Arte y tiempo: González Dueñas visita Hollywood

Atanor. Notas sobre poesía
Por Francisco Segovia
 

 
(México, 10/10/2012) ~ Durante milenios, los hombres creyeron —como Jorge Manrique— que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Los antiguos abominaron de la Edad de Hierro en que vivían, aunque estaban seguros de que, al cabo de una vuelta, el cosmos volvería a engendrar una Edad de Oro... y otra decadencia, y una nueva Edad de Hierro. El cristianismo cortó ese círculo, pero no ha dejado de mirar la historia (“este valle de lágrimas”) como una línea en cuyos extremos (el pasado y el futuro) hay un Paraíso. En ambos casos, el futuro depara a los hombres algo que existió en el pasado, algo que en algún momento ya se ha cumplido. Esto cambió con el Renacimiento y la Ilustración, que abrieron las puertas del futuro —y, por si se hubieran quedado meramente entornadas, el Romanticismo y la Revolución Francesa las hicieron añicos con sus hachas. Lo que los hombres miraron entonces en el horizonte fue algo muy distinto a lo de antes: no la reiteración de un cumplimiento sino una eterna prórroga: el progreso; es decir, la promesa de algo que no se ha cumplido nunca en el pasado y que tampoco se cumplirá jamás cabalmente en el futuro, pues por definición no tiene meta.



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No. 76 / Febrero 2015


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Arte y tiempo: González Dueñas visita Hollywood


Por Francisco Segovia
 

 

(México, 10/10/2012) ~ Durante milenios, los hombres creyeron —como Jorge Manrique— que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Los antiguos abominaron de la Edad de Hierro en que vivían, aunque estaban seguros de que, al cabo de una vuelta, el cosmos volvería a engendrar una Edad de Oro... y otra decadencia, y una nueva Edad de Hierro. El cristianismo cortó ese círculo, pero no ha dejado de mirar la historia (“este valle de lágrimas”) como una línea en cuyos extremos (el pasado y el futuro) hay un Paraíso. En ambos casos, el futuro depara a los hombres algo que existió en el pasado, algo que en algún momento ya se ha cumplido. Esto cambió con el Renacimiento y la Ilustración, que abrieron las puertas del futuro —y, por si se hubieran quedado meramente entornadas, el Romanticismo y la Revolución Francesa las hicieron añicos con sus hachas. Lo que los hombres miraron entonces en el horizonte fue algo muy distinto a lo de antes: no la reiteración de un cumplimiento sino una eterna prórroga: el progreso; es decir, la promesa de algo que no se ha cumplido nunca en el pasado y que tampoco se cumplirá jamás cabalmente en el futuro, pues por definición no tiene meta. 


La idea de progreso es contradictoria en cuanto se propone como una sucesión de innovaciones. Su naturaleza podría expresarse bajo una forma típica de la modernidad: la de una revolución permanente (o, para el caso, la de una “revolución institucional”, como la que ha fraguado el partido hegemónico de México). A la larga, esta idea muestra un rostro convulsivamente antiprogresista. Es lo que Nietzsche advertía —creo— en la segunda de sus Consideraciones intempestivas: un “exceso de historia” puede atrofiar la voluntad de progreso. Se puede sospechar que detrás de esta consideración palpita un viejo prejuicio: el que asienta que un exceso de conocimiento inhibe la acción, inhibe la creación. Con todo, es verdad que la idea de una renovación continua está más cerca de la concepción evolucionista de la historia que del principio dialéctico (revolucionario) de los románticos, aunque solo sea porque mira las revoluciones no como un salto o una irrupción imprevista sino como un fenómeno rítmico; es decir, cíclico. Si, en efecto, el progreso es una de las leyes del tiempo, y se da naturalmente, entonces los hombres podemos desentendernos del rumbo de los hechos y declarar tranquilamente que la historia ha terminado, como hizo no hace mucho Francis Fukuyama.

Los libros que Daniel González Dueñas ha dedicado a Hollywood ilustran por partida doble la manera en que este “exceso de historia” puede llevarnos a ver el progreso como una simple acumulación de mejoras técnicas, sin ningún cambio de fondo. Por una parte deja ver que, por más que el cine haya evolucionado a pasos agigantados —pasando de los simples trucos del Viaje a la luna de Georges Méliès a los impresionantes efectos especiales del Avatar de James Cameron—, el lenguaje cinematográfico sigue siendo el mismo de hace cien años; por la otra, muestra cómo Hollywood nos presenta esta especie de tiempo estancado como el único tiempo real.

