No. 80 / Junio 2015


Cuatro escritores de México leen a Joan Vinyoli



Carmen Villoro, El granero morado
Alicia García Bergua, Madrugada morada con fábricas
Ángel Miquel, El campanario
Pedro Serrano, Los Gusanos de seda
 

 
Los gusanos de seda

Por Pedro Serrano



Los gusanos de seda

            Ya todos estamos acomodados en la tartana,
            unidos hasta donde es posible,
            sin odiarnos al menos.
            Arre, caballo, toma el camino de las moreras
            y pensemos en los gusanos de seda,
            moviéndose dentro de la caja de zapatos,
            con agujeros en la tapa, que les permitan
            respirar, hacerse la seda y enclaustrarse
            dentro de los capullos.
            Muchas veces
            al día quitas la tapa y a escondidas observas
            qué hacen los gusanos: roen hojas grasas
            que les ponen por la mañana. La noche, llena de sueño,
            acaba en una lenta, larga, absorta
            mirada a los gusanos.
            Ahora pregunto:
            ¿Qué tijera descabeza
            las rosas del jardín, que ya sólo queda
            la rosa de la adormidera? Estamos aquí
            tomando el sol, rodeados de moscas,
            por si zumbara de pronto, nuevamente,
            el abejorro de la vida.
            No.
            Todo es irreversible:
            la mandrágora se lamenta bajo la tierra,
            pasea el gusano de seda, monstruoso,
            inflándose indecentemente por avenidas
            y plazas, devorando, insaciado,
            las hojas de morera que nos volvemos,
            cada día más magras y marchitas.


Desde este poema de Joan Vinyoli se pueden enfocar las compuertas en las que se sitúa su estro. Sonará un poco rimbombante estro poético, pero refleja lo que sucede en su poesía. Una seriedad no pacata pero solemne. Una solemnidad que se toma en serio a sí y a lo que ve. No por nada en otro poema habla de cómo un poeta siempre suena solemne.

Hablo de compuertas porque sus poemas van de la exterioridad a la interioridad, y de ésta a aquélla, en continua metamorfosis. Eso me parece signo de su obra: los gusanos, los cucos de maguey o de seda, larvas aproximándose y a la vez alejándose de la vida, momias que vienen desde la infancia a la espera de ser sacadas de nuevo a la luz. "Terrible y luminoso", describe acertadamente Jordi Llavina en su prólogo a Joan Vinyoli.

Me gustaría hablar de poemas como el del mecánico, o "Una lápida", o el de la Castañeda, que me conectan con lo que pasa en la calle, con los otros, con lo que nos toca a todos, pero he preferido centrarme en éste porque de otro modo y desde otro lado también lo hace. Solo que desde esa solemnidad de la que hablaba en la que el poeta es un enterrador, un sepulturero, un acompañante a la vez que la víctima y el victimario.

"Els cucs de seda", aparece en un libro titulado Tot es arai res, de 1970. Pensemos que estamos en las postrimerías del Franquismo. Esto lo vemos desde aquí, claro, ara i avui, pero en ese momento lo que se vivía en Cataluña y en toda España era la asfixia de la imposible continuidad, un poco como lo que podríamos sentir ahora con este PRI que no se acaba y no se acaba, digo, para que imaginemos la sensación, salvadas las diferencias y la grisura que aquí es sanguinolenta.

El poema habla de una salida al campo, en una tartana o carreta: “Ya todos estamos acomodados en la tartana”. De nuevo los espacios interiores y exteriores, el campo, la tartana. ¿Quiénes son los todos que van? Una familia, podría pensarse, por esos dos versos que siguen, irónicos: “unidos hasta donde es posible, sin odiarnos al menos”. Pero también, alegóricamente, lo que va ahí es toda una comunidad, la que convive en ese encierro campestre.

El poema se afinca en el movimiento del caballo, para salir, parece, pero regresa a un encierro peor, y pensemos en los cucos de seda, moviéndose en la caja de zapatos, unos ataúdes con agujeros, como la carreta en la que viajan, como el país en que viven: los gusanos de seda, moviéndose dentro de la caja de zapatos, con agujeros en la tapa, que les permitan “respirar, hacerse la seda y enclaustrarse”. Moviéndose, vivas escafandras muertas, larvas comiendo las hojas grasas de la morera.

¿Quién está viendo? La transposición me lleva a pensar en un niño, que pasa las largas horas de la noche viendo el lento comer de los gusanos, su crecimiento, su insatisfacción. Y no está de más saber que cultivar gusanos de seda en cajas de zapatos era en Cataluña una de las diversiones que se les daban a los niños: “Muchas veces al día quitas la tapa y a escondidas observas qué hacen los gusanos: roen hojas grasas que les pones por la mañana.” Pero el eje de rotación del poema, su haz retórico, se basa en la transformación, y en la ominosidad de esta transformación. Las cosas cambian para ser siempre más horrendas. Lo inexorable es la capacidad de todo para ser peor que todo.

En ese sentido me recuerda un famoso cuadro del pintor canadiense Alex Colville, Horse and Train, en el que se ve a un caballo corriendo desbocado hacia una locomotora que viene del otro lado de la vía, inexorable. Cuadro mucho más estremecedor si sabemos que la familia completa de la esposa de Colville, excepto ella y su madre, murió atropellada por un tren que arrolló el coche en el que iban.”Ya todos estamos acomodados en la tartana, unidos hasta donde es posible, sin odiarnos al menos”. La claustrofobia se come al poema entero. Lo que sucede es horrible.

De ahí la transposición inicial al espacio abierto: “Arre, caballo, toma el camino de las morenas”. Pero lo que hay ahí es un huerto de rosales descabezados, donde de nuevo el plural engloba a todos, los hace a todos, aletargados por el sol, esperando, vueltos ellos ahora los cucos de seda: “Estamos aquí tomando el sol, rodeados de moscas, por si zumbara de pronto, nuevamente, el abejorro de la vida”, esta imagen final de la vida como un abejorro es poderosísima, estridente, agitada, con una velocidad que contrasta con el silencio y la lentitud de los gusanos.

E inmediatamente la negación: todo se transforma pero nada regresa a su forma original, a un posible esplendor. El encierro es cada vez más encogido y el gusano crece hasta ocupar todo el espacio. “No. Todo es irreversible”, la vida no va a volver, no hay escapatoria de esta tartana colectiva. En la desasosegante transformación, esos que iban en ella se volvieron a la vez los gusanos y ahora, en el cierre del poema, en el estertor final del Franquismo que no sabe que es su final, son ahora las hojas grasas de morera que el gran gusano come, de las que se alimenta: “las hojas de morera en que nos volvemos, cada día más magras y marchitas”, en una proyección que cubre al país entero pero que no deja de referirse también a un yo individual que con el uso de la primera persona del plural se amplifica e intensifica.

  

 

 


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