No. 78 / Abril 2015


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Elogio del Taller

Por Francisco Segovia

 

Elogio del Taller (Cuernavaca, 02/11/2008) ~ La pintura del Renacimiento produjo muchas obras maestras que, hablando en plata, sólo son maestras en parte, o en partes. El maestro pintaba tal vez el rostro de un retrato, tal vez las manos (las partes más difíciles), pero el resto lo hacían sus aprendices. Por eso lo que llamamos “un Rembrandt” es a menudo obra de Rembrandt… y su taller. El trabajo a muchas manos era una tradición antigua, y fueron justo los renacentistas quienes comenzaron a minarla desde adentro, cuando convirtieron al maestro en Maestro y comenzaron a usar su firma como un sello de garantía, como una marca.

La historia de esta transición quizá pueda resumirse en un relato de Vasari, mitad leyenda y mitad verdad: Andrea del Verrocchio, el pintor de más prestigio en la Florencia de su época, sólo firmó un cuadro (quizá respondiendo ya a la incipiente moda), pero decidió romper sus pinceles el día en que uno de sus aprendices pintó con mayor arte que él la sección que le encomendaron. En tal cuadro participaron varios de los aprendices de Verrocchio, y entre ellos nada menos que Botticelli, pero quien hizo renunciar al maestro fue el más joven de ellos, un adolescente llamado Leonardo da Vinci…

Vasari cuenta, así, una historia emblemática: el antiguo maestro, el artesano, renuncia a su oficio cuando ve aparecer ante sí al verdadero artista, al artista de genio. Pero esta visión no impide una interpretación más vulgar y cicatera: la que dice que Verrocchio, realista al fin, adivinó que muy pronto su firma no podría competir con la de Leonardo, así que rompió sus pinceles y se dedicó de lleno a la escultura, donde preveía que la competencia aún tardaría en hacerle frente.

No es difícil ver lo que esta escena auguraba para el futuro: la independencia de los artistas, por un lado, y la comercialización del arte, por el otro (no en balde el Renacimiento es también la época en que surgieron la bolsa, la banca y la burguesía). Un siglo y medio después, un artista logró sacudirse por completo los antiguos mecenazgos y vivir de los encargos que le hacía una burguesía ya plenamente instituida: Rembrandt, cuyo taller era una verdadera industria. Pero la revolución burguesa iría aún más lejos y —exagerando tal vez lo que Verrocchio adivinó el Leonardo— acabó por entronizar no la industria sino el nombre, la marca, el genio. Los románticos le dieron el tiro de gracia a la tradición artesanal del arte: el verdadero artista —decían—, brota espontáneamente. Y si bien es cierto que un taller puede enseñarle algunos trucos técnicos al artista inspirado, también lo es que, como éstos no abundan, lo que más produce son obras académicas, acartonadas. Por eso el verdadero artista está más allá de las escuelas y se prueba sólo en la autenticidad de su inspiración. No es de extrañar que fueran estos modernos, los románticos,  quienes pusieran de moda la idea de que lo más importante en el arte es innovar, y que las reglas canónicas no sólo pueden sino que deben irse al maldito infierno. El taller del pintor se convirtió entonces en estudio, en un espacio íntimo y privado, parecido al de los poetas, donde el genio podía recibir la visita de su Musa, pintar a solas sus fantasmas (pienso en Courbet) y, al final, estampar su nombre... Después de todo, es el nombre del genio lo que aún vende... Hace medio siglo, Dalí presumía con cinismo de que su mera firma —su firma en una hoja en blanco, no al calce o detrás de un lienzo: su mera firma, sinobra— valía diez mil dólares… Es asombroso ver cómo la historia del arte, recluyendo al artista en el estudio solitario de su propia inspiración, abre su obra al mercado. Los cuadros del más abandonado de los pintores, Van Gogh, son hoy los más caros del mundo…

Pero todos intuimos que la vida del arte es algo más que la historia del arte, y que la historia misma no es nunca “toda la historia”. Sin esa idea no habría ni siquiera manera de justificar la historia del arte, pues en ese caso no aparecería nunca el deseo de otra cosa y el arte se habría  inmovilizado hace milenios, o sería mera evolución, no historia. Pero de esos mismos románticos que acabaron con los talleres aprendimos, sin embargo, a valorar las tradiciones y a ver con escepticismo nuestro propio tiempo; es decir, aprendimos a no quedarnos impasibles ante la historia, esperando que ésta buenamente “progrese”. La criticamos. Y la crítica misma supone que la historia omite cosas, que las olvida o tergiversa. No porque haya en ella una fuerza oscura o una voluntad que así lo quiera, sino porque es acaso una ley del tiempo que para los hombres los actos no se agoten en su mero acontecer y que sólo en su registro (en un relato, en una imagen) podamos atisbar, si no su sentido entero, al menos un indicio de que tal sentido existe. En resumen, que la historia del arte no es “toda la historia” del arte sino que hay algo más. Y no nos hace falta ni siquiera proponernos averiguar cuál es el sentido completo de ese algo para hacer nuestra crítica. Nos basta con reconocer que existe, por ejemplo haciendo cualquier cosa que se resista a admitir que el presente es el estado definitivo de la cuestión, lo último, lo completo. Es decir, nos basta con mostrar que el sentido de nuestros actos no termina hoy, aquí, sino que se va por las ramas, se extiende por las alternativas y los presentes paralelos, avanza por los brazos y los meandros olvidados por el cauce principal; que hay obras maestras que no realiza el genio sino el artesano, tonadas populares que conmueven o inspiran a Stravinski o a Ponce, versadas que dialogan con Quevedo y Villaurrutia, cuadros de maestro donde aprende el aprendiz, pero también cuadros de aprendiz donde aprende el maestro (aunque a veces por eso mismo renuncie a su maestría y ceda el título al alumno, como Verrocchio).
Hoy en día, un taller es un lugar así. No se propone crear genios, como exige la corriente más poderosa del arte actual, sino crear obras, enseñar el uso de herramientas y técnicas a los que quieran aprenderlas, y ejercer y ejercitar esos saberes del mejor modo posible. No es que el taller impida la aparición del genio; es que el genio, tal como lo concebimos hoy, es una figura privada, señalada y solitaria, y por eso pertenece al estudio, no al taller —que es un ámbito público; a la vez escuela y sitio de trabajo.

