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Las flores del mal
Charles Baudelaire
Trad. de Manuel J.
Santayana
Vaso Roto,
Madrid, 2014.
 

Por Reinhard Huaman Mori
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No. 82 / Septiembre 2015


La Biblia moderna

Resulta difícil de creer —para algunos, sobre todo—, pero hasta la invasiva irrupción de Internet en nuestras vidas, el acceso al conocimiento solía darse principalmente a través de enciclopedias, atlas, diccionarios y otras publicaciones de “primera necesidad” que ocupaban un lugar especial en casa o en la de algún otro familiar o amigo. Este era el kit básico de “primeros auxilios y supervivencia”, repartido entre gruesos tomos y colecciones, con el que bregábamos año tras año hasta la consecución de aquella victoria pírrica que es la educación secundaria.

Entre esos imprescindibles volúmenes había uno que destacaba por su formato y su sobria presentación, así como por su carácter hereditario o por su mera función de paliativo espiritual:
la Biblia. Algunas ediciones nos resultaban vistosas por su encuadernación en piel, la textura del papel o por los dorados que relucían en el lomo, la cubierta y en los bordes de las páginas, justificando su presencia y su valor milenario. Hoy en día continúan siendo pocas las obras que, ya sea por genialidad o trascendencia, cuentan con el privilegio y el feliz consenso de ser publicadas de esta manera. Una de ellas es, sin objeción alguna, Las flores del mal, de Charles Baudelaire.

En esta ocasión, Vaso Roto ha reeditado con mucho tino este clásico de la poesía francesa, ofreciéndonos una nueva y loable versión al castellano por parte del poeta cubano Manuel J. Santayana, quien ha dedicado su esfuerzo en mantener no solo la rima y la versificación, sino también los “signos expresivos allí donde el poeta los colocó”, casi siempre suprimidos en anteriores traducciones. Sin embargo, el atractivo principal lo constituye su robusta y elegante figura: un singular cofre de 16 x 18 cm. de tapa dura con los bordes exteriores de color rojo, que contiene los poemas tanto de la primera edición, aparecida en 1857, como de aquella censurada —aunque ampliada— de 1861; además de aquellos que fueron añadidos a modo póstumo en 1868. Asimismo, la cubierta y las guardas han sido convenientemente ilustradas con fotografías de Fiona Morrison Porta, basadas en retratos de Baudelaire.

Es innegable la profunda influencia que Las flores del mal continúa ejerciendo en la poesía contemporánea: su aparición marca un antes y un después para los poetas occidentales, configurando la gran línea que divide lo antiguo de lo moderno –como ocurre con los Testamentos. A lo largo del tiempo, su autor, un ángel caído en desgracia, se ha visto denostado y reivindicado, señalado y sacralizado, pues supo ver en el hastío, el escepticismo y la bajeza humana un cristalino manantial en el cual revitalizarse, cuando lo único que existía entonces era un extenso desierto plagado de retoricismos y de poéticas agotadas que no hacían más que morderse la cola.

Gran visionario, su monocromática retina reprodujo aquellos oscuros y decadentes escenarios que se escondían en las grandes ciudades, efigies sublimes del progreso. Baudelaire nos habla, no sin desazón, del plomizo hervidero por el que transitan el desapego y la miseria, encarnados en personajes anónimos confundidos entre la multitud, “a través del tumulto de las urbes rugientes”. El hombre de la modernidad, víctima o antihéroe —o ambos al tiempo— está personalizado en cada loco, mendigo, prostituta, anciano o minusválido que deambula por esa “Hormigueante ciudad” llamada París.

Según las diversas temáticas que aborda, Las flores del mal puede leerse también como un profundo descenso moral, espiritual, físico y psicológico, de ahí que continúe tan actual entre nosotros, pese a que la musicalidad y el ritmo de la actual poesía ha ampliado sus registros. Maestro y precursor, será siempre recordado por cantar con la misma devoción al vino, a los gatos o al mismo Satanás. Su fijación por la mujer exótica y por las bajas pasiones lo encumbraron como el poète maudit por antonomasia, aún cuando todo esto haya supuesto su propia ruina. Y es que para llegar hasta el Parnaso hay que pasar por el infierno, indefectiblemente.

Son éstas, por tanto, algunas de las principales razones por las que el presente libro no puede faltar en nuestras estanterías. De hecho, así como en algunos hogares hay más de una Biblia, sé de otros tantos en los que conviven más de un ejemplar de Las flores del mal sin que ello suponga un conflicto. Dentro del amplio y colorido jardín de las traducciones al español que circulan, la de Vaso Roto se erige como una tentadora y muy atractiva opción a tener en cuenta: los pétalos amarillos que cercan la mirada de Charles Baudelaire en la cubierta intensifican la provocación y el desafío que este poemario todavía despierta entre nosotros, hypocrites lecteurs.



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