No. 78 / Abril 2015 |
El último habitante
Tienda de fieltro Por Miguel Casado
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Quizá no importa mucho el argumento cuando una novela nos impresiona; se borra pronto el tejido de las peripecias, el enredo de las relaciones, y queda un tono, una atmósfera, pesando en la cabeza del lector, más cuanto más irrespirable es. Era aquello que decía Kafka, con su inconfundible desnudez: para qué leer un libro que no hiere, que no remueve algo en el fondo de quien lee. El característico modo de narrar de Elena Santiago, al margen de toda cronología, como un espesarse de la vida que no se mide en cantidades, coincide con esta convicción. Cuando he vuelto a Ácidos días, a Amor quieto, he encontrado a unos personajes cuya historia no recordaba, pero sentía su densidad y su ansia como si lo hubiera leído solo un momento antes. En el lugar de Nino, ser-ahí es tan difícil desde el principio que toma la forma de un no poder ser; la densidad opaca de la vida muestra que, en torno, otros saben ser, pero en su caso no se llega a adquirir esa como sabiduría o habilidad, obturado todo por un veto previo. Pocas veces actúa con evidencia tan devastadora como en Ácidos días la imposibilidad de ser. Creo que es esta intensidad opresiva, material en los rasgos de la escritura de Elena Santiago –sus elusiones y reiteraciones, su ritmo y sus saltos, el relieve mínimo y doloroso de los detalles–, la que hace de sus novelas una expresión singular de lo poético. Así lo quería Poe, cuando cifraba toda posible belleza en la tristeza que se asoma a los ojos al borde del llanto. Quizá no importa el argumento, digo, cuando una novela nos impresiona. Así, en Un dique contra el Pacífico, la primera que publicó Marguerite Duras, los grandes hechos (la miseria de una viuda y sus dos hijos, en unos terrenos salinos que el mar cada año inunda e impide cultivar; la corrupción de la colonia en el sureste asiático, la cruda explotación, junto a los nativos, de los propios colonos franceses no admitidos en el juego) y los pequeños hechos (el caballo que se niega a comer y muere, el pescado extraído cada tarde del lodo como único alimento) van pasando como algo que condiciona la vida, pero no la define. Solo la constituye la unidad férrea del trío familiar –la madre, el hijo, la hija–, unidad visceral, brutal a veces, más animal que las de los animales. La locura en que la madre se ha ido sumiendo a lo largo de sus fracasos y humillaciones, la frialdad de los tres al evaluar la utilidad mercantil del matrimonio de la muchacha como vía de salvación, la profunda violencia que los satura y de la que es vehículo activo el joven, son formas de un magma no individualizado en que la vida resulta tan intensa como exterior. No como en el caso de Nino –“yo veía que la vida era de ellos y me la dejaban mirar”–, sino con un riesgo y una pasión que ocupan los cuerpos de los personajes para ejercerse, sin antes haberlo decidido por sí mismos. Y sin que ningún hecho se pueda aislar, deslindar de tan extraña, paradójica viscosidad fluyente: “todas sus derrotas se mantenían en una red inextricable y dependían tan estrechamente de las otras que no se podía tocar una sola de ellas sin arrastrar a las demás”. En esta vida de un modo u otro ajena, la reflexión de Elena Santiago se dirige sobre todo a las formas de la conciencia, y de su insistir surge un tipo de luz imprevisible, que alumbra como lo hacía el brillo negro de los sueños de Baudelaire. Nino tiene un profundo conocimiento de sí mismo, construido con los posos del silencio; pero ese conocimiento está como suspendido en el umbral de la conciencia, sin llegar a franquearlo del todo ni a ser nombrado; es un interior de capas adheridas entre sí que nunca se terminan de distinguir ni de separar. La práctica social en ese pueblo castellano o leonés se trama sobre la negación del nombre, sobre la afanosa composición de las apariencias, y solo desde fuera es posible apreciar sus operaciones, detenerlas para singularizarse; es un propósito siempre diferido, utópico casi, al borde del vértigo, pues se alza sobre un vacío, como el niño que se ve movido, sin saber por qué, a dar vueltas, cada vez más rápido, a un sumidero donde parpadea el agua oscura. Tanto los colonos del arrozal como los moradores de la casa desierta toman la decisión de irse. La muerte de la madre centrifuga a sus hijos lejos de los derrumbados diques; pero nada parece poder cambiar, ni en el impulso bruto de Joseph ni en la nihilista asunción que Suzanne hace de sus circunstancias. En las dos novelas de Elena Santiago que cito, se repite la escena: el último habitante de la casa compra un billete de tren, se marcha por fin del pueblo, hacia la libertad y el amor, hacia su posibilidad al menos, una posibilidad de ser. Pero las escenas no son idénticas: la de Ácidos días queda abierta, a cargo del lector, opaca aún, no se sabe si Nino partirá solo; Amor quieto se acoge a una huida compartida, ella también va a subir al tren –me atrevería a decir que el doloroso y lentísimo acceso de Nino a la conciencia encuentra compensación tantos años después en el otro personaje. Lecturas: (Este texto ha sido publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento del diario El Norte de Castilla)
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