No. 75 / Diciembre 2014-Enero 2015



Federico Campbell: Bitácora de unos textos

Pedro Serrano

El 19 de enero, apenas empezando este año que ahora termina, Federico Campbell me escribió lo siguiente: “te mando pronto mi texto sobre la traducción”. Habíamos pasado la noche anterior hablando de traducción en una cena deliciosa, con amigos, en la que él desplegó como siempre su pausada humildad, y contó anécdotas de un viaje a Xilitla del que acababan de regresar él y Carmen Gaitán y venían entusiasmados. Me ofreció para el Periódico de Poesía un texto sobre el tema y me pidió que le escribiera para que no se nos olvidara a ninguno de los dos. Se iban en unos días a Tijuana y quedamos en escribirnos y en vernos cuando regresaran.

Escritor agudo y delicado, uno de los mejores que tenemos, había visto su nombre relegado más allá de las segundas planas por la inercia y el adocenamiento crítico imperantes en México, país de la discrecionalidad y la inconsistencia. En los diccionarios de Christopher Domínguez simplemente no aparece y la primera edición de su magnífica autobiografía, Padre y memoria, publicada por Ediciones Sin Nombre en 2009, no tuvo la menor repercusión crítica. En Tijuana, unos días después de esa cena en que lo disfrutamos por última vez, había sido nombrado presidente honorario de la Feria del Libro.

Parecía que por fin empezaba a prestársele la atención que merecía. En ese viaje se contagió de influenza y unas semanas después había muerto. Nos hacen falta en estos días ominosos su voluntad de observación, su cálida ironía, su crónica meticulosa. Me gustaría imaginar que la nueva edición publicada este mismo año de 2014 empieza a recibir las lecturas que merece y que a partir de ahí su peso activo va siendo cada vez más necesaria e indiscutible, para bien de la literatura mexicana. Sería un buen principio para que la indispensable reconfiguración de esta literatura y este país comiencen por fin.

Pasaron varios meses y a mediados de año, hacia julio, hablé con Carmen Gaitán de aquella conversación y correspondencia con Federico. Vicente Alfonso, quien está a cargo de sus archivos, encontró, etiquetado con mi nombre, “La cuerda de la memoria”, uno de los dos textos que ahora publicamos, y que está incluido, precisamente, en Padre y memoria. Gracias a su diligencia, y a la gentileza de Carmen, publicamos ahora en nuestros Cartapacios sobre poesía y traducción estos ensayos. Es un extraño cable el de esa cuerda que así continúa y nos acerca, y nos permite acercarlo a nuestros lectores y hacerle a Federico Campbell este homenaje.





La cuerda de la memoria
Federico Campbell

Pero entonces la memoria
descendería del cielo como
una cuerda para salvarme
del abismo de no ser.
Marcel Proust

 

Me dice Valerie Mejer —poeta, conferencista sobre los problemas de la traducción literaria en muchas universidades del extranjero— que el inglés procede por imágenes, que es mucho más plástico que el español y otros idiomas propensos a lo abstracto y a lo conceptual.
En el inglés el oyente tiene que ver con los ojos del alma lo que la palabra está intentando decirle.

Un incidente libresco me permitió constatar esta certera observación cuando en Chula Vista, California, en la librería de Edgardo Moctezuma, en el curso de la presentación de mi novela La clave Morse, me valí de unas líneas de Marcel Proust para dar a entender algo que todo el mundo sabe y que es ya un lugar común: el hecho de que la memoria nos constituye, el hecho de que la memoria es la persona, el hecho de que la memoria es ni más ni menos que nuestra identidad personal. Soy en la medida en que me recuerdo y reconstruyo o cuento mi historia personal. De eso trata la última novela de Umberto Eco: La misteriosa llama de la reina Loana.

Como nos encontrábamos en una librería mexicana me pareció de lo más natural dirigirme al público en español.
El hecho de que me pusieran un podio me dio una seguridad excepcional en mí mismo, tal vez porque el podio me cubría de la cintura para abajo o porque, hablando de pie, me sentía un poco por encima de los demás. Nunca me había sentido tan seguro ni tan de buen humor. Y así seguí leyendo una novela de no disimulado corte autobiográfico, pesar de que yo insistiera en que se trataba de pura invención literaria. Sin embargo, por el tono me delaté y me di cuenta de que mis interlocutores percibían que el asunto del libro me importaba de manera muy personal.

