Raúl Renán, mi desconocido amigo

Humberto Musacchio

A fines de los años sesenta, cuando Juan Rejano publicaba mis primeros textos en el suplemento de El Nacional, el nombre de Raúl Renán andaba por todos lados. Era de los asiduos a la tertulia sabatina que sesionaba en la librería de Polo Duarte, pero pocas veces recuerdo haberlo visto en la cantina contigua, El Golfo de México, o en el Salón Palacio, donde pasábamos a dejar el monto de nuestras colaboraciones en La Revista Mexicana de Cultura.

En aquellos bebederos se daba cita un grupo de jóvenes que hacían sus primeras armas en el periodismo literario, como Manuel Blanco, El Booker Jesús Luis Benítez, Alejandro Ariceaga o Juan Manuel Torres, para citar sólo a los muertos. Presidían las figuras, que considerábamos patriarcales, de Alfredo Cardona Peña y Otto Raúl González, entonces apenas cincuentones, aunque ocasionalmente llegaban otros próceres, como el propio Rejano, el arquitecto Lorenzo Carrasco o el escultor colombiano Rodrigo Arenas Betancourt, autor del Prometeo de la Ciudad Universitaria y del Cuauhtémoc de la SCOP.

Por la mesa de esa pandilla pasaba mucha gente y en ocasiones Raúl Renán, quien desde entonces me pareció un hombre medido, pues a diferencia de nosotros no pretendía acabarse el alcohol ni acabarse con él, como nos sucedía a varios de nosotros. Lo recuerdo como un hombre amable, respetuoso, de fino sentido del humor y joven, tan joven, que me sorprendió saber que hoy celebraríamos sus primeros ochenta años.

La necesidad de ganar la pitanza, las distancias de esta ciudad y la vida nos llevaron por rutas distintas que a veces se cruzaban en la redacción de periódicos y revistas, en exposiciones y lecturas o en los cafés, donde Raúl formaba parte insustituible del paisaje y, según ciertas versiones, hasta del mobiliario. Por amigos mutuos supe de su trabajo como publicista, del que poco o nada he platicado con él, pese a que es una actividad que desempeñaron con brillantez personajes de la talla de Salvador Novo y Fernando del Paso, Gabriel García Márquez y Jomi García Ascot o los poetas Francisco Hernández y José Carlos Becerra, Guillermo Fernández, Antonio Castañeda y Francisco Cervantes, un Vampiro que chupaba sangre y alcohol, pero que en el fondo era un ser inerme y bueno.

Pero Renán era para mí un perfecto fantasma. No lo veía, pero sabía que andaba por ahí. Veía su firma en poemas sueltos, escuchaba su nombre cuando alguien hablaba de un buen tallerista literario, de un especial animador de vocaciones, de un impulsor de revistas literarias y periodiquitos estudiantiles, de sueños y locuras juveniles que lo han tenido como santo patrono.

Ignoro si publicó algún libro temprano. El primero que conocí de él fue Catulinarias y sáficas, obra aparecida en 1981. Después cayó en mi poder Los urbanos y del mismo modo, casi por casualidad, me fui enterando de otras producciones del maestro Renán, quien desplegaba una silenciosa obstinación en su trabajo literario, pues es, creo, de los que piensan que antes de cacarear el huevo hay que ponerlo.

A fines de los ochenta le fue impuesta la Medalla Yucatán y poco después el mismo estado le entregó el Premio Antonio Mediz Bolio. Era, pues, un poeta leído y reconocido, pero no conocido. Se sabía que era un yucateco avecindado en esta ciudad desde mediados de los cincuenta, cuando vivía sus últimas horas de esplendor el café París, al que iba Raúl con curiosidad provinciana y una sed intelectual y vital que intentaba saciar en aquel legendario bebedero. Después, en otro café, llamado El Alto, echó a andar el extraño, generoso y excelente proyecto editorial de La Máquina Eléctrica y después otra idea aún más loca que puso en práctica en sociedad con Carlos Isla: poemas metidos en cajas de cerillos, “poesía en llamas” que muy pronto se consumió.

Conocía esas cosas, pero no mucho más. Fue en una semblanza que escribió Myriam Moscona donde por fin pude entender a mi viejo conocido. Supe de su infancia de abandono y de trabajo, de su terco afán por la poesía, de su recato, de su negativa o su imposibilidad para ocuparse en sus versos de los años de infancia en Mérida, en el barrio de San Sebastián, donde las condiciones debieron tan duras, tan dolorosas, que la memoria prefirió guardarlas bajo llave.

Por aquella semblanza me enteré de su llegada a México, del contacto con Álvaro Mutis y de su incursión en el psicoanálisis, del que salió con la convicción de que somos principio y fin, de que no hay más estirpe valedera que el trabajo propio y que el poeta, como él lo dice, es “un ser con la posibilidad del canto y del misterio”, único e irrepetible, principio y fin. Por eso se atrevió a decir a sus hijas: “Conmigo empieza todo”.

A los ochenta años que hoy celebramos, Raúl Renán es el autor de su propia fábula. Con él empieza todo.

 

 

 


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