No. 80 / Junio 2015


Cuatro escritores de México leen a Joan Vinyoli



Carmen Villoro, El granero morado
Alicia García Bergua, Madrugada morada con fábricas
Ángel Miquel, El campanario
Pedro Serrano, Los Gusanos de seda


 

El campanario, de Joan Vinyoli

Por Ángel Miquel


El campanario

(Traducción del catalán de Carlos Vitale)

            A menudo, a menudo, como por la empinada escalera
            de un campanario, oscura y en ruinas,
            subo buscando la inaccesible luz;
            extenuado doy vueltas,
            tanteando los muros en la tiniebla espesa,
            peldaño tras peldaño.

            Pero de tanto en tanto,
            oigo la voz de las campanas,
            clara y alegre, resonar,
            tocando a fiesta allá en la altura,
            y veo por la ventana en el silencio
            del alba los campos extendidos, esperando.

            ¡Auroras de la infancia, cómo os encuentro
            entonces, ah, cómo aún dentro de mí,
            una semilla de júbilo perdurable
            pugna por hacerse planta exuberante!
            ¡Cómo gritas, infancia, en las profundas
            capas del corazón, cómo, de rodillas, te encuentro,
            Dios mío, entonces, vuelto pura alabanza!


Las tres estrofas que componen el poema “El campanario” están enlazadas por la misma voz, una primera persona que consideraré aquí como representativa de un personaje al que por tradición y facilidad podemos identificar con el poeta. Sin embargo, esa voz no se expresa de la misma forma durante todo el texto, sino que muestra en cada estrofa un punto de enfoque ligeramente distinto, y que corresponde en cada caso al ejercicio de facultades diferentes de ese personaje.

En la primera estrofa, el poeta declara buscar “la inaccesible luz”, con una urgencia marcada por la repetición “a menudo, a menudo”. ¿Qué es lo que busca? Tal vez solo aclarar un poco la mente confusa; tal vez llenarse de la luz intelectual de lo que se llama en nuestra tradición “la ilustración” (que en otros idiomas tiene nombres más evidentemente relacionados con el proceso de empaparse de la luz de la razón, como en inglés, Enlightment); o incluso tal vez alcanzar la luz espiritual del estado que otras tradiciones denominan “iluminación”. Sea lo que sea eso que busca, es evidente que lo hace guiado por la voluntad, fuerza que lo lleva adelante a pesar de enfrentar condiciones difíciles, que el texto define así: el buscador está extenuado, y hace su trabajo “tanteando (…) en la tiniebla espesa” como si subiera “por la empinada escalera/ de un campanario, oscura y en ruinas”, y “peldaño tras peldaño”, es decir, muy poco a poco.

La segunda estrofa marca una inesperada detención en esa búsqueda. Su primer verso, “Pero de tiempo en tiempo”, anuncia lo que los otros cinco expondrán en seguida: que el penoso tránsito del buscador es aligerado eventualmente por lo que podríamos llamar las distracciones del camino. Así, el poeta escucha la voz “clara y alegre” de las campanas “tocando a fiesta”, y contempla, a través de una ventana del campanario metafórico por el que asciende, “en el silencio del alba/ los campos extendidos, esperando”. La ciega voluntad inicial de ascender por un sitio inhóspito a la busca de una esquiva quimera es de pronto relegada a un segundo plano, desplazada por el despertar de los sentidos que permiten al poeta ver y oír lo concreto.

Pero a través de la contemplación “de los campos extendidos”, que ocurre al amanecer, el buscador se reencuentra –y aquí ya estamos en la tercera estrofa– con “las auroras de la infancia” y el “júbilo perdurable” asociado a ellas, atesorado en su interior de tal modo que esa alegría aún “pugna por hacerse planta exuberante”. Ya no predominan ni la voluntad ni los sentidos, sino las emociones positivas ligadas a los recuerdos infantiles.