Como este Taller de Gráfica de Tepoztlán, que se resiste a refrendar la imagen del artista encerrado en sí mismo —celoso de su obra, su conocimiento y su persona—, y muestra el lado generoso de su actividad en una empresa colectiva y no venal. De él saldrán sin duda algunos artistas, pero también algunos impresores. Maestros ambos en esas dos actividades que los modernos separaron y que ahora se reúnen nuevamente aquí, en un tallerde artes y oficios.
La idea no es nueva, claro. Pero ¿no se trata justo de eso?

La crítica postmoderna a la luz de la ciencia (Cuernavaca→México, 10/01/2000) ~Hay en el pensamiento de la crítica moderna —y especialmente postmoderna— no ya una sospecha constante sobre todo lo artístico sino una franca denuncia: el arte no sólo miente sino que manipula. Pero, como una mentira se prueba contra una verdad, y la crítica postmoderna tiene prohibido creer que la verdad existe, su ataque se singulariza en uno u otro ejemplo de artista, y luego se extrapola (ver por ejemplo el ensayo sobre Mapplethorpe en Fractal 12). Denunciando las estrategias parciales de un artista individual (casi siempre por vía biográfica, psicológica), supone que denuncia al arte entero… No ve que achaca al arte sus propios vicios; que no es él sino ella quien tiene de verdad una estrategia de manipulación (y una de las más antiguas: la retórica).

Por supuesto, una crítica que busca la denuncia sólo puede sustentarse sobre una teoría de la falsa conciencia (el psicoanálisis, el marxismo, alguna “genealogía de la moral”), pero es raro que quienes la practican reconozcan esta dependencia, pues hacerlo supondría admitir que detrás de su crítica hay cuando menos cierta clase de verdad. Si uno trata de hacerles ver el Freud que llevan a cuestas, se ponen de inmediato a denunciar a Freud (o a Marx; o incluso, aunque con más dificultad, a Nietzsche). Y es que ellos ya no son tan inocentes, tan ingenuos como sus maestros. Saben que las teorías de la falsa conciencia se excluían a sí mismas de su propia crítica —”Sí, señor, todo es ideológico, menos la frase en que yo digo que todo es ideológico”... Por eso estos críticos ya no se dicen modernos sino postmodernos. Se han tragado a sus maestros, sometiéndolos justamente a su crítica. Pero esto, que es quizá saludable en un monje budista, ha sido en ellos una forma de escarbar bajo sus pies. Riéndose de sus maestros, como los budistas, no han aprendido en cambio a reírse de sí mismos, como los budistas. Su crítica escamotea a la persona, pero no la anula.
La teoría crítica de los postmodernos se ha quedado a medias en ese mismo camino que la ciencia en cambio han recorrido entero. Desde Einstein y Heisenberg, los científicos se incluyen a sí mismos entre las variables de los fenómenos que estudian, pero no lo hacen nunca a título personal. Los críticos postmodernos no han dado nunca ese paso, que acaso sea imposible en su terreno. Pero hacen como si lo hubieran dado. La suya es por eso una crítica incompleta, insuficiente (aunque actúe con evidente suficiencia). Me explico.

Los modernos demolieron la idea del objeto y la sustituyeron por la de objetivación. Con esto quiero decir que la objetividad de hoy ya no parte de un objeto independiente del sujeto que lo estudia sino que se basa en la manera en que el sujeto construye el objeto. La validez del pensamiento moderno —y particularmente el de las ciencias físicas—ya no descansa en la idea del objeto como hecho o dato del mundo sino en la del objeto como producto de la objetivación del método. Es un cambio abismal, que comparte un aire de época con la demolición de las verdades absolutas denunciadas por los filósofos modernos (a la crítica del objeto absoluto en las ciencias le corresponde la crítica de la verdad absoluta en la filosofía). Pero la crítica postmoderna no parece haber sacado aún las consecuencias de este cambio. En general, el crítico que critica a sus maestros no toma en cuenta que es su propia crítica lo que hace criticable a su maestro, lo que construye al maestro como objeto. Y, cuando lo toma en cuenta, lo hace sólo para establecer las prerrogativas del sujeto, su desapego irónico respecto de maestros y verdades absolutas, su derecho a establecer un sistema de análisis propio, personal, desmarcado. No es esto en absoluto lo que hacen los científicos, que no se fían jamás de verdades personales y han conservado firme el asidero del método experimental, que enmarca sus enunciados.

Desmarcándose, el crítico postmoderno hace pasar por método lo que —inconfesada, inconfensablemente— no pasa de ser una retórica. Porque, desconociendo la autoridad en que bien que mal aún confiaban los modernos (incluido el Superhombre), a él ya no le queda nadie ante quien hacer sus denuncias… Si ya no hay juez, si ya no hay ley, la denuncia es vana palabrería, un ejercicio de retórica…

Si los modernos soñaron un arte por el arte, los postmodernos sueñan una crítica por la crítica…


 


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