De pronto una de mis hermanas levantó la mano y me dijo que no todas las personas allí presentes hablaban español, que sería bueno que intentara hacer un resumen de lo ya dicho, en inglés. Y entonces se me ocurrió abrir un pequeño libro que había comprado esa mañana en la librería de la Universidad de California en La Jolla, en el departamento de neurobiología: The Literary Mind, de Mark Turner. Es un ensayo que se traduciría como “La mente literaria” en el que el autor trata de demostrar que en el lenguaje considerado como un instinto hay una inclinación natural a hablar en parábolas. Algo así como que siempre que hablamos estamos contando una historia. Desde siempre. Desde que el homo sapiens aprendió a articular palabras.

En mi no muy buen inglés les contaba a mis interlocutores que un párrafo de Marcel Proust, traducido por C. K. Scott-Mocrieff y Terence Kilmartin, explicaba más o menos bien el sentido de mi novela. Y se los leí, citado en el libro de Mark Turner:

…but then the memory —not yet of the place in which I was, but of various other places where I had lived and might now very possibly be— would come like a rope let down from heaven to draw me up out of the abyss of not-being…

  —Sí —les dije— de pronto, en cierto momento de mi vida, le memoria me cayó del cielo como una cuerda de la que me colgué para salvarme del abismo de no ser.

Salió muy bien la tertulia. Nos tomamos unos vasos de vino y tutti contenti.

Ya de regreso en la Gran Tenochtitlán la ociocidad me llevó a revisar En busca del tiempo perdido, la novela de Proust, en francés y en español.

Localicé el párrafo, que está muy pronto, como en la quinta página. Y la cuerda no aparecía por ningún lado. ¿Cuál cuerda? En francés pude leer:

…mais alors le souvenir —non encore du lieu où j’étais, mais de quelques-uns de ceux que j’avais habités et où j’aurais pu être— venait à moi comme un secours d’en haut pour me tirer de néant…

Ninguna cuerda: allí se habla de socorro.
Luego cotejé la más célebre de las traducciones, la del poeta Pedro Salinas:

“…pero entonces el recuerdo —y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar— descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada…”

Para rizar el rizo busqué y encontré otra traducción al español, la de Mauro Armiño:

“…pero entonces el recuerdo —aún no del lugar en que me hallaba, sino de algunos sitios donde había vivido y donde habría podido estar— venía como una ayuda a mí desde lo alto para sacarme de la nada…” 

De socorro se pasó a ayuda y la cuerda no apareció por ningún lado. ¿Qué fue lo que sucedió?

Lo que sucedió fue que al traductor del francés al inglés se le antojó poner cuerda en lugar de ayuda o socorro porque así se lo pidió el sistema del idioma inglés, que procede por imágenes. Cuerda es mucho más concreto y tangible que ayuda o socorro. La cuerda se puede ver. Lo otro hubiera sido una insuficiencia; la idea de Proust no hubiera pasado al inglés.

Pero luego sucede que también al español nos caen traducciones no del original francés sino del inglés traducido del francés.

En su Curso de literatura europea, Vladimir Nabokov dedica un capítulo a Proust. Cita el mismo párrafo que comentamos, pero el traductor Francisco Torres Oliver no se molestó en acudir al original en francés y nos lo vertió al español directamente del inglés:

 “…pero luego me venía el recuerdo… el cual descendía a mí como una cuerda para sacarme del abismo de la nada…”
Ya en ese tren, yo hubiera puesto:
“…para sacarme del abismo de no ser…”

 





La frontera del lenguaje
Federico Campbell

 

La intrusión de la semántica anglosajona en el español que se habla en México —es decir: la asimilación del significado de una palabra inglesa en una española— es previsible que no alarme en nada a los asistentes del segundo Congreso Internacional de la lengua Española que se celebrará del 16 al 19 de octubre en Valladolid.

Volveremos a escuchar que la lengua española pasa por un momento de estupenda salud y de madurez porque su unidad está completamente a salvo, “a diferencia de lo que pasa con el inglés o el francés”. Sin embargo, quién sabe si se pueda decir lo mismo del español mexicano.

Nada parece que vaya a desestructurar un idioma que en general hablan más de 350 millones de terrícolas. De hecho es la cuarta lengua más hablada en el mundo, después el chino mandarín, el inglés y el indi. Ni siquiera el spanglish —esa “amalgama asombrosamente creativa”, según Ilán Stavans— que hablan cerca de 30 millones de “latinos” en Estados Unidos viene a poner en entredicho la vitalidad cada vez más arraigada del castellano, sobre todo porque al spanglish se usa predominantemente para la comunicación oral: es una lengua hablada y bailada pero no escrita, se escucha en dos estaciones de televisión y en 275 estaciones radiofónicas. La hablan millones de inmigrantes o descendientes de hispanoparlantes que en su vida cotidiana tienen poco contacto con la cultura gráfica (con algunas excepciones, como el diario en español que se edita en Sioux City, Iowa). Un indicio de este alejamiento de la palabra escrita (salvo en los menús y en los letreros) es que los intentos de las editoriales españolas y latinoamericanas por establecer librerías en Estados Unidos han sido más que infructíferos.

