No. 83 / Octubre 2015 |
* Encuentros con escritores memorables. Por acuñar una frase. El primero fue Ralph Manheim (traductor de Grass y Handke, entonces como ahora los dos autores alemanes vivos más reconocidos, pero también de Brecht y Céline y Danilo Kiš y muchos otros --¿A alguien le suena Mein Kampf?), quien me invitó unos tragos en su departamento de París. Nativo de Chicago, si recuerdo bien, y parte de la gran generación de traductores estadounidenses producidos por la guerra. 1980, 1982, por ahí. Las seis de la tarde. La hora exacta. Llego, me reúno con él y su encantadora esposa, quien había tenido una embolia y estaba bajo su cuidado. Siento un vínculo con él: la forma inusual, “adelgazada” de escribir nuestros nombres, el suyo lleva solamente una n, el mío tiene una solitaria f en el mismo lugar, además de que, al haber nacido en 1907, él tiene exactamente cincuenta años más que yo. Hablamos del insufrible de Handke, quien también vive en París y con quien, me dice en una galante adaptación del refrán alemán (que originalmente está en forma negativa) “ist gut Kirschen essen”, sí puedes compartir un tazón de cerezas, es decir que es una persona sociable, generosa y poco complicada. Yo discrepo, pero él lo dice, y tal vez tenga razón después de todo. (Años más tarde, estoy con unos amigos en París. Muy tarde, mucho después de la cena, tocan a la puerta y es Peter Handke, que siempre va caminando a todos lados, y llega sin avisar con su sombrero lleno de hongos que ha recogido. Inmediatamente los cocinamos y comemos, y Handke, con su bronceado, fuerza y amabilidad, y su firme apretón de manos, me sorprende, y pienso en las cerezas y los Manheim). Me bebo una cerveza, ellos beben whisky. Ralph ha llegado desde su oficina que está en otro edificio. De ahí, entonces, la noción de que tiene un trabajo, de que cubre un horario regular, cierra y vuelve a casa. No permite que éste se derrame avariciosa o desfiguradoramente sobre su vida. Pienso, si acaso pienso, en mi padre que escribe en casa, dictando -lo que es más- a mi madre, en lo que se hace llamar nuestra sala de estar. Su escritura está por todos lados, llena todas las frecuencias, llena nuestro espacio familiar, gobierna nuestras vidas como la economía nacional. * Traduzco para intentar lograr algo. Cuando tuve en mis manos por primera vez mi primer libro de poesía (de la menor extensión permitida por la Biblioteca Británica, cuarenta y ocho páginas incluyendo preliminares), pensé que se iría volando. Para reparar un déficit de literatura en mi vida. Mi malaconsejada versión del cartesianismo: traduco, ergo sum. Malaconsejada porque el traductor no posee un ser, ni debería ser visto u oído, debe ser (qué aburrido) fiel, debe ser (más aburrido) un plato de cristal. Pues ¡CRASH! * Muchos, si no es que la mayoría, de los traductores utilizan un idioma, o idiomas, adquirido y el propio, y en éste, según Cristopher Logue, tienen que ser verdaderamente buenos. (Nunca confío en la gente que traduce desde y hacia un idioma: ¿Que no hay algo insalubre en ello, como beber de la bañera?) Esto conlleva un cierto desapasionamiento para con su trabajo, bata de laboratorio, pinzas, campana de extracción. Pero mis dos lenguas son “mías”: el alemán, mi llamada lengua materna, y el inglés, que no recuerdo haber aprendido a los cuatro años, y que fue el primer idioma en que leí y escribí. En ambas lenguas he vivido, son primordiales: la de la familia y los primeros nombres y, ahora, la de la compañía y el amor; la otra nacida de décadas de asimilación, espero, indetectable y exitosa a Inglaterra. ¿Sin cuál debería quedarme? * Hacia el final de mi traducción de The Film Explainer, la novela que escribió mi padre sobre la Alemania provinciana en los años 30 y 40, sobre su abuelo, mi bisabuelo, podemos leer: * Traducir es la producción de palabras, cientos de miles de palabras, hasta ahora muchos millones de palabras. Prefiero los libros cortos, soy flojo, soy un poeta, usualmente una página es mucho para mí. Pero incluso los libros largos se han acercado sigilosamente hacia mí y me han atravesado. The Radetzky March tal vez unas 140,000 palabras. Dos largos Falladas, doscientas mil cada uno. Los cuentos de Fallada, otras cien mil. Ernst Jünger 130, 000, y un montón de otros libros de guerra, ¿cómo me metí en eso?, cómodamente cuatrocientas mil. Sesenta libros, millones y millones de palabras, como millones y millones de números, como π, un número irracional. Una vez que me doy cuenta de que empiezo a repetir (…3141592), prometo que después me detendré. * Es toda una distracción a escala industrial, la “voz aún pequeña” de la poesía sobredecibelada, mis recursos enclenques demasiado forzados, el debilucho de 40 kilos que corre infelizmente como loco con el expansor de pecho. Como dicen Nietzsche