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portada_padre.jpgPadre nuestro
Francisco Magaña
Libros Magenta-Conaculta
México, 2013.

Por Ángel Cuevas
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No. 81 / Julio - agosto 2015


 

 

Reverberaciones

A mi padre,
i. m.

¿Adónde estás, varón de siete llagas…?
Alfonso Reyes

La reverberación, nos dice el poeta, traductor, artista plástico y editor tabasqueño Francisco Magaña en su libro Padre nuestro, “es la persistencia del sonido/ hasta que cesa la causa que la produce”.

A lo largo de las páginas de este libro, los lectores presenciamos la reverberación intermitente de una serie de sonidos e imágenes que, a pesar del tiempo y la distancia, no se extinguen sino, por el contrario, se acentúan y hacen eco de las voces que allí habitan.

En la primera parte de Padre nuestro –que carece de numeración; como si no existiera o como si se tratara de una parte cero– presenciamos la exhumación de una serie de recuerdos pertenecientes a un pasado que bien podría ser el de la inconsciencia del neonato:

Sin saberlo
dejé
que me pusieran un nombre
y me dieran facciones, manías,
esas formas de la repetición
que a veces nos resultan gratas
cuando el recuerdo

Desenterrados, “como si salieran de la tumba”, estos recuerdos evocan momentos de la vida del poeta que parecieran haber quedado impresos en su alma y que de pronto brotaran a borbotones. Cortos, retrospectiva de fragmentos de vivencias y sueños. Hay dolor, desconsuelo… Pero también júbilo, risas frescas y voces de antaño que provienen de “una olvidada canción que allá en la infancia/ era verdad de amor entre los labios”.

Como el anillo que su padre le “había traído de París” a su madre –sin haber ido nunca a ese lugar–, acaso estos recuerdos sean “sólo/ un resplandor insomne// un brillo nimio en la oscuridad”, oscuridad en la que se gestan los nombres, las palabras y las voces que cubren al poeta “bajo el canto del día que se oculta/ entre la maleza/ que apenas descubre su decir/ en la sed sin fondo de la noche”.

Destaca y conforma el tema central del libro, la muerte del padre, sucedida a temprana edad del autor a causa de una trepanación que abrió una herida de la que brota, como de un manantial secreto, el canto del poeta, dirigido –tanto en éste como en varios de sus libros anteriores– a un sujeto múltiple que bien podría ser Dios, su padre, él mismo o nosotros:

por ahora sólo quiero decirte
que tal vez un día te despierte
para decirte que no puedo dormir
que me acompañes
y tal vez entonces
sabré lo que quiso decir mi padre
una mañana

Por el tema, el tono elegíaco, el sentimiento de impotencia ante la enfermedad del padre –permeado por la atmósfera infecta de los hospitales–, y el de desesperanza ante la orfandad, así como por las constantes referencias personales y familiares, ciertamente Padre nuestro se inscribe en la tradición poética hispánica a la que pertenece "Algo sobre la muerte del mayor Sabines".

No obstante, mientras que el canto de Jaime Sabines es sobre la muerte y el entierro de su padre: “Te enterramos ayer./ Ayer te enterramos./ Te echamos tierra ayer…”, el de Magaña exhuma y clama por la resurrección del suyo: “A los tres días rompimos el féretro/ y construimos una embarcación…” Además, a diferencia del poeta chiapaneco, que blasfema en letanía contra la enfermedad, la muerte y Dios, el tabasqueño –“poeta católico a la manera desgarrada e incendiada de Paul Claudel”, como dice Gabriel Bernal Granados, su editor– eleva una plegaria. A la manera del “Padre nuestro” –anunciado desde el título del libro–, pero también como las preces de la coéfora Electra ante el sepulcro pagano de Agamemnón: “Vierto esta agua lustral a los muertos y a mi padre invoco…”

En ese sentido, en Padre nuestro reverbera con mayor intensidad la "Oración del 9 de febrero", ese gran poema en prosa de Alfonso Reyes, donde el autor refiere: “Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas. Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio. Discurrí que estaba ausente mi padre […] y, de lejos, me puse a hojearlo como solía. Más aún: con más claridad y con más éxito que nunca. Logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas.
A consultarle todo”.