El lenguaje es un fenómeno vivo y se va recreando todos los días. Según los nuevos criterios lingüísticos el idioma correcto es el que escoge la gente a cada momento según Dios le da a entender y lo importante es que se logre la comunicación. En todas las épocas de la historia se ha dado la fusión entre las lenguas y el inglés no sería lo que es sin el francés que asimiló durante la guerra de los cien años, el latín y el alemán.

No es para poner el grito en el cielo, pero sería interesante que los eruditos de Valladolid se detuvieran un poco en lo que está sucediendo en México, más que en Colombia, Perú, Argentina, Cuba (los cubanos hablan un espléndido español, tal vez por su aislamiento). Se trata de un fenómeno nuevo pero no extraño a la evolución de las lenguas. Y, ciertamente, no es similar al del spanglish que crea una nueva palabra a partir de un vocablo anglosajón. No. La novedad está en el enunciado, en la construcción de la frase. Y probablemente estamos más ante un problema de filosofía del lenguaje que de lingüística.

Lo que se advierte en primer lugar es que la presencia en los hogares todas las noches de los medios audiovisuales, que reproducen los errores gramaticales, sintácticos y de significado, viene a acelerar el cambio en las lenguas, cambios que antes eran más graduales, menos precipitados, de una generación a otra. Y viene, además, a transformar nuestra noción de espacio fronterizo. Con las comunicaciones de la electrónica moderna no tiene ya la menor importancia estar viviendo en Ciudad Juárez, El Sásabe o Aguaprieta. La misma influencia de este español mal traducido del inglés se tiene en una casa de la colonia Narvarte, en la Ciudad de México, o en Celaya, Guanajuato. Las traducciones estúpidas de Televisazteca no perdonan fronteras.

Todos los días se pueden ir apuntando en una libreta las ”innovaciones” de estos explotados traductores que no ignoran el inglés pero no saben construir en español. Hasta los locutores en off de los documetales sobre los nazis (que pasan todas las noches) dicen “casualidades” en lugar de muertos y heridos o bajas. “Hacen” decisiones en lugar de tomarlas. Se asombran ante los “performances” y no ven la actuación o el espectáculo. En lugar de decir “para ser breves” lanzan la advertencia “para no hacer una historia larga corta”. Cuando alguien presenta una solicitud afirman que presentó una “aplicación” antes de echarse su sándwich de “tuna”.

No es lo mismo que en el spanglish. Si en el cubículo de una universidad de Utah alguien acuña la frase “mantainable development” luego luego el académico o el funcionario de este lado del río Bravo —no del río Grande, como dicen los locutores— empiezan a hablar de “desarrollo sustentable”. ¿Por qué? Porque ellos no pensaron la frase. El que piensa el enunciado, la idea, es el estadunidense.

Más que en otros países de habla española, a los mexicanos nos invade sin darnos cuenta la estructura del inglés estadunidense. Estamos viviendo un fenómeno de homologación entre el español mexicano y el inglés de los Estados Unidos. Trasladamos a nuestra lengua la connotación que muchas palabras (“santuario” como refugio y no como nicho o altar; “facilidades” en lugar de instalaciones) tienen en el inglés estadunidense. Pero lo más curioso es que imitamos la estructura mental de la frase.

Antes se decía: “Que le vaya bien”. Ahora: “Que tenga un buen día”.
Antes: “No es nada contra ti”. Ahora. “No es nada personal”.
Antes: “Hoy”. Ahora: “Este día.”
Antes: “Hoy empiezan las clases”. Ahora: “Este día inician las clases.”

Un día vamos a amanecer con la novedad de que no se dice “fíjate que me enamoré”. Ahora habrá de decirse: “fíjate que caí en amor”.


TRES LENGUAS

 

A medida que uno se va volviendo cada vez menos joven empieza a notar el cambio de palabras entre las generaciones. El uso del lenguaje es otro en muchos sentidos. Quienes pasamos de los cincuenta años estamos todavía en un español que considerábamos más o menos correcto en la década de los sesenta, por sus convenciones habladas y escritas. Pero, como es natural y lógico, este español ya no coincide con el habla de la generación mexicana que utiliza mucho la expresión “güey” —casi como un signo de puntuación, según José de la Colina— que se ha educado en la televisión, el internet y el contacto diario con el inglés traducido.

