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portada-broza.jpg Broza
Antonio Manilla
Pretextos
Valencia, 2013.

Por Juan Carlos Abril
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No. 78/Abril 2015


Emoción y lírica

Antonio Manilla (León, 1967) es una de las voces más representativas de su generación y, con títulos como este, confirma una trayectoria sólida y certera, con libros que se han convertido en referencias del panorama de la poesía española. Una clara conciencia (1997), Canción gris (2003) o Momentos transversales (2007) así lo demuestran, entre otros títulos que podríamos aquí citar.

La poesía de Antonio Manilla se define en la estela del romanticismo, sin caer en ningún neo- que acabe convirtiéndose, con el tiempo, en un post-. En ella actúa un fuerte componente de la naturaleza, de manera incontrolada y ajena a nuestra voluntad, como si de un Sturm und Drang se tratara. Además, en Broza se lleva a cabo una continua y elaborada reflexión acerca de la existencia del hombre, visto desde una perspectiva nihilista y existencialista, estoica y vitalista a la vez. Trataremos explicar esta breve caracterización.

La relación de nuestra subjetividad con la objetividad del mundo se desarrolla a partir de la contemplación de las cosas y va adquiriendo cada vez tintes más complejos, hasta el punto de convertirse en una maraña indistinguible, una suerte de broza, esto es lo que no sirve de la leña, un conjunto de ramas y hojas de deshecho. Porque aunque quieras separar la leña de la broza, sigue estando esta ahí, como parte integrante del todo. Es inherente una a la otra. La continua duda nos asalta, si bien hay razones argumentales que nos aseguran que el mundo está ahí, y que “todo está bien hecho” (de “Las estrategias de la vida”), al modo guilleniano. Más que una cuestión subjetiva se trata de comprender la inabarcabilidad del universo, la inherencia de una con la otra, como decíamos, el pegamento del exterior con nuestro interior, lo que está por fuera de nosotros que, mirándolo bien, es casi todo. Y es que hay que asumir que somos apenas una fugacidad: “arena en el desierto / que arrastrarán los vientos de la historia” (de “Nacimiento”), “No ha de durar el hombre” (de “Panta rei”), o “el hombre al fin comprende / en qué ha venido a dar su vida entera: / memoria de una nada / alzando hacia la luz sus brazos.” (de “Memoria de una nada”).

La sensación del vacío ronda cualquier esperanza humana ante nuestra precariedad, porque “Sólo es pura la pérdida, / todo cuanto perece, inmaculado, / en el altar del fuego / plural y sin memoria.” (de “Impurezas”); o ante esta otra “Certeza”: “todo se va a perder / en el tiempo sin pausa”. Lo peor, sin embargo, no es esta sensación de caducidad, pues la voz poética la asume en multitud de versos y estrofas, y buen ejemplo podría ser “Plegaria nocturna”: “Que la salud y la memoria decrezcan juntas / para que, cuando la hora llegue, al menos / pueda uno recibirla dignamente, / sin lamentar las pérdidas”. Recibir a la muerte, se refiere, y vemos cómo hay una aceptación sin demasiados lamentos, más bien con temple, ante esta verdad última. El estremecedor “Oscura travesía” ilustra esta “resignación modesta, implícita”. Y decíamos que lo peor no era la sensación de pérdida, sino que lo que más lamenta el poeta es el olvido al que estamos abocados, como en “Coda” o tantos otros poemas que podríamos citar aquí, tema recurrente: “Concédeme el olvido si vas a darme años”, o en la composición justamente anterior, “Plegaria matinal”, donde a modo de petición laica también se invoca al olvido: “Bendita enfermedad es el olvido: / desierta la conciencia, / esperar a la noche sin angustia / y nada recordar de cuanto amamos”. En uno de los mejores y más emocionantes textos de Broza, “Ubi sunt”, se combinan de manera muy acertada los grandes temas del poemario: la mirada del niño, la felicidad revivida en la memoria, el olvido…

Fruto de esta fuerza tanática que nos impele el poeta continuamente nos está animando a vivir de manera plena, como en “Carpe diem”, un poema que forma parte de una serie de títulos en los que a partir de los tópicos grecolatinos, se nos envuelve en una atmósfera de belleza y reflexión. No solo hay que vivir lo más feliz que se pueda, sino saber que la auténtica felicidad está en la memoria, en nuestro recuerdo, y que es una construcción. Esos momentos que inventamos, que ficcionalizamos, son mucho más importantes que los reales, pues “en nada le supera la vida a la memoria”.

Esta búsqueda de felicidad se contrapone a las recurrentes preguntas metafísicas del poeta, quien a partir de la contemplación platónica de la bóveda celeste —astros, estrellas, luna— se cuestiona sin obtener respuesta (evidentemente) “quiénes somos”, “de dónde venimos” y “adónde vamos”, si no es porque nos alzamos, los hombres, el ser humano, como auténtica y única “razón de ser del laberinto” (de “Homo sapiens sapiens”), “semilla” que se expande en la cadena genética de la historia, y que nos ha traído hasta aquí, que nos ha arrojado —germinado, brotado— a ser lo que somos como en “Vértigo”: “Alzar, entonces, la mirada al cielo / y plantearse enigmas, / hacerse las preguntas que nadie ha respondido, / sentir la inmensidad del firmamento / y un frío por la espalda.” , que no dan sino “un vacío más hondo”, y que “Al final, cuando todo ha terminado, / cuando el río vuelve a ser el río / y la noche impasible, / las luces de algún pueblo nos sitúan / en medio del camino de regreso”.

Una cadena que va no solo hacia adelante, sino también hacia atrás, y es por eso rica y fecunda. El poeta sigue siendo un niño ya que recuerda al niño que fue, porque “el niño que fue y nunca ha de ser más / aún contempla el mundo” (de “Gaia”), y porque esta mirada de la infancia, inocente, pura, ingenua y sincrética, se halla desde las primeras páginas de Broza, en “Tesoro”: “Igual que unas monedas en las manos de un niño, / llenando de alegría sus ojos mientras sueña, / los altos astros quietos que tiemblan en la noche.”, hasta el último y magnífico poema, que reproducimos íntegro dada su brevedad: “Niños buscando nidos”: “Ser el zorzal que, acurrucado, espera, / oculto entre las ramas, rodeado de espinas, / a que pase el peligro. / En completa quietud, / sin temor a la muerte, sólo inquieto / por la mano de un niño”. No es casual, en ningún caso, que Broza concluya con esta mirada o invocación a la mirada del niño, y aquí queremos dejar constancia de nuestra lectura, invitando a los lectores a conocer un libro y una obra, la de Antonio Manilla, que siempre nos ofrece un puñado de emociones de la mejor lírica.

 


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