No. 79 / Mayo 2015


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Asimetrías

Por Francisco Segovia
 

Asimetrías (México, 29/01/2012) ~ Las verdades de la ciencia y las evidencias de la tecnología forman la parte declarada de las verdades de la cultura general. Las verdades de la cultura general, en cambio, no forman parte de las verdades de la ciencia; o al menos no de forma declarada y declarable.

Un Edipo “cristiano”, un Gilgamesh moderno (México, 25/03/2013) ~ Nunca acabaremos de hablar de Edipo. Pero ahora se me ocurre ver su lección, no a la luz del psicoanálisis o la antropología, sino a la luz de la moral —que siempre es conservadora, y por eso mismo didáctica y directa. Vista así, la historia de Edipo tiene una moraleja simple, pero tan antigua como el hombre: que nadie pretenda ser padre de sí mismo. Padre, primero, en cuanto progenitor —pues, como dice San Agustín, “¿Hay algún artífice tan hábil que se pueda hacer a sí mismo?” (Confesiones I, 6)—; pero padre también en cuanto autoridad —pues “No soy mi propio juez”, como dice San Agustín que dice San Pablo (1Co 4:3), aunque la Biblia de Jerusalén, alegando ironía en la frase, traduce: “Ni siquiera me juzgo a mí mismo”... En cualquier caso, la sucesión padre-hijo establece un orden natural, temporal y jerárquico. Es este orden lo que ven perdido tanto Nietzsche como Guénon y Murena, aunque el primero lo celebre y lo lamenten en cambio los otros dos.
       
Va de suyo que, bajo esta luz, la locura de Edipo es un arrebato: no quiere verse como lo que es, como hijo de su madre y de su padre, sobre quienes ha cometido pecado, y por eso al final se saca los ojos. Pero, pasado el trágico berrinche, acaba reconciliándose con los dioses y con el mundo. Vuelve entonces al orden del tiempo y se siente nuevamente hijo; esto es, vuelve a sentirse criatura... Este sentimiento de la condición de criatura —dice Rudolf Otto (Lo santo)— es parte esencial del sentimiento religioso. Supone el reconocimiento de “algo” superior e inaccesible. De ahí que uno no sea su propio juez. Así, quien se siente criatura se vuelve inmediatamente pequeño y humilde. No es éste, desde luego, un sentimiento que vaya bien con un espíritu soberbio. No se acomoda, por ejemplo, al alma pragmática de Gilgamesh; al menos no al principio de su historia, cuando el héroe no vacilaba en insultar a los dioses y reinaba como tirano en Uruk. Pero hay un rasgo más, que abona a la pretensión de ser él mismo su único juez. Nada más llegar al trono, Gilgamesh se toma el trabajo de borrar toda mención de su padre, cuyo nombre suprime de las listas reales. Gilgamesh borra de la historia a su padre porque no quiere deberle nada a nadie; no quiere tener nada que agradecer; no quiere tener deudas, padre, antepasados... Es el primer self-made man... Pero, como se ve en su caso, en el de Shi Huan Di y en tantos otros, la literatura presenta casi siempre a estos self-made men como tiranos... Yo mismo he contado la historia de Gilgamesh, desde los ojos de su padre, como una especie de anti-Edipo (“Discurso del padre del héroe”, en Conferencia de vampiros).
       
Desconocer al padre es más general que sólo desobedecerlo, pero desobedecerlo es también desconocerlo. Por eso puede decirse —obviando una vez más las interpretaciones psicoanalíticas y antropológicas— que el desconocimiento del padre está en el centro de la idea cristiana de pecado original. Por eso, quizás, a este primer pecado corresponde el primer mandamiento: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas”. En todo caso, lo que me importa resaltar aquí es una especie de entrelazamiento entre el sentimiento de criatura y la idea de pecado; esto es, con la idea de estar en deuda desde el principio del tiempo... Antes de sufrir la cirujía cosmética de la corrección política, el Padrenuestro pedía francamente la liberación de ese peso: “Perdónanos nuestras deudas...”. La condonación de esta deuda, el perdón de este pecado —que es también el pecado de la hybris—, implica desde luego que el pecador vuelva al redil del tiempo, al orden del tiempo (primero el padre, después el hijo); en suma, implica que reconozca nuevamente su condición de hijo, su estado de criatura.
       
Nietzsche vio con claridad que el individualismo de la época romántica volvía imposible el regreso a ese redil y denunció con rabia las malversaciones del sentimiento de criatura que hacía la Iglesia. Porque, en efecto, el cristianismo muerde el mismo anzuelo que denuncia cuando convierte la deuda en culpa. No se trata ya de la deuda eterna e impagable de la critura —a la que sólo conviene la gratitud— sino de una deuda que ha de pagarse y que se paga... Nietzsche creyó hallar un remedio a esto en la noción de Superhombre. Pero nosotros, más de un siglo después, hallamos un remedo del Superhombre en el self-made man... Se ha liberado de la culpa, es cierto, pero con ella se ha desecho también del sentimiento de criatura y se ha vuelto soberbio, arrogante e ingrato. No ama a la tierra, diría Nietzsche. Como no quiere deberle nada al pasado, odia la tradición. En cambio, adora con fruición la novedad. Pero la novedad que adora es uniforme e impersonal; quiero decir, es industrial. Los pensadores marxistas nos han mostrado cómo la producción industrial borra toda huella del sujeto. En esto reside su modernidad: sus productos son obra de obreros anónimos y masificados, no de artesanos. “El objeto industrial moderno —dice Lefevre (La presencia y la ausencia)— no cuenta su historia; no dice su génesis”. Pero hay algo más: callar esta génesis forma ahora parte del proceso productivo mismo. El acabado industrial hace que los objetos sean iguales e intercambiables... Walter Benjamin (Discursos interrumpidos I) decía algo parecido, aunque refiriéndose en particular al arte: “la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición”... A esto llamaba Ortega y Gasset “la deshumanización de arte”. Yo, que lamento esa borradura, ese silencio, escribí (en un verso más intuitivo que reflexivo): “que no hay nada más humano que el remiendo”...
       
En cualquier caso, el arte moderno ha expresado contradictoriamente el anhelo industrial de masificación, pues lo ha hecho en un mundo fuertemente individualista. Esto se ve lo mismo en Andy Warhol que en las modas del rock. Nos rebelamos contra la imposición de uniformes y luchamos porque cada quien sea libre de vestirse como quiera, pero todos usamos jeans...

Vivimos una época que desconoce al padre, reniega de la tradición y borra su génesis; una época por eso edípica, de Edipo antes de Colona, antes de la redención de las Euménides. Ya pasó el tiempo en que estuvieron con nosotros el Mesías cristiano (Jesús) y el Mesías moderno (Zaratustra). Estuvieron... y pasaron. ¿Qué vamos a hacer ahora? Guénon y Murano se atreven a proponer una vuelta al redil de la Iglesia, como si Nietzsche no hubiera pasado, también él, por estos lares. Pero ya no hay anuncios, ni promesas, ni esperanzas... Ya no hay profetas, ni héroes, ni mesías... Y no nos queda sino preguntamos, como Gilgamesh al final de su historia: “¿Para quién, Urshanabí, trabajaron mis manos?”...


 


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