.

Fiat umbra
! Brotó el pensar humano.

Entiéndase: el pensamiento homogeneizador —no el poético, que es ya pensamiento divino—; el pensar del mero bípedo racional, el que ni por casualidad puede coincidir con la pura heterogeneidad del ser; el pensar que necesita de la nada para pensar lo que es, porque, en realidad, lo piensa como no siendo.

También Pessoa creía que la nada era el fundamento de la creación, que la Creación era “una negación de Dios por sí mismo”, como dice en Rosea Cruz (cf. las notas de Miguel Ángel Flores a su traducción de Mensajem). Pero tanto Pessoa como Machado ignoraron o pasaron por alto una tradición judaica: la de la cábala luriana, que proponía justamente que Dios se aparta de sí mismo, abriendo en su centro un vacío, para permitir la creación; es decir, la aparición de algo distinto de él, la aparición de lo otro. En cualquier caso, está claro que a Abel Martín el vanguardismo poético que atestiguó Machado le habría parecido un “pensar de mero bípedo racional”, como le parece sin duda la poesía barroca a su discípulo Juan de Mairena: 

El empleo de imágenes, más o menos corruscantes, no puede nunca trocar una función esencialmente lógica en función estética, de sensibilidad. Si la lírica barroca, consecuente consigo misma, llegase a su realización perfecta, nos daría un álgebra de imágenes, fácilmente abarcable en un tratado al alcance de los estudiosos, y que tendría el mismo valor estético del álgebra propiamente dicha, es decir, un valor estéticamente nulo. 

Se ve a las claras que, para Machado y sus heterónimos, lo más alto de la onda lírica moderna es también lo más álgido, no ya de su cosificación sino de su contrario y enemigo, la objetivación: una puerta abierta al duro prosaísmo de los bípedos. Desasida de toda trascendencia, la poesía moderna balbucea conceptos, razones... prosa.


Las artes plásticas de hoy (México, 11/04/1998) ~ Las artes plásticas de hoy viven obsesionadas con la interacción —o, mejor dicho, con la “interactuación”. Esto les da espectacularidad, pero las hace paradójicamente ciegas frente a su espectador. Muchas instalaciones, por ejemplo, se tragan a su espectador. Para ellas no hay nada fuera, no hay nadie fuera, y parecen tener siempre la intención de incorporar en sí todo “lo otro”, para formar un mundo completo en sí mismo, cerrado y autosuficiente. Alejadas así del viejo mimetismo del arte, de la re-presentación de algo que existe fuera de ellas, esas instalaciones se vuelven cada vez más performativas: se presentan. Su presentación (no su presencia) constituye la función.

Esta especie de imposición monolítica (obsesiva y hasta paranoica) revela bien la condición de juego a la que aspira una de las tendencias actuales de las artes plásticas. Quiere ser juego, no en el sentido de la participación sino, más bien, en el sentido en que un juego es un conjunto de reglas que se cumplen sin atender a la comprensión que de ellas puedan tener los jugadores o un testigo externo. Su presentación tiene por eso algo de los mecanismos de feria, que pueden funcionar aun sin clientes. Se entiende así que estas tendencias del arte aprecien tanto el aspecto lúdico del arte: mientras menos serio el arte, mejor.

A los artistas de hoy les avergüenza hablar de creación; prefieren decir, con desenfado, que lo que ellos hacen es jugar. No ven que la tiranía del juego es un asunto muy serio... El “niño serio” —el que juega a solas, como Michael Jackson— juega un juego paranoico.

El teatro probó un camino parecido hace unos años, pero lo abandonó más o menos pronto. Lleva aún sobre la frente la cicatriz de lo circense, pero ha acabado por reconocer que, si quiere tener un público, debe distinguirse de él, no tragárselo.

¿Es lo teatral de las instalaciones un rechazo a la materialidad de las artes plásticas? Cualquiera que comprara una instalación para llevársela a su casa se convertiría en un excéntrico (en un personaje de Felisberto Hernández o Rosa Chacel). Tendría para sí, permanentemente, en su jardín, un circo siempre en función, pero actuando solo (“en solitario”, como dicen los españoles), igual que una máquina.

Hay mil alusiones a esto en el cine de Fellini, donde hasta la memoria parece una presentación circense (pienso en Amarcord). Pero para Fellini ese mundo que actúa solo tiene siempre, sin embargo, cuando menos un espectador (normalmente Mastroiani, con la complicidad de la cámara, que en estos casos es generalmente subjetiva). Así, por más que ese espectador haya sido tragado de un bocado y se mueva en las entrañas del circo, sigue siendo un sujeto (pienso ahora en La ciudad de las mujeres). Y no es que en las instalaciones no siga siéndolo también: es que, para la intención que ellas pregonan, esa continuidad del sujeto ni es pertinente ni es querida.

En realidad, la supervivencia del sujeto les da un aire de melancolía a las películas de Fellini. Y no es extraño. Sin ese único espectador, cualquier escena del circo se volvería terrorífica —como ocurre a menudo en las películas de terror que se sitúan en la feria, como ocurre con los títeres que tienen vida propia, como ocurre en la casa de Michael Jackson.

Quizá sin darse cuenta, las instalaciones —y otras formas del arte de hoy— están dedicadas a mostrarnos una obra que podría llamarse “Vida íntima del mecanismo”. Parecen obsesionadas con todo lo auto- (autonomía, autosuficiencia, automatismo, etc.), como si con ello pudieran comprender el sentido último, el sentido íntimo de una máquina. Quizá en ello reside su modernidad: no en humanizar a la naturaleza sino en humanizar a la máquina —aunque rocen el terror y lo espeluznante.

Muestran así, tal vez sin mucha conciencia de ello, que nuestro terror a los excesos de la ciencia, y particularmente los de la tecnología, proviene de confundir esa autonomía con voluntad y aun con libertad (de confundir tripas con intimidad). Pero lo muestran de bulto, por así decir: confundiendo la aleatoriedad del juego con libertad y olvidándose de las reglas, que presuponen como una inmanencia que se cumple siempre, ciega, inconsciente, fatalmente.