Los historiadores de las lenguas decían que cada treinta años aproximadamente se hacen perceptibles los cambios importantes en las lenguas. Sin embargo, al despuntar el siglo XXI —es decir: ahora— es evidente que las mutaciones se están dando de forma más acelerada: cada siete o doce años más o menos. ¿Por qué? Por los medios audiovisuales —televisión y radio y cine y videoclip— que antes no existían o bien no existían con tal profusión. No es improbable que nuestros nietos conozcan ya la antesala de la previsible fusión entre el inglés y el español que ya se avisora. Y nuestra bisnieta dirá seguramente “caí en amor” en lugar de “me enamoré”.

Los lingüistas profesionales, como es natural, observan este fenómeno con mayor naturalidad. Están acostumbrados a la fusión de las lenguas, pues así ha sido en el pasado. Y de nada se asustan. Tanto el español como el inglés son mezclas muy antiguas de otras lenguas, del latín, el francés, el árabe, el celta. No tendría por qué ser diferente en nuestros días esa evolución.

Es natural que al entrar en la lengua de los adultos —la que se usa en el trabajo y especialmente en el comercio—, el joven de dieciocho años adopte sin discusión los usos y costumbres de cortesía que se traducen del inglés y que sus empresas les sugieren. Si antes se decía “Gracias, que le vaya bien”, ahora las normas de cortesía de un negocio de hamburguesas que tiene su casa matriz en Chicago imponen el imperativo de decirle al cliente “Gracias, que tenga un buen día”. Una aeromoza de Aeroméxico o de Mexicana se siente más a gusto dicindo por al altoparlante “Este es un vuelo de no fumar” y no “En este vuelo no se permite fumar” porque le parece más natural traducir literalmente “This is a non-smoking flight”. Los mismo sucede en las cintas grabadas que le hablan a uno en un banco de Hong Kong y Shangai —es decir: Bital— y le espetan “Gracias por su preferencia”. Todo es traducción del inglés, sobre todo en las líneas aéreas, sobre todo en los bancos, sobre todo en la televisión.

Lo que se incorpora al español hablado en México no es tanto una palabra en inglés por otra en español —como sucede en el Espanglish— sino un uso de la frase que se acostumbra en la sociedad de los Estados Unidos. El que piensa y arma la frase suele ser un investigador en alguna universidad norteamericana o un periodista neoyorkino que escribe, por ejemplo, “patio trasero” para que, en consecuencia, el diplomático mexicano repita “patio trasero” y ya no diga “basurero”, como es normal cuando uno habla en México del lugar de los desechos. Lo que pasa es que en Estados las casas tienen detrás un patio en el que se acumulan los tachos de basura y un callejón por el que pasa el camión a recogerlos.

Y no es que a todos los mexicanos les guste imitar todo lo que dicen y hacen y piensan los estadounidenses (a nuestros gobernantes les encanta quedar bien con Washington), pero sí a una buena parte de la clase media. Parece que las frases de uso diario están pensadas en inglés. No son pocos los que en el DF ya no dicen “Buenos días”. Dicen “Buen día” porque se parece más a “Have a good day”. Incluso en los medios académicos, como el CIDE o El Colegio de México, se cae mucho en las frases traducidas ad litteram que les imponen los sociólogos o los economistas estadounidenses.

A finales de 1970 en San Cugat, cerca de Barcelona, el poeta y lingüista Gabriel Ferrater me decía que no hay por qué alarmarse. 

Uno de los primeros fonetistas que hubo en el mundo, el abate Rousselot, se fue a una aldea francesa a estudiar la lengua de las gentes y le pareció que se hablaban en realidad tres lenguas: la de los viejos, la de la gente de mediana edad, y la de los jóvenes. Veinte años después otro lingüista fue a la misma aldea francesa para corroborar las conclusiones del otro. Pues bien —me explicaba Ferrater—, los viejos habían muerto, los de mediana edad era más viejos, los jóvenes eran ya de mediana edad y había una nueva generación, pero existían las tres lenguas idénticas que el primer visitante había detectado.

Al pasar a la mediana edad, los jóvenes adoptaban la lengua exacta de la gente de mediana edad, y los de mediana edad adoptaban la de los viejos. No había un tendencia al cambio de la lengua, y los tres estratos subsistían. Es elemental. El tratamiento de usted, por ejemplo, no lo usan los niños al empezar a hablar, pero a partir de cierta edad el niño adopta el tratamiento de usted.

“Entonces cuando me hablan de las generaciones, de la irrealidad y del realismo, yo los espero a que tengan cuarenta y ocho años y estoy seguro de que pensarán exactamente lo mismo que yo”, decía Ferrater. Es de esperarse, pues, que este nuevo español estadounidense que empieza a hablarse en México sólo sea un estilo o una pose de las generaciones más jóvenes y de las de mediana edad. A lo mejor cuando se acerquen a la última edad les dará por volver al español antiguo.