Cielo azul, mundo gris, espejos
Las montañas del noroeste de Mongolia, valles y altos picos del Altai, son el solar del pueblo tuva, de su tradicional pastoreo nómada, sus tiendas de fieltro; es también el espacio de los relatos de Galsan Tschinag (1944), quizá el único escritor mongol cuya obra se ha difundido ampliamente en Europa. Por ejemplo, Cielo azul, libro premiado en Alemania y traducido a numerosas lenguas, incluido el castellano. El narrador es un niño, el pequeño de su familia, y por su voz pasa el curso de lo cotidiano, el circuito de los rebaños que van a pastar, el ritmo de una naturaleza hermosísima e implacable que todo lo empequeñece; y puede el lector ir reconociendo sus hilos: el elemental de la sucesión de las estaciones, siempre afilado en la vida de los detalles, o el documental que se detiene en las tareas y los aperos, en las comidas y la conducta humana, o el que va atravesando una lengua remota, asumiendo la adherencia de sus ritos y fórmulas. La escritura de Tschinag es tan viva, tan flexible, que resiste todas las pruebas –las del cliché y la exaltación, las de lo exótico y lo fácilmente naturalista– y, sobre ese tejido fundamental que hace legible un mundo tan ajeno, consigue momentos de memorable intensidad, escenas que valen de por sí. El niño adopta a una abuela, lanzándose a los brazos de una anciana calva y desamparada y negándose a soltarla hasta que logra que se integre en la familia; el fluir de la relación de ambos, la transmisión del saber, los sueños y sentimientos compartidos, supone un admirable ejercicio de pulso narrativo en su extrema sencillez, preservando siempre un activo espacio de extrañeza, cuña que hiende la rutina.
En medio de una primavera heladora, la familia dedica largas sesiones a ordeñar apenas unas gotas a las ovejas famélicas; el instrumento, junto a las manos, es el canto, una música salmódica surgida en un taller fonético de frases improvisadas, reiterativas, asombrosamente poéticas. Y el niño encuentra entonces en su boca los versos que le permiten hablar al mundo y pensarse a sí mismo. La mirada del niño es –desde su vínculo físico, inmediato, con la lengua– la clave de la narración, lo que hace vibrar el delgado límite entre lo animal y lo humano, permeable sin embargo a los afectos, lo que permite la infiltración de lo nuevo en el poroso cuenco de una cultura intemporal. Y eso, hasta el estallido que abre crudamente una madurez prematura, cuando a la muerte de la abuela y las enormes pérdidas en los rebaños, se suma la muerte del perro, el ser con el que más horas convivía, envenenado en una trampa de caza. La catarsis de ese niño poeta adquiere una violencia temible, que explota en improperios contra los dioses y los padres, una rebelión desgarrada: la conciencia existencial surge en la experiencia de la pérdida y de la no aceptación. La identidad como poderosa energía negativa que se aferra, sin pactos, a la vida. Pocas veces cabe leer una expresión tan dura y transparente del destino humano sin paliativos, como ésta del niño narrador.
La naturaleza es, pues, grandiosa, extraordinaria, y también, quizá sobre todo, cruel. Y las gentes, los semejantes, llegan en esto a superarla. La experiencia de la escuela estalinista, en El mundo gris, suma a sus componentes previsibles la imposición de la lengua oficial (el mongol frente al tuva) o la obsesión por eliminar las tradiciones nómadas. Y la protagonista de Dojnaa –el otro libro de Tschinag traducido al castellano– conoce el machismo social de las presiones y los sobreentendidos, de los papeles obligatorios, y el individual arraigado en la psicología del marido, en su tortuoso proyecto de dominación. Dos formas de una maldad más dañina que la de las heladas y los lobos. Pero siempre, en estas novelas, la lucha a brazo partido contra todo sistema de opresión; siempre, también, lucha contra uno mismo, como una revolución necesaria y dolorosa de la intimidad. Así, Dojnaa se presenta en el campamento de quien había intentado abusar de ella y, al fracasar, había lanzado la bomba de la murmuración; allí llega de noche, con el rifle heredado de su padre, y ante los ojos de todos mata a tiros a un perro de esa familia, permanece quieta para no perderse los detalles atroces de la muerte,
y luego les da la espalda lentamente, sintiendo el silencio ganado.
¿Novelas? Algunas lo serían, sin duda; pero un fuerte hilo autobiográfico va componiendo un fenómeno singular: con su potencia literaria elaboran un mito, cuyo protagonista es el autor. Tschinag estudió en Leipzig, en los tiempos de la RDA, y desde entonces su lengua narrativa ha sido el alemán. Vuelto a Mongolia, fue sucesivamente expulsado de la Universidad en la que era profesor, de un periódico, de unos estudios de cine, aislado y sometido a marginación; pero, a la caída del comunismo oficial, su éxito europeo, el continuo interés de los medios, las películas, documentales, entrevistas, hicieron de él un personaje mediático, que decidió asumir el papel de líder de la minoría tuva y defensor de sus tierras y tradiciones. La caravana cuenta la marcha de centenares de personas y animales, durante 105 días, a través de estepas, desiertos y montañas, hacia su comarca originaria, en una epopeya insólita a
la altura de 1995, haciendo abstracción de las peripecias que la mirada corrosiva del héroe –héroe atípico– no deja de anotar: borracheras y robos, mezquindades e infortunios, con el premio del Altai al término. Según recoge el libro más reciente que conozco, Chamán, publicado en 2008, Tschinag, después de una década residiendo en Ulan Bator, la capital mongola, como representante tuva de facto, decide regresar al nomadismo en el cierre de su vida, y es recibido con los honores de un jefe, un santo, el más poderoso chamán de este tiempo.
Es el último desafío, apasionante, de su obra, y no sabría pronunciarme acerca de él: la creciente implicación entre lo real y lo mítico, la desembocadura de todos los elementos en la figura de quien los reúne y se mira en ellos, cómo gestionar –en definitiva– el ser un mito viviente: el mito ha sido elaborado por él mismo, pero a la vez existe con independencia. Solo tal vez la escritura puede salvar este reto imposible, una escritura que fluye con lentitud en la descripción de la naturaleza y en los meandros ceremoniales, pero de pronto restalla como una cascada. O crece con las aguas de una inundación, arrollándolo todo. Como en una de sus escenas fundadoras: la beca en Leipzig depende de una redacción sobre el futuro imaginado para uno mismo; se debe escribir en ruso, del que era un estudiante mediano; su rival es rusoparlante, educado en una escuela oficial. Este escribe medio folio impecable de ortografía, sintaxis e ideología, mientras Tschinag se arrebata en un torrente de folios, cuajados de faltas, pero –adivinamos– con ese poder incontenible que ha marcado su vida. Y de modo milagroso, el tribunal, movido por un viejo profesor al que nunca conoció, se inclina ante la escritura.
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Lecturas.
-Galsan Tschinag, Cielo azul. Traducción de Cristina García Ohlrich. Madrid, Siruela, 1995.
–, Le Monde gris. Traducción al francés de Dominique Petit. París, Métailié, 2001.
–, Dojnaa. Traducción de Joaquín Polo Marco. Tafalla (Navarra), Txalaparta, 2007.
–, La caravane. Traducción al francés de Dominique Pettit y Françoise Toraille. Arlès, Philippe Picquier, 2006.
–, Chaman. Traducción al francés de Isabelle Liber. París, Métailié, 2012.
(Este texto ha sido publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento del diario El Norte de Castilla)
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