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Eduardo Moga
(Barcelona, España, 1962)

[La mirada se posa…]

La mirada se posa
en un árbol, en muchos árboles,
y se adapta a su erecta
marejada, a sus adiposidades
plomizas. Pero el aire la entorpece:
lo que vive en el aire
—diamantes negros,
sedimentos de luna—
le imprime una aspereza acuosa,
y cicatrices.
Vuelve, más tarde, como un fuego
amortajado, y redunda en algo
que tiembla y que no es pájaro, algo
que me cimienta y me descabala.
Veo, allí, a un hombre.
Otro camina, cerca, y se confunde
con la basura
y el cielo,
                  y acaba diluyéndose
en un reverberar de invisibilidades.
(La nada que contiene el cuerpo
                                                           traspasa
la piel: su forma es omisión de la forma,
geometría
de la desaparicïón).
Veo, asimismo,
por entre los resquicios
del aire, un ruido
                                 oleoso, meandros
de azabache, sombras laceradas
por las no sombras. Y las hojas
caen en el azul redondo, atravesado
de grúas.
                 (Caen sin árbol,
como aletazos buenos, y se enhebran,
sinusoidales, en lo horizontal:
son porque ocurren.
                                       Tampoco la luz  tiene
causa: su arquitectura es su germinación.
Y ambas, hojas y luz, se constituyen
en hemorragia, y rinden su fósforo y su noche).
Ser es mirar: que el ojo acceda
a lo inaccesible,
a la raíz del rayo, al espinazo
del mar, y que perciba en lo opaco
mi opacidad: yo soy
el que teme a las ratas y al estruendo,
el que detesta a su interlocutor
y, sin embargo,
le sonríe, el que sufre
las dentelladas del deseo
                                              y el estiaje
del deseo; yo soy las lágrimas
y el suelo en el que caen, la palabra
que me revela y la que me oculta,
el céfiro y la mierda. Me sé viendo: me soy
viendo. Me inscribo en los límites
que veo,
como si ardiera y, simultáneamente,
me adormeciese. En los almendros
que oscilan
como oscuros apéndices del cielo, en las luces
que me salpican, en esta negrura
amarilla, que esplende como un pez
altísimo, distingo
mis ojos
hormigueantes,
                              cernidos
en el basalto y en el aire, esponjas
de abrazos
                    y ruinas.
Es sangre lo que atisbo:
                                            las púas,
las cucarachas, las constelaciones;
es tinta
 bajo la piel,
que se vierte y, no obstante, permanece
erguida,
                y en la que reconozco
mi propia sangre fronteriza, ahíta
de inanición. Un niño grita:
contiene
su grito
               la luz
espinosa que ansía
mi voz, lacada
de turbulencias.
                               Me sumerjo en el sol,
que bruñe las aceras con sus arroyos tersos
y envuelve en su crisálida a la nada
innumerable,
y hallo un sol subterráneo, en el que amo y perezco,
escribo y vomito, en el que atempero
la angustia de saberme
mirado por mis ojos, atacado
por el tiempo, nacido de la sangre
de todos, pero siervo de una sola
sangre, y abanderado
                                        del mal.
Existo: el sol me alumbra; y las tinieblas.
Existo: tengo lengua,
que se abandona
                                a la dorada suciedad
del presente y desgrana su monólogo
acre. Existo: alma,
magma, ácaros. Y unido a todo,
fustigado por todo,
contemplo
la sinrazón de los ocasos,
la sinrazón del yo,
el pórfido
                  de la mirada,
que es la mía, y jadea,
como la muerte, que también
es la mía, y comparte
el espacio que ocupo, y me promete
su leche aciaga
en cada cosa que percibo, en cada
corpúsculo

de mi aherrojado corazón.

 


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