Coleridge: trocador de sueños
 
 


Por Andrés F. Yaya

clasicos-coleridge.jpgLa grandeza de los poemas sólo se calcula por su capacidad de quedarse en el empalagoso espíritu del hombre: el poema es hiel con sal: apachurra, ruidoso, la carne trocada del corazón. Lo demás, puras palabras que no crecen, no se desarrollan, no se procrean. Ahorita camino, bañado en viento, con el alma partida, con el dolor corroyéndome, refregándome los ojos mientras lloro por lo que no está. Lloro porque recorro el campo, lloro porque mi lejano fantasma de niño se encuentra con el dañado fantasma que ahora soy. Mendiga luz envuelta en recuerdos, estoy envuelto en tu mugre, dame tu hambre que te quiero tragar. Soy una vaga sombra caminando, infecta de desastre, bamboleada, por los potreros de mi infancia. ¡Voy con mi estrella encendida quemando recuerdos! Somos dos: dos distintos, dos fantasmas arrogados por el mismo desagüe, dos pavesas que fluyen...

No. 76 / Febrero 2015



Coleridge: trocador de sueños


Por Andrés F. Yaya

La grandeza de los poemas sólo se calcula por su capacidad de quedarse en el empalagoso espíritu del hombre: el poema es hiel con sal: apachurra, ruidoso, la carne trocada del corazón. Lo demás, puras palabras que no crecen, no se desarrollan, no se procrean. Ahorita camino, bañado en viento, con el alma partida, con el dolor corroyéndome, refregándome los ojos mientras lloro por lo que no está. Lloro porque recorro el campo, lloro porque mi lejano fantasma de niño se encuentra con el dañado fantasma que ahora soy. Mendiga luz envuelta en recuerdos, estoy envuelto en tu mugre, dame tu hambre que te quiero tragar. Soy una vaga sombra caminando, infecta de desastre, bamboleada, por los potreros de mi infancia. ¡Voy con mi estrella encendida quemando recuerdos! Somos dos: dos distintos, dos fantasmas arrogados por el mismo desagüe, dos pavesas que fluyen, vienen, escabullen en los ventarrones del olvido. Ábrete espeso matorral que voy recogiendo historias, voy recogiendo pedazos de mí, voy encontrándome. ¡Qué matorrales! ¡Machete de doble filo aquí no entra! Ábrete y ciérrate: aquí no ha pasado nadie. Olvídame que estaré lejos cuando te recuerde: serás mi estrella que estañará en todas mis noches: ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! Cubriéndome de polvoroso olvido. Camino de arriba abajo, surcando maleza, cortando el pasado en dos tajos.

Andando, andando. Y he aquí que el pasado se vuelve presente y el presente en invisible futuro, entonces regreso a ti, recordándote, Coleridge, con tu carga de versos en mi corazón. ¿Versitos? ¡Ay, esta trastornada realidad quedó chiquita ante tu Kublakhan! ¡Nunca tantos versos hicieron hueco en mí! ¿Y por qué te recuerdo? Porque si no te recuerdo te sueño, si no te sueño, el Alfa me escribe con agua tus versos en mi pecho. Todos los ríos son el Alfa. Ese río donde me miro y me veo, veo una  triste quimera que jamás me mira. ¡Qué espejo! ¡Ah sí! El hombre es un mísero reflejo berreando en las aguas mientras va hacia la muerte. Si no me veo: es un riachuelo donde chapotean las ranas. Con perdón de Heráclito y con perdón de Artemisa.

clasicos-coleridge.jpgT. S. Coleridge, en las tardes calorosas de 1797, por su mal estado de salud, se retiró a una finca que estaba entre Polock y Linton, en los límites lejísimos de Exmoor, entre Somerset y Devonshire. Enfermo, extenuado, Coleridge tomó un calmante que lo durmió. ¿Calmante? ¿Opio? La mitad dice lo uno; la otra, lo otro: así es el hombre: después de la gloria viene el chismorreo. Inventa, inventa para hundir en pantano al otro. Antes de conciliar el sueño, el trocador de vidas oníricas, estaba leyendo: Peregrinación de Purchas: “Aquí el Khan Kubla ordenó construir un palacio con un jardín majestuoso además; y de esta forma quedaron encerrados por una muralla diez millas de terreno fértil.” Esas palabras llevaron a Coleridge a iniciar su poema: “En Xanadú, Kubla Khan/ mandó levantar un real palacio de recreo.”  Durante una hora, el autor, dormido profundamente con sus sentidos despiertos, todo en él despierto, comenzó a componer un poema de trescientos versos. ¡Imágenes, imágenes como objetos, imágenes de ríos, de bosques, de palacios iban llegando a él! ¡Pura poesía chapoteando en los sueños! ¿Con algún esfuerzo lo componía? Nada, ninguno: las palabras solas se van acomodando en imágenes, en versos, en pura música verbal.