Compenetración, comunión, diálogo nigromántico: “Y véase aquí –añade Reyes– por dónde, sin tener en cuenta el camino hecho de las religiones, mi experiencia personal me conduce a la noción de la supervivencia del alma y aun a la noción del sufragio de las almas –puente único por el que se puede ir y venir entre los vivos y los muertos, sin más aduana ni peaje que el adoptar esa actitud del ánimo que, para abreviar, llamamos plegaria”.

Plegaria, Padre nuestro, en la que destellan también reverberaciones de otras obras del autor. Antorchas (1999), por ejemplo, que inicia diciendo: “Mi padre despertaba con las fuerzas celestiales que abren los ojos al mundo y redimen el tedio oscuro del velo”; Maitines (2000), donde revela: “Detrás de las paredes de mi celda, detrás de las palabras no dichas y en el fondo de los ojos de María, está mi padre”; y aun en Corazón de pies cansados (2006), donde si bien elude nombrarlo, hay referencias que parecen aludir a su padre: “Fui al mar a buscarte a medianoche.// Como aquella vez que apareciste/ con el conjuro de una oración/ y el recuerdo/ de una flor de la infancia”. Pareciera que –nombrándolo o no– siempre hablara de él, hablara con él.

Así, estos tres últimos libros (reunidos en Hábitos, ITSC, 2006), en los que, inmersa en una atmósfera de añoranza y duelo, reina la presencia inmanente del “celebrado en ausencia”, prefigurarían Padre nuestro, donde finalmente el poeta encara la muerte de su ancestro y, excavando entre tejidos y raíces, busca la sombra de su padre. Solo para descubrir “que no que no está allí/ que mi padre es el sonido que brilla en la conciencia/ o esa luz en medio de la página…”

O del lienzo, como en los cuadros que conforman sus series Escrituras del sueño (2011) y Las memorias de agosto (2013), cuyas imágenes remiten a lo que brota del inconsciente: ambas colecciones muestran figuras abstractas que parecieran surgir de los fondos que las soportan y con los que contrastan (“pienso en el ying y el yang”, dice el poeta Dionicio Morales sobre Las memorias de agosto): fondos blanquecinos, fantasmagóricos, para los rasgos cifrados, negros y rojizos de la primera serie; y fondos ocres o térreos para las formas claras y luminosas que se abren paso (“nacen”, diría Morales) en la segunda.

Como si el acto creativo implicara para Magaña un excavar profundo que recreara, de alguna manera, la horadación del cráneo de su padre y del suyo propio, como de pronto cobra conciencia: "¿Quién regala una naranja para mi trepanación?" Extracción de la piedra de la locura que reverbera ha tiempo en la cabeza del poeta: una palabra, un “nombre impronunciable”, un sonido que “no cesa/ todavía se escucha / no cesa/ no”.

Es el repique de la cuña y el martillo, que lo atormenta; pero también –cual Atenea tonante nacida del cráneo de su padre Zeus– es la palabra poética, que se abre brecha y estalla. O como dijera la analista junguiana Sallie Nichols: “la palabra creadora […] la encarnación del Logos o principio racional, lo cual es un aspecto del arquetipo del Padre”.

Allí nacen el canto y las imágenes de Francisco Magaña: un acento firme y profundo que conmemora la vida y la muerte de su ancestro, y un nuevo rostro en el que se reencuentra y reconcilia con él; su padre, quien a través de la poesía halla el sosiego y “el resplandor que Dios concede a los difuntos”. Ese rostro es el del hijo del poeta, un eco que hiende la “oscurana”,  donde el linaje y el canto patriarcal –uno solo y el mismo– se perpetúan:

Van y vienen corriendo
sin descanso,
con la alegría del cielo entre sus juegos.

Van y vienen y voy y es otro instante
y otro mundo el refugio, otro mañana.                          

 


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