Gracias, Maggie, fue un honor


Música y poesía *
Por Jorge Fondebrider

musica-76.jpgNo estoy seguro, pero creo que la primera noticia que tuve sobre Maggie Boyle me llegó vía John Renbourn, uno de los grandes guitarristas ingleses de los últimos cuarenta años. Ella, con Steve Tilston –por entonces su marido– y Tony Roberts, formaban parte del grupo Ship of Fools, cuyo nombre le daba título al disco de Renbourn de 1988. La voz de Maggie me causó una profunda impresión. Era, si se me perdona el lugar común, única.

 

No. 75 / Diciembre 2014-Enero 2015


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Gracias, Maggie, fue un honor



por Jorge Fondebrider

 

 

musica-76.jpg No estoy seguro, pero creo que la primera noticia que tuve sobre Maggie Boyle me llegó vía John Renbourn, uno de los grandes guitarristas ingleses de los últimos cuarenta años. Ella, con Steve Tilston –por entonces su marido– y Tony Roberts, formaban parte del grupo Ship of Fools, cuyo nombre le daba título al disco de Renbourn de 1988. La voz de Maggie me causó una profunda impresión. Era, si se me perdona el lugar común, única.

Volví a tener esa misma impresión otra vez, cuando, de pura casualidad, en uno de los canales de cable de la televisión descubrí un día Eye of the Storm, un ballet interpretado por el Gothenburg Ballet, filmado para la ocasión, que tenía música arreglada e interpretada por ella. Y tiempo después, también casualmente, descubrí que era ella la que cantaba en la banda de sonido de la película Patriot Games, de James Horner, con Harrison Ford, haciendo de agente de la C.I.A.

Supongo que para esa época, en una disquería de Buenos Aires, me topé con Of Moor and Mesa un disco a dúo que ella y Tilston habían grabado, alternando composiciones originales de Tilston con temas tradicionales, magistralmente cantados por Maggie. De hecho, todavía se me pone la piel de gallina cada vez que la escucho cantar “Silver Dagger”, doblándose en voces a ella misma, o “The Banks of Claudy”, una balada irlandesa inmensamente popular, en la que el hombre deja a su amada por largo tiempo y vuelve disfrazado para ver qué tan fiel le ha sido ella. La voz de Maggie, si cabe decirlo, las vuelve perfectas.

Algo después, en Londres, encontré When the Circus Come To Town (1995), un disco de Bert Jansch, donde ella también canta, y en la hoy desaparecida Tower Records de Picadilly Circus me compré Under the Sun, otro disco de Tilston y Boyle, además de una breve enciclopedia de folklore británico, que me permitió enterarme de que Maggie provenía de una familia irlandesa, establecida en Inglaterra, que su padre había sido violinista, su madre bailarina y que sus hermanos y ella habían sido criados en un mundo lleno de tíos y de música.

Sin embargo, lo curioso es que, a diferencia de otras grandes folkloristas inglesas –y pienso en Shirley Collins, Anne Briggs, June Tabor, en Maddy Prior, en Jacquie MacShee, en Frankie Armstrong–, Maggie parecía tener una existencia más discreta.

Finalmente, busqué en Internet y vi que tenía un sitio propio. Me puse a leer y, para mi asombro, descubrí que había nacido el mismo año que yo, sólo que un día antes. El dato me dio ánimo y recurriendo al contacto incluido en el sitio, le escribí para comentarle que vivía a más de 11 mil kilómetros de su casa, que había escuchado todos los discos en los que ella había participado hasta el momento y que, de hecho, alguno de ellos me había servido como banda de sonido una de las veces en que me tocó cruzar la Patagonia. Terminaba diciéndole que ella era un día mayor que yo y, creo, eso fue todo.

Mi sorpresa no pudo ser mayor cuando Maggie respondió a mi mail y fue a partir de entonces que empezamos a escribirnos con cierta regularidad. De hecho, un día recibí un paquete que ella me mandó con varios discos solistas que no conocía y yo, para retribuirle, le mandé unos discos de Mercedes Sosa y de Eduardo Falú, acaso los dos mejores folkloristas argentinos de todos los tiempos.