Lo otro, el tiempo que avanza a trompicones, siguiendo la voluntad (la libertad) de los hombres, no es más que un sueño. Así, detrás de la “fábrica de sueños” está la idea de que los sueños son irreales —y ésta es la divisa principal del realismo hollywoodense. Hollywood declara abiertamente que, cuando sueña, miente; y, cuando no sueña, dice que dice solo lo que es. Es un truco burdo, incluso ingenuo, pero extrañamente efectivo. ¿Cómo se ha hecho Hollywood de un público tan dócil, capaz de tragarse tamañas cosas? Es algo que se preguntó Buñuel: “Una persona medianamente culta —decía— arrojaría con desdén el libro que contuviese alguno de los argumentos que nos relatan las más grandes películas”. Para Buñuel, parte de la respuesta a esta pregunta está en la naturaleza misma del fenómeno cinematográfico: el cine es hipnótico. A uno se le antoja extender la frase hasta contagiarla de aquello que Marx decía de la religión: es “el opio de los pueblos”. No por nada Hollywood repite las antiguas estrategias de la Iglesia: ha aprendido a canonizar a sus demonios más fervientes.

Pero lo más interesante de las ideas de González Dueñas no está en la denuncia de estas estrategias sino en una idea más general: Hollywood —dice— es una mentalidad. Al imponernos esta mentalidad (al hipnotizarnos), Hollywood nos infunde una idea particular —no ya solo de lo que es real sino— de lo que es la historia. Creo, sin embargo, que el último libro de González Dueñas (Mirador en una cuerda floja) no resuelve del todo las contradicciones temporales que plantea. Por un lado, quiere que dejemos de mirar la historia como una sucesión de momentos y que la abracemos toda de un solo golpe, como si cada uno de los instantes que la componen fuera contemporáneo de los demás instantes, pero no termina de aclarar por qué esa idea del tiempo —que no solo mina la idea progresista de la historia sino la noción misma de historia— es distinta de la que difunde Hollywood. Por el otro lado, cuando ataca al cine hollywoodense por contentarse con repetir una y mil veces la misma fórmula y se inclina por “lo irrepetible” —que es lo que para él define a la obra artística— ¿no está haciendo una apología de la novedad y, en ese sentido, del progreso? Un lingüista diría que niega sincrónicamente lo que afirma diacrónicamente. Con todo, quizás él, como Buñuel, combate lo que el cine tiene de hipnosis (en el sentido de manipulación), pero defiende lo que tiene de sueño...
Según se infiere de lo que dice González Dueñas, el conflicto de tiempos que se ve en el cine de Hollywood es el mismo que opone a la tradición con la ruptura y al arte con la artesanía. ¿Se puede resolver este conflicto? No lo sé. Octavio Paz intentó reconciliar tradición y ruptura en Los hijos del limo, pero a González Dueñas su solución le recuerda demasiado aquello del partido “revolucionario institucional”.

Quizá tiene razón. Quizá “lo irrepetible” no implique necesariamente una idea de progreso sino, más bien, una de originalidad, o de autenticidad. Esto se mostraría de acuerdo con lo que vemos hoy en las artes plásticas: un mundo que presume lo “alternativo” y lo “original” pero que está hundido, a todas luces, en un marasmo estacionario, igual que Hollywood. ¿Es esto obra del mercado, como dice Gombrich? ¿Es en realidad el mercado quien marca el ritmo del arte y, con él, el de la historia?
El problema —aun planteado en los términos más bien pueriles del cine de Hollywood— es interesante porque, cualquiera que sea la respuesta que se le dé, implica una concepción global no solo de la historia sino del tiempo todo, de la temporalidad.

Historia y perspectiva (Cuernavaca, 29/12/2007) ~ Los renacentistas fueron los primeros en imaginar que la historia se regía por leyes (por ejemplo, Vico), y no sería extraño que esta idea fuese solidaria de la invención (o reinvención) de la perspectiva. Aún hoy muchos historiadores se dejan guiar por una suerte de principio antrópico que ve el pasado como el punto de fuga donde convergen las líneas del presente. Quieren entonces dar cuenta de la geometría que rige su expansión hasta el día de hoy. Pero esta idea de ensanchamiento del tiempo implica que el pasado era menos complejo que el presente, de modo que, al final, lo que queda en el origen es un punto sin atributos. Una suerte de Big Bang humano, un En-Sof —“no blanco, no negro, no rojo, no amarillo, de ningún color”, como dice
el Zohar—, un “grado cero” de la humanidad.

Algunos historiadores saben, sin embargo, que esta geometría temporal tiene sus transformaciones y se colocan allá para mirar las cosas a la inversa; esto es, enfocando el presente como punto de fuga del pasado. La complejidad entonces no es nuestra sino de ellos, los antiguos. En este caso, los historiadores reconocen que también el futuro puede ser un origen. Pero el cambio en el punto de vista no es completamente simétrico. Estos historiadores, al revés que los otros, conciben el punto de fuga como algo lleno. ¿Lleno de qué? Lleno de... historia. Como el aleph de Borges, ese punto lo contiene todo en el origen, pues el origen “viene desde el futuro”, como decía Heidegger. La historia “retrógrada” que así escriben tiene al menos la ventaja de enfrentar el eterno problema de la circularidad del sentido (la imposibilidad de zafarse de una perspectiva temporal) aceptando que “En el principio era el pasado”.