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Martín Espada

No. 75/ Diciembre 2014-Enero 2015


Martín Espada
(Traducción de Óscar Sarmiento)


The Right Foot of Juan de Oñate

On the road to Taos, in the town of Alcalde, the bronze statue
of Juan de Oñate, the conquistador, kept vigil from his horse.
Late one night a chainsaw sliced off his right foot, stuttering
through the  ball of his ankle, as Oñate’s spirit scratched
and howled like a dog trapped within the bronze body.

Four centuries ago, after his cannon fire burst to burn hundreds
of bodies and blacken the adobe walls of the Acoma Pueblo,
Oñate wheeled on his startled horse and spoke the decree:
all Acoma males above the age of twenty-five would be punished
by amputation of the right foot. Spanish knives sawed through ankles;
Spanish hands tossed feet into piles like fish at the marketplace.
There was prayer and wailing in a language Oñate did not speak.

Now, at the airport in El Paso, across the river from Juárez,
another bronze statue of Oñate rises on a horse frozen in fury.
The city fathers smash champagne bottles across the horse’s legs
to christen the statue, and Oñate’s spirit remembers the chainsaw
carving through the ball of his ankle. The Acoma Pueblo still stands.
Thousands of brown feet walk across the border, the desert
of Chihuahua, the shallow places of the Río Grande, the bridges
from Juárez to El Paso. Oñate keeps watch, high on horseback
above the Río Grande, the law of the conquistador rolled
in his hand, helpless as a man with an amputated foot,
spirit scratching and howling like a dog within the bronze body.




El pie derecho de Juan de Oñate

En el camino a Taos, en el pueblo de Alcalde, la estatua de bronce
de Juan de Oñate, el conquistador, vigilaba desde su caballo.
Tarde una noche una sierra le cercenó el pie derecho, tableteando
por sobre el hueso del tobillo, mientras el espíritu de Oñate
escarbaba y aullaba como un perro atrapado en el cuerpo de bronce.

Cuatro siglos atrás, después que su cañón disparó para quemar cientos
de cuerpos y ennegrecer los muros de adobe del pueblo de Acoma,
Oñate dio un giro sobre su sorprendido caballo y dictó su proclama:
todos los hombres de Acoma mayores de veinticinco serían castigados
mediante amputación del pie derecho. Cuchillos españoles aserraron tobillos;
manos españolas arrojaron pies sobre pilas como pescados en el mercado.
Hubo oraciones y llanterío en un lenguaje que Oñate no hablaba.

Ahora, en el aeropuerto de El Paso, al frente del río de Juárez,
otra estatua de bronce de Oñate se eleva sobre un caballo congelado de furia.
Los padres de la ciudad  estrellan botellas de champaña contra las patas del caballo
para bautizar la estatua, y el espíritu de Oñate recuerda la sierra
rebanando el hueso de su tobillo. El pueblo de Acoma permanece intacto.
Millares de pies morenos cruzan la frontera, el desierto
de Chihuahua, los lugares bajos del Río Grande,
los puentes de Juárez a El Paso. Oñate se mantiene vigilante, erguido
en su caballo sobre el Río Grande, la ley del conquistador
enrollada a la mano, anonadado como un hombre de pie amputado,
espíritu que escarba y aúlla como un perro en un cuerpo de bronce.





The Swimming Pool at Villa Grimaldi
                                     Santiago, Chile

Beyond the gate where the convoys spilled their cargo
of blindfolded prisoners, and the cells too narrow to lie down,
and the rooms where electricity convulsed the body
strapped across the grill until the bones would break, 
and the parking lot where interrogators rolled pickup trucks
over the legs of subversives who would not talk,
and the tower where the condemned listened through the wall
for the song of another inmate on the morning of execution,
there is a swimming pool at Villa Grimaldi.

Here the guards and officers would gather families
for barbeques. The interrogator coached his son:
Kick your feet. Turn your head to breathe. 
The torturer’s hands braced the belly of his daughter,
learning to float, flailing at her lesson.

Here the splash of children, eyes red
from too much chlorine, would rise to reach
the inmates in the tower. The secret police
paraded women from the cells at poolside,
saying to them: Dance for me. Here the host
served chocolate cookies and Coke on ice
to the prisoner who let the names of comrades
bleed down his chin, and the prisoner
who refused to speak a word stopped breathing
in the water, facedown at the end of a rope.

When a dissident pulled by the hair from a vat
of urine and feces cried out for God, and the cry
pelted the leaves, the swimmers plunged below the surface,
touching the bottom of a soundless blue world.
From the ladder at the edge of the pool they could watch
the prisoners marching blindfolded across the landscape,
one hand on the shoulder of the next, on their way
to the afternoon meal and back again. The neighbors
hung bedsheets on the windows to keep the ghosts away.

There is a swimming pool at the heart of Villa Grimaldi,
white steps, white tiles, where human beings
would dive and paddle till what was human in them
had dissolved forever, vanished like the prisoners
thrown from helicopters into the ocean by the secret police,
their bellies slit so the bodies could not float.




La piscina de Villa Grimaldi
                                         Santiago, Chile

Más allá del portón donde las caravanas derramaban su cargamento
de prisioneros vendados y las celdas demasiado estrechas para recostarse
y los cuartos donde la electricidad convulsionaba el cuerpo
amarrado a la parrilla hasta que los huesos se rompían
y el estacionamiento donde los interrogadores rodaban camionetas
sobre las piernas de los subversivos que no hablaban
y la torre donde los condenados escuchaban por el muro
la canción de otro preso la mañana de la ejecución,
hay una piscina en Villa Grimaldi.

Aquí los guardias y oficiales reunían familias
para los asados. El interrogador entrenaba a su hijo:
patalea. Gira la cabeza para respirar.
Las manos del torturador sujetaban el vientre de la hija
aprendiendo a flotar, debatiéndose en la lección.

Aquí el chapuzón de los niños, ojos rojos
con demasiado cloro, subía para alcanzar 
a los presos en la torre. La policía secreta
hacía desfilar a las mujeres de las celdas desde la piscina,
diciéndoles: Bailen para mí. Aquí el anfitrión
servía galletas de chocolate y Coca-Cola
al prisionero que permitía que los nombres de sus compañeros
sangraran por su mentón, y los pulmones del prisionero
que se rehusaba a decir una palabra se inflaban
de agua, cabeza abajo al final de la soga.

Cuando un disidente tirado del pelo de una cubeta
con orina y excrementos clamaba por Dios y su clamor
acribillaba las hojas, los nadadores se sumergían bajo la superficie,
tocando el fondo de un silencioso mundo azul.
Desde la escalera a la orilla de la piscina podían mirar
a los prisioneros marchando vendados por el paisaje,
una mano en el hombro del próximo, camino
a la comida de mediodía y de regreso. Los vecinos
colgaban sábanas en las ventanas para mantener los fantasmas a raya. 

Hay una piscina en pleno centro de Villa Grimaldi,
escalones blancos, azulejos blancos, donde seres humanos
se zambullían y chapoteaban hasta que en ellos lo humano
para siempre se había disuelto, desvanecido como los prisioneros
arrojados de helicópteros al océano por la policía secreta,
los vientres rebanados para que los cuerpos no pudieran flotar.