Todos los años, teníamos esa ceremonia de felicitarnos mutuamente para nuestros cumpleaños y, en ese tránsito, contarnos las novedades y progresos de nuestras respectivas familias. En 2007, por caso, yo estaba en Dublín y tenía que leer en un acto organizado por Poetry Ireland. Maggie me preguntó dónde y le di la dirección. Cuando llegó la hora de la lectura, que era en una iglesia, descubrí sentado ahí a Seán McGinley, un famoso actor irlandés (el mismo que hacía de cura en The Field, de Jim Sheridan, y que actuó en muchas otras películas británicas, irlandesas y estadounidenses). Cuando me vio venir, McGinley se puso de pie y, para mi enorme sorpresa, me dijo: “Soy el primo de Maggie. Ella me dijo que tenía que venir a oírte”. Y después llegó el infaltable mail de ella, comentándome las impresiones de su primo sobre mi lectura…

Nunca nos conocimos personalmente. Hice muchas gestiones para tratar de entusiasmar a alguien para que la contrataran y viniera a tocar a la Argentina, pero no tuve éxito. En 2011, con una beca en París, llegué a hablar por teléfono con ella y fue realmente lindo. Ninguno de los dos sabía muy bien qué decir, pero nos alegró mucho estar ahí, tartamudeando, ella en su casa en Yorkshire y yo en una vereda parisina.

Luego, en 2012, Andrés Neuman, que estaba presentando una novela suya en Escocia, me trajo el último disco solista de Maggie. Le escribí para felicitarla y me dio dos noticias: la primera, que estaba muy entusiasmada con un proyecto suyo que consistía en ir y grabar a sus amigos músicos en las cocinas de sus casas, donde, al cabo de la entrevista de rigor, cantaban juntos; la segunda, que tenía cáncer.

Nuestros mails entonces se hicieron más largos. Me dio detalles, me contó cómo estaba de ánimo, las cosas que iba haciendo y las que dejaba de hacer, todo lo que se dice –o todo lo que se puede decir– en ese tipo de casos.

Ella sabía que yo escribía poesía y se puso muy contenta cuando le comenté que se había publicado un libro mío en Gran Bretaña, así que le pedí a un amigo que se lo mandara. Maggie me envió un mail detallado diciéndome qué era lo que más le había gustado y me habló de que no estaba bien. Por alguna razón, había decidido no someterse a tratamientos extremos y buscaba un aliciente en medicinas alternativas. Eso fue en marzo de 2014.

En junio volví a escribirle largamente, pero no recibí respuesta. Llamé a su casa y le dejé un mensaje grabado. Nada. Pensé muchas veces en insistir, pero, al mismo tiempo, por pudor, por temor a molestar, preferí esperar, y llegó diciembre. Ya cerca del 24, el día de su cumpleaños, quise escribirle como siempre, pero antes de hacerlo tuve el extraño impulso de mirar su sitio de Internet. Allí había un anuncio que decía que Maggie había muerto el 6 de noviembre pasado a los 57 años. Para quienes quieran leerlos, estos son los obituarios que publicaron los principales diarios de Gran Bretaña e Irlanda: http://www.maggieboyle.co.uk/obituaries.html

Entiendo que esta columna es probablemente la más extraña de todas las que me tocó escribir en el Periódico de Poesía. Sin embargo, quisiera que se lea como un homenaje a una artista extraordinaria y delicada como pocas, que todos perdimos antes de tiempo. Para quien no tuvo hasta ahora la suerte de conocer su obra, recomiendo recurrir a http://www.maggieboyle.co.uk/, donde habrá información y links con youtube, en los que se la podrá ver y escuchar al frente de sus proyectos propios, integrando grupos –como Grace Notes–, o ayudando en proyectos ajenos.

 

 

* Notas sobra Música y poesía: Jorge Fondebrider
Dirección de Literatura de la UNAM, Universidad Nacional Autónoma de México,
México D. F., 2014,
ISBN 9786070260346

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