y Junger, esto te mata o te hace más fuerte. Otra vez, ¿cómo sucedió? Por la lealtad a mi padre novelista: la prosa. Por mi naturaleza alemana: Tüchtigkeit, producción vigorosa, industria, diligencia. Por la insatisfacción con mis propios métodos de papar moscas y rascarme el ombligo: tareas desgastantes en secuencia ininterrumpida. Por un deseo de hacer más libros, más pesados: la traducción. Dadas sus elecciones, ¿de qué se encargaría el distraído Narciso? ¡Claro, de los trabajos de Hércules! * Si quieres que alguien cuide tus oraciones, ¿quién o qué mejor que un poeta? Si quieres que alguien regule, que regule con dedición, tu léxico, le dé cadencia a tu prosa, enlace un principio con un final, contraste el final con el inicio, conduzca una mecha verde por las ramas grises de las cláusulas, un poeta. Si lo que buscas es una prosa con dignidad, sorpresa, orden, atención a los detalles. Por eso, el primer apartado del libro de las electrizantes traducciones libres de Tom Paulin, The Road to Inver, es su versión del inicio de La plaga de Camus. La prosa. Bueno, hasta cierto punto. * ¿Y los recursos, las herramientas? Bueno, pueden ser cualquier cosa. A veces, cuando me han gustado ciertas imágenes en alemán, especialmente cuando eran cosas que desconocía, y que por lo tanto me daba la impresión de que no todos sabrían en alemán, dejaba que resaltaran. Poco comunes en alemán, ¿por qué no nuevas en inglés? En Each Man Dies Alone aparece esto: “El actor Max Harteisen tenía, como a su amigo y abogado le gustaba recordarle, mucha mantequilla en la cabeza de antes la época de los nazis.” Hay una nota al pie sobre esto, pero yo no la hice: yo la hubiera dejado fuera. Mantequilla en la cabeza, ¿no es una expresión adorable? O esto, de una nueva novela, Seven Years, de Peter Stamm, una escena en la que dos arquitectos intercambian consejos entre colegas: “Berlín es como El Dorado, dijo, con que estés medio presentable, puedes hacerte de una nariz de oro.” Nada más fácil que haber dicho: “llenarse los bolsillos” o “hacer dinero fácil” o “toneladas de dinero”, pero lo no quise así: me había sorprendido demasiado la nariz de oro, ¡qué expresión tan perfecta de la brecha económica: una protuberancia tan fútil, prácticamente sifilítica! * Pero ése es el problema: ¿De quién van a ser las palabras que vas a usar, si no son las tuyas? Revalorizando a Buffon, Wallace Stevens dijo: “Un hombre no tiene elección sobre su estilo.” ¿Por qué no debería suceder lo mismo con un traductor como lo es sobre John Doe, el autor? Se cree que tomas el original, lo pasas por el diccionario y realizas cincuenta o cien mil transacciones separadas de manera hermética, traduciendo, en efecto, a ciegas y hacia un lenguaje que no es ni tuyo ni de nadie. ¿Es eso un libro? ¿Cada palabra sacada de su empaque a prueba de contexto? No veo cómo un vocabulario personal y una gramática personal y un ritmo personal -al menos en donde existan, en cualquier persona suficientemente desarrollada para tenerlos - pueden ser descartados. Los chocolates tienen advertencias de que han sido producidos con maquinaria que ha entrado en contacto con cacahuates; ¿por qué las traducciones no las tienen? Pero entonces no solamente se diría “ha escrito el poema moderno ocasional”, sino también “le gusta el punk” o “tiene familiaridad desde su juventud con las obras de Dickens” o incluso “lee The Guardian” o “sigue the Dow” o es “fan de P.G. Wodehouse.” (Sí, querido lector, yo soy todos estos) Pero todos estamos contaminados. Tengo una atroz admiración pero no mucho respeto por la gente que traduce con un léxico contemporáneo a la mano para que una traducción de un libro antiguo “garantice” no contener ninguna palabra que no existía -aunque sea en la otra lengua –en el momento en que fue escrito. Sí, es ingenioso; disciplinado, ajá; plausible, claro; pero es completamente mecánico. Incluso si utilizas vocabulario del siglo XVIII, lo más seguro es que no lograrás ni un solo enunciado que hubiese recibido el visto bueno en el siglo XVIII. (Existe una diferencia entre un pianista y un afinador de pianos.) Mientras tanto, tu lector del siglo XXI te lee ¿con qué? - ¿Con su alma de párroco dieciochoesco? ¿En su e-book? * Yo quiero una traducción para aportar una experiencia, y quiero, como traductor, hacer algo diferente. Entiendo que ambas metas pueden parecer un tanto inusuales, incluso inadmisibles. Puedo ver que la idea de mí como escritor se apoya en, o incluso difumina, la idea de mí como traductor (después de todo, no necesito el libro de alguien más para romper el silencio: yo soy, si te parece, el ventrílocuo del ventrílocuo). Para mí traducir un libro es una alternativa o una extensión (¡un multiplicador!) de escribir un ensayo o un poema. Un amigo mío editor me hizo el favor de soñar un mundo