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No. 76 / Febrero 2015



Karen Villeda
(Tlaxcala, México, 1985)



Constantinopla

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Nadie sabe cuándo nació ni cuando murió. Tal vez no existió más que en la boca de mil hombres y mil mujeres. Hodja le llaman. Hodja, El Maestro. Hodja montaba un burro al revés y se le veía siempre en la medersa, donde resguardó su existencia hasta agonizar. Dicen que se puede ver a Hodja enterrado desde las afueras del nada pomposo mausoleo donde reposa. Tiene herrería alrededor y hay tres puertas abiertas. La cuarta, que es el paso hacia su tumba, está cerrada. Aquí, en Estambul, vive su amigo más cercano: Tamerlán El Cojo. Tamerlán, inclinado sobre su pie izquierdo,  le preguntaba a Hodja sobre los días de la luna teñida y el Maestro le respondía pacientemente que no sabía nada acerca de ese tema mientras comían ganso frito. El hombrecito detrás de esta puerta tampoco sabe cuándo nació y cuando murió Hodja, el que sacó a la luna de un pozo y la montó en el cielo nocturno. Tampoco hace preguntas desde que se mantiene de cuclillas en la oscuridad, tan ajeno a las visitas, con la puerta entreabierta y la boca adosada.


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Un romano, entusiasta de los ladrillos y el mortero, está caminando por Cankurtaran. Y, si no es un roman0, entonces le obsesiona vivir sobre los escombros, de la civilización. “Nadie creería que hay ciudades debajo de esta ciudad”, nos dice mientras una derruida casa de madera resiste a los edificios de hormigón. Y, si no es un romano, es una ruina por doquier. Y si no es un romano, es una de las viviendas antiguas de Estambul que parecen mariposas atravesadas con un alfiler sobre el trasfondo urbano. Y si no es un romano, entonces es el resto de una historia. Pero no, no es un romano. El que está caminando nunca es lo antiquísimo que espera una demolición. El que está caminando nunca es un esqueleto pardusco que, con sus pasos, llena de hollín lo que fue construido antes de que él naciera. El que está caminando sabe que todos los imperios se están cayendo aquí. Todos y cada uno de ellos están a la altura de los omóplatos de este hombre no ocurrido. El que está caminando tiene un porvenir brillante y la muerte se le ha atrasado.

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Mientras disfracen a los niños menores de tres años como sultanes, tú serás mi muñeca de ojos verdemar y sea lo que sea que pienses que es el amor, yo soy eso. Justamente eso.

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Seis minaretes sobre tu palacio, Constantino. Patas de elefante que marcharon sobre ti. Al presente, los minaretes parecen lápices a lo lejos pero fueron mamíferos laboriosos en sus mejores tiempos. Pobre de ti, San Constantino. Nunca más rezarás a la Virgen donde se han hincado varios sultanes por siglos y siglos. Todos los hombres que violaron tu palacio responden al nombre de Mustafá. Fue culpa de Sinan, el arquitecto –alguna vez cristiano– de los otomanos. Sinan, el jenízaro. Sinan, el que imprecó a la cruz para construir estos seis minaretes para Ahmed I, aquel que no asesinó a su hermano Mustafá (aunque digan todo lo contrario). Seis minaretes para desafiar a La Meca y brindarle una peregrinación falsa a los empobrecidos como los de Mauritania y, tal vez, los jariyíes de Argelia.  Siete minaretes tiene La Meca pero en aquí hay mosaicos que trajeron desde İznik, la pequeña Roma. Uno de ellos ha perdido el brillo. En un candil hay un huevo de avestruz que impide la entrada a las telarañas. Solamente uno para tanta ventana ciega. Hay alfombras tejidas a mano. Sus tonos pajizo y verde esmeralda emulan a los tulipanes porque Alá es un tulipán en árabe. No hay ni una silla rota. Hay cien Coranes. Hay mujeres. Las que están enveladas. Mujeres lavadas con agua pura para rezar por cuarta vez en el día. Lavadas sus manos, lavados los brazos hasta el codo, lavada la boca, lavado todo su rostro y lavados los pies. Lavadas en agua pura tres veces. Cuando se lavan la nariz es para poder oler los lugares del Altísimo. El almuédano está por llamarlas. Orar es mejor que soñar. Todos los corazones en la Mezquita Azul son reales, laten siguiendo una misma pauta antediluviana. La oración es más duradera que el sueño.

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Fotografía: Svetlana Eremina