No. 78 / Abril 2015


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De la interpretación



por Jorge Fondebrider

 

musica-cocker.jpgEn varias ocasiones, en esta columna he escrito que los poemas no pueden ni deben identificarse con las letras de las canciones, justamente porque se trata de especies tan distintas como pueden serlo un cuento y un ensayo. Y si bien Borges y algunos otros me desmienten, y cada vez más los límites genéricos tienden a borrarse, la excepcionalidad del autor de “El jardín de los senderos que se bifurcan”, la de Georges Perec, W. G. Sebald o las de Bob Dylan, Chico Buarque o Violeta Parra bastarían para abonar mi punto de vista.

También, citando a George Steiner, me he referido a la musicalización de poemas, acercando la operación a la traducción de poesía: la música del original cede a otra música y el objeto ya no es el mismo, sino otro que acaso lo contenga. O dicho de otro modo, Walt Whitman, que abrevó en los versículos de la Biblia y en William Shakespeare, tiene su propia música, que se convierte en otra cuando, por ejemplo, sus poemas son musicalizados por Robin Williamson, y esa misma operación puede comprobarse en toda la poesía a la que se le añade música, ya se trate de un oratorio como de una humilde canción.

Quisiera ahora referirme a otro aspecto que se suma a la hora de evaluar las canciones. Me refiero aquí a la interpretación; vale decir, a lo que pone el intérprete en la canción, sea ésta compuesta por él mismo o por otro. No se trata solo de las muchas versiones que pueda tener una canción, sino, fundamentalmente, de lo que hace que esas versiones destaquen por encima de las otras, incluida la canción original. Un rápido ejemplo: una cosa es “With a little help from my friends”, de Lennon y McCartney, interpretada por Ringo Starr en un disco de los Beatles, y otra muy distinta la espectacular versión que hace Joe Cocker en Woodstock y que, sospecho, a todos nos ha marcado a fuego. Aquí tenemos un caso muy especial, donde el original es inferior a la versión y la diferencia la marca justamente la expresividad del cantante, que ha necesitado transformar un tema dado en otra cosa.

Me detengo un instante sobre este problema. ¿Está ahí realmente la diferencia? Confieso que acá tengo más dudas que certezas. Por caso, Billie Holliday, tal vez la más extraordinaria cantante de jazz de todas las épocas –y no veo por qué tengo que ser tan enfático– se las arreglaba para transformar todo lo que cantaba en una especie de blues, aun cuando se tratara de canciones que no eran blues. Uno de los grandes éxitos de su carrera fue “God Bless the Child”, que compuso con Arthur Herzog Jr. a finales de 1940. Ella siempre la cantó como un blues, pero cientos de versiones posteriores –las de Carmen McRae y Blood, Sweat & Tears, para abreviar–, buscaron interpretar ese tema de otra manera. Había entonces lugar para otra cosa. Sin embargo, se trate o no de un blues, la voz de Billie Holliday (voz que, no hay que olvidar, viene acompañada de toda una historia y de una imagen inmensamente dramática) nos obliga a asociar esa canción con esa especie musical propia de los negros de los Estados Unidos, aunque tal vez el tema no sea estrictamente un blues.

Uno bien podría multiplicar los ejemplos. Pensemos en cualquier tema del repertorio de Carlos Gardel cantado por él mismo, comparado con las interpretaciones posteriores de otros cantantes. O consideremos “My Funny Valentine”, la canción de Rodgers y Hammerstein, compuesta para una comedia musical de 1937, con la que tanto la dolorosa melancolía de la trompeta de Miles Davis como la fragilidad de la voz de Chet Baker
–siempre al borde de la catástrofe–, produjeron inigualables versiones que resultan poco menos que definitivas. ¿Y qué decir de “La llorona”, el son itsmeño tradicional? Por más que tanto Joan Baez como Lhasa y Lila Downs –entre cientos de otras cantantes– la hayan interpretado, ¿alguien se animaría a comparar esas versiones con la de Chavela Vargas (cantante, que aclaro, nunca me gustó, pero por la que me saco el sombrero)?

Entonces, más preguntas: ¿cómo evaluar ese plus de emoción que transmiten ciertas versiones de un mismo tema por sobre todas las demás? ¿Qué leen los intérpretes para producir esos milagros? ¿Cuánto de la vida de los intérpretes se filtra en lo que cantan? ¿Todas las canciones funcionan de ese modo, todas se completan con algo más que no está en la canción y que nosotros les atribuimos? ¿Qué ponemos nosotros, que no está ni en la letra ni en la música, para que ciertas interpretaciones nos conmuevan más que otras? No tengo una única respuesta para todas estas preguntas. Supongo que los lectores, tampoco. Es posible que ahí esté la gracia del asunto.


 


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