donde se pensaba en los libros no por autor sino por traductor (¿quién es finalmente al que se le ocurren las palabras en la página?): así que, Pevear/Volokhonsky, no un Tolstoy; un Mitchell, no un Rilke; una Lydia Davis, no un Proust. * Entonces un lector mal agradecido siempre cree apropiado quejarse: “usa palabras que no se ven en los libros a menudo y su gramática suele ser torpe” (lo que me parece más gracioso cuanta más atención le pongo: el tono maravillosamente agravado y denunciatorio; el hermoso error, torpe en su imitación, una suerte de oración yuxtapuesta sin puntuación; la implicación absurda de utilizar más palabras en el discurso [es decir, que el inglés escrito opera con un sistema más bien afrancesado de restricción de vocabulario]; la oracioncita gris que fanfarronea sus dos melosos adverbios). En alguna reseña me describen como “generalmente confiable” (lo cual, en otro estado de ánimo, vería como un insulto) y a continuación critica mi uso de “no-palabras poco elegantes” como “chuntering” (hablar de forma inarticulada, baja) y “squinny” (que viene de squint, obviamente) y ambas me parecen no sólo perfectas, sino perfectamente adecuadas (y ¿desde cuándo existe un edicto universal para la elegancia o para el uso frecuente?) y luego el mismo crítico nos confía que preferiría (a ciegas) leer versiones de mis predecesores de hace ochenta años, Cedar y Eden Paul, cuyos nombres suenan como el padrino y la madrina del Partido del Té: ¿quizá debería contrariarlo negándole todas mis demás traducciones “generalmente confiables”? La novelista A.S. Byatt hizo una breve lista de palabras que según ella no debieron aparecer en mi traducción de la novela más reciente de Joseph Roth, The Emperor’s Tomb (publicada por primera vez en 1938): “a ways”, “guissed up”, “sprong”, “sharp cookie”, “gobsmacked” y (creo que más bien arbitrariamente) “pinkie”. La trama de la historia abarca la segunda guerra mundial, solamente los primeros términos que menciona Byatt son “anteriores”, los demás son “posteriores al diluvio”, lo cual considero importante. Cuatro veces me encogí de hombros. Incliné un poco la cabeza por “sharp cookie” (si el inglés aceptase “Sharp biscuit” lo hubiera usado sin duda) pero el único que me tenía inquieto era “gobsmacked”, que es un vulgarismo que no figura en mi repertorio discursivo, no se diga en libros, o al menos eso pensaba. Cuando lo encontré en Roth, me di cuenta que lo decía un personaje de nombre Stettenheim, un estafador –von man– a quien describe como un “vulgar prusiano”. Incluso esto, la presencia de una palabra que no uso, no me parecía tan mal. * Puntos sencillos sobre el método. Yo solía escribir un borrador a mano, casi siempre de noche: al día siguiente buscaba palabras (una monserga, casi siempre eran palabras que ya conocía, pero en este punto sentía que aún necesitaba corroborarlas: la gente que no busca las cosas es generalmente quien no las conoce), y luego pasaba en limpio lo que ya tenía listo: nadaba por la tarde y en la noche escribía, en bruto, algunas páginas siguientes. Cuando llegaba al final del manuscrito le hacía una fotocopia grande (tamaño A3), y le garrapateaba anotaciones, trabajando siempre, o casi siempre, en inglés. A estas alturas el procesamiento de las palabras ya se había simplificado y acoplado enormemente. Lo que restaba era completar algún borrador lo más rápido posible, olvidarme del alemán y revisar, sin fin. Diez veces, veinte veces, más. Si hay alguien que escuche, me gusta leerle en voz alta. Releo mis propias traducciones mucho después de publicadas, mucho después de agotadas. Es posible, reconozco, que me aleje de un original, pero creo que en general eso no pasa: todos mis instintos, incluso bajo presión, son precisos y fieles. * Con el tiempo me he vuelto más seguro de mí mismo, y más comprometido conmigo mismo. Aún no estoy seguro si alguna de estas cosas es buena, pero de nuevo ambas son posibles. A lo largo de sus carreras le ocurre lo mismo a un doctor, a un corredor de bolsa, a un piloto comercial. Se trata en parte de una experiencia generalizada, en parte de una larga asociación con autores y épocas particulares (los veinte y los treinta: Stamm, Roth, Fallada, mi padre) pero también ha dado lugar a un sentido de “así hago las cosas” incluso a un “así es como quiero que salgan las cosas, y deberías estar satisfecho con ello”. No hay nada más agotador que dar la cara por uno mismo, pero puedo hacerlo cuando la necesidad me obliga. Respaldo mis sentimientos por las palabras contra los de cualquiera, sé que tengo algún grado de impaciencia (no me gusta hacer escándalo) y también hay algo de impetuoso e impredecible en mí. Así es la cosa. No quiero presentarlo como una dispensa caracterológica generalizada, pero creo que en mi caso probablemente está bien. |