Vale la pena detenerse un poco a considerar esos campos extendidos que en mi opinión son el punto de quiebre del texto, el elemento clave que hace olvidar al poeta la búsqueda de la luz, y que lo engancha con una alegría antigua al parecer sin vínculos con lo deseado por la voluntad. Para llegar a esos campos, conviene recordar que “El campanario” fue publicado originalmente en Les hores retrobades (Las horas reencontradas), libro al que se le otorgó el premio Óssa menor en 1951 –y que por lo tanto apareció en la colección Els llibres de l´Óssa menor (que por cierto pude consultar en la amplísima biblioteca de temática catalana que tiene en su casa José Ribera). Vinyoli, quien nació en Barcelona en 1914, tenía en la fecha de esa publicación 37 años, y había sacado antes dos poemarios, Primer desenllaç (Primer desenlace, 1937, a los 23 años) y De vida i somni (De vida y sueño, 1948, a los 34 años). Podemos decir, entonces, que “El campanario” pertenece aún a la etapa creativa juvenil del poeta, en la que por supuesto había una serie de temas y preocupaciones característicos.

El escritor Joan Teixidor, prácticamente de la misma edad que Vinyoli, escribió el prólogo a Las horas reencontradas, y afirmó ahí que el paisaje era “el tema primero y más constante” de ese libro y también de los dos que lo precedían. Efectivamente, en Las horas reencontradas encontramos poemas que desde el título dan cuenta de temas paisajísticos, como “Tardor” (“Otoño”), “Hivern” (“Invierno”), “Primavera”, “L´arbre” (“El árbol”)… La naturaleza evocada en buena parte de ellos es la de las familiares comarcas del Ampurdán, con sus bosques de encinos, sus tierras cultivadas, sus senderos. Sólo que en esos ámbitos –dice Teixidor– “de sabrosa realidad”, Vinyoli ha encontrado, “el pasaporte hacia un más allá más fértil” (la palabra que utiliza es gràvid, “preñado”, “cargado”). Como sus ojos no se estancan “en la superficie de las cosas”, Vinyoli descubre en la entraña de esos paisajes que lo inspiran algo esencial, sagrado, “un más allá más fértil” que la simple materia expuesta ante él. En esta apreciación de la naturaleza como depositaria de algo sagrado, Vinyoli mostraba, por cierto, su filiación con el romanticismo alemán, y en particular con la poesía de Hölderlin.

Esta afinidad temática por el doble modo de manifestarse del paisaje es apenas perceptible en “El campanario”, si lo tomamos como poema suelto, y tampoco es algo evidente en La mano del fuego. Antología poética. Desde luego, es natural que en las antologías, donde ocurre un proceso de selección y por lo tanto de descontextualización o recontextualización de las obras originales, tiendan a ocultarse algunas características de las piezas seleccionadas, al mismo tiempo que a enfatizarse sus valores más universales. En esta antología a cargo de Jordi Llavina se incluyen treinta y tres poemas, pero solo dos de Las horas reencontradas, y ninguno de los otros libros primera etapa de Vinyoli. El resto pertenece a la docena de poemarios posteriores a sus libros de juventud, donde sus principales inquietudes parecen haberse movido de lugar para dar paso a preocupaciones como las que Llavina enlista acerca “de la inexorabilidad de la pérdida, de la sensación casi física de los zarpazos del tiempo en nuestro ser, de la urgencia de recurrir a los paraísos artificiales para ver de no naufragar en la angustia, del inexcusable cumplimiento del goce, de la condición permanentemente sedienta del deseo humano, del raro milagro del amor, de la realidad última e incontestable de la muerte”. Un conjunto evidentemente más serio y más sombrío que el abordado, con tintes románticos, a través del paisaje, y en cuya definición seguramente jugaron un papel circunstancias biográficas como la necesidad de trabajar duramente o el envejecimiento, así como sobrellevar la vida cotidiana en un ambiente con pocas retribuciones intelectuales durante la gris etapa franquista.

Pero regresemos a la tercera estrofa para recordar que la inmersión del poeta en los recuerdos infantiles desató en él el descubrimiento de un “júbilo perdurable”. El personaje da un paso más y en los últimos tres versos nos dice que esa felicidad lo lleva a “las profundas capas del corazón”, donde se ve a sí mismo, “de rodillas” y “vuelto pura alabanza” como un devoto donante, en comunión con lo más alto y perfecto, con Dios. De forma sorprendente, la azarosa renuncia a la búsqueda inicial ha permitido que el ciclo culmine –una culminación tanto o más plena que la esperada, y a la que el poeta ha llegado dando un rodeo que le permite, a través del reencuentro con una cualidad resguardada en su interior, alcanzar lo que buscaba equivocadamente afuera.

  

 

 

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