Al despertar, el poeta tenía un claro recuerdo de todo el poema, entonces, tomó pluma, papel, soledad, y comenzó a transcribir el poema, el mismo poema de 50 versos en su versión original que hoy se conserva. En ese momento, llegó un amigo de Porlock, por cuestiones de negocios, que se quedó más de una hora borrando de la memoria el sueño. ¡Ruinas pues, el poema soñado y ruinas, el palacio soñado décadas antes! ¡Ruinas y ruinas, quedan, pues, los sueños! Le hubiera recomendado a Coleridge poner la escoba detrás de la puerta. Querido trocador de sueños: las malas visitas se sacan de taquito, no sirven y todo lo dañan. Una mala visita nos puede robar 200 versos y nos trae el desastre en un rato. Mantén, pues, la escoba detrás de la puerta. Al regresar a su habitación todo el poema de había ido como vino: se esfumo en la nada. Se lo trago el río. Se fue sin regresar. Entonces escribe las ruinas, ese chorro de música, lo publica y de prefacio escribe: “Todo el resto había desaparecido como las imágenes de la superficie de un río, en el cual se hubiese arrojado una piedra, pero ¡ay! Sin el posterior regreso de aquéllas.” Como un fantasma que se viene, se va, se esfuma, el Kubla Khan habitó, vivito, entre nosotros. 

En T. S. Coleridge el recuerdo del sueño se esfumó, mitad se esfumó, en Giuseppe Tartini mitad se esfumó también. Los sueños son completos, pero la realidad es tan pobre que aparecen medios. ¿Medios? El Trino del Diablo es la puta sonata que un hombre haya inventado, inseguro, con un destartalado violín. ¿Hombre o diablo? Un hombre con el alma endiablada, el corazón endiablado, las manos endiablas, porque mayor putería no ha procreado otra vez la música. Encerrado entonces Tartini, descontento de sus habilidades, a practicar después de escuchar al italiano Francesco Veracini en Venecia. Practicando soñó con el diablo. ¡Qué sueño! Soñando le robó la canción en un azaroso, decidido, revelador reto. Lo demás lo cuenta él en su carta al astrónomo francés Jérome de Lalande. Sólo me quedo con su demente, inabarcable, inconmensurable pieza. El do bemol del inicio es delirante, después los re bemoles, sostenidos dentro de unos staccatos y pizzicatos, a una velocidad aterradora, me inundan el corazón de mariposas. ¡Qué agudos, qué graves, qué sonata!

Ni Coleridge ni Tartini lograron conservar el sueño en todo su esplendor. Vagos, polvorosos recuerdos sobrevivieron del desastre de la realidad. Mitades se fueron, a jirones, sin volver, por las cañerías del olvido. ¡Sin ojos que los vieron! Sin embargo el Kubla Khan, medio, brilla incesante, con sus palabras, límpido en el corazón de las estrellas. Esfumados los sueños dejan la huella en las cosas: palabras y silencios, breves y semibreves, fusas y semifusas. Impasible, algo sobrevive de lo que pasó en nosotros. En mí, pausadamente, el desastre de niño se desploma, se derrumba, sobre mí, ahorita. Y otro desastre más negro, color de muerte, voy dejando por estas trochas, por estos potreros, volviendo a Coleridge, al poeta de los lagos, a su visión honda de la naturaleza hasta llegar al tope de conocerse a sí mismo: la clave de todo está en uno mismo, únicamente uno, y no afuera. ¡No busquemos más! ¡Prepotente, inefable el secreto de la vida muere afuera! Voy asombrado con el Kubla Khan, con su ritmo y su música, encontrándome, delirante, en él. Un poema como símbolo de la imaginación, un poema que se construyó por encima del palacio donde Kubla gobernó, bajo el sueño, contra no sé qué cosas. Símbolo de la delicia humana, surca entre nosotros, contra el púlpito, rondando desvaído hasta mancharnos con su música y su belleza.