No. 85 / Diciembre 2015 - Enero 2016


Notas sobre la traducción de poesía*

Francisco Torres Córdova

 

I. Un posible acierto

Escribir una palabra en lugar de otra para que diga aquí, en esta lengua materna, lo que dice allá, en su lengua original. Y no solo eso, sino una palabra cuyo imposible afán es ser la misma, pero con una lengua de por medio: esa distancia que parece mínima y que es en realidad inmensa, aunque se trate de la palabra más simple y transparente, si acaso en la traducción literaria las hubiera. Tarea altamente propicia para el error, la distorsión y al cabo la traición –se ha dicho tanto–, es internarse en ese espacio del poema original sin correr el riesgo de perderse. Se trata de un viaje en varias direcciones simultáneas que impone al traductor una lectura radical, sin concesiones, que busca y requiere todos los sentidos y matices posibles, por el frente y el envés de las palabras y entre ellas, en su lado preciso y luminoso y en la sombra en que a veces cifran sus sorpresas, su poder inesperado; escuchar lo más cerca posible y con el mejor oído los pulsos de su tiempo –que es ritmo–, y su espacio –que es raíz y aliento de una historia, en un sinuoso ir y venir que a cada paso descubre y trabaja la lengua del original y a cada paso recuerda y cuestiona la propia, en un ejercicio de aprendizaje y memoria de ambas lenguas que no termina nunca. Hacer ese viaje que tampoco alcanza del todo su destino –la cabal y absoluta comprensión del original–, ni en rigor logra del todo su regreso –el texto que desemboca en la lengua receptora, la materna, pues éste siempre llegará, en el mejor de los casos, sutilmente maltrecho, discretamente mutilado, desleídas las vetas de sus colores y sonidos, romas las finas aristas de sus matices y tonos. Y es que de la lengua original el traductor siempre sabe menos de lo que de ella y en ella sabe y siente el autor al escribirla, al tiempo que, en el otro extremo, descubre su propia lengua incesantemente en entredicho. La traducción, y más aún la de poesía, es siempre porosa y equívoca, pues mientras el original está en su elemento, pleno aun en sus fisuras y huecos, el texto que genera es una constante zona de duda, un terreno movedizo, inestable, ambiguo. Al final, el pretendido espejo de la traducción inevitablemente distorsiona a las dos lenguas que en él se miran, pues su encuentro pone en evidencia la condición humana que se organiza y articula en ellas, que es la que las une y, en su expresión, las diferencia. En rigor, no hay equivalencias absolutas; la naturaleza de las lenguas lo impide; pequeños matices generan entre ellas enormes diferencias.

Pero ¿no precisamente se trata de eso, de las diferencias que se encuentran? La traducción es el arco mismo del diálogo superior de las diferencias; por la traducción es visible al menos el contorno del espíritu que sopla en el misterio del Otro. ¿Y no es esa otredad y su distancia lo que seduce y somete al traductor a una tarea imposible, dicen algunos, Dante, por ejemplo, aunque necesaria, incluso imprescindible, dicen otros, como Nietzsche y Goethe?

En un viaje de esa magnitud –que cabe en una página con digamos veinticuatro versos– es imposible no perderse. Sin embargo, en su condición de error inevitable y perpetuo, la traducción, y no solo la literaria, inaugura también los espacios del posible acierto, que no es poca cosa cuando se trata de la comprensión del Otro. Ese yo mismo a sus ojos.


II. De arcos y palabras

El Otro siempre está lejos. En esa distancia, para encontrarse basta un mínimo gesto, apenas una palabra; para perderse, también. En el arco de la comunicación, entre el emisor y el receptor, sus alternancias y pausas de silencio, se abren y cierran las certezas y dudas de la distancia que los aparta, pero también delinea su contorno, y frente a frente, de canto o de espaldas, hacia adentro y hacia afuera, los ubica y vincula. En ese espacio, que es horizonte o abismo, las fuerzas que libera o concentra, que cultiva o destruye, dejan su huella, su historia en el cuerpo y el alma: así un ademán, una palabra, un tono de voz, una mirada. Es un espacio severo e incierto que sin embargo constantemente renueva sus recursos y esperanzas, porque cons-tantemente pone en evidencia su necesidad y urgencia en la vasta soledad humana. “Para lo esencial estamos indeciblemente solos”, decía Rilke al joven poeta de sus cartas. Y sin embargo, decimos. Nos arriesgamos seducidos por el deseo, por la ilusión de ser un poco con el Otro. Decir esa soledad es decirnos; es la promesa de un encuentro.

En la traducción de un poema, surgido de esa soledad, el Otro, su distancia, se acendra en las palabras. En el arco que tensa y arma la traducción −lengua fuente-lengua receptora−, el lenguaje pulido y trabajado del original involucra todas sus fibras, los hilos con los que precisamente habrá de tejerse la posibilidad de su entrega. Entonces, desde la lengua receptora tomarle el pulso a esa distancia es esencial: acercarse demasiado altera los rasgos, el sentido y perspectiva inherente a las palabras, el aliento que las impulsa, el espacio que requieren, y aunque pone en evidencia el anhelo de identidad absoluta entre las dos lenguas, también delinea los bordes de su absurdo: el poema traducido siempre será distinto, siempre y cada vez será otro de nuevo.

En el extremo opuesto, mantenerse demasiado lejos es no reconocer las palabras, que son el acto mismo del poema, su textura, que es decir su historia y su mundo, por lo tanto también el impulso que en un principio incitó el amoroso afán que la genuina traducción implica. La lengua receptora que no se acerca al texto original, que no lo busca o lo investiga, que no le propone con rigor su intuición e inteligencia, en un acto doble que la enriquece y la vulnera, la confirma y la expone, no se compromete con la lengua original ni consigo misma. Ni siquiera entonces traiciona al texto que traduce; se traiciona.

¿Cuál es entonces la distancia adecuada entre las lenguas que en la traducción se articulan? Porque el texto original, el Otro, es a la vez fascinante y peligroso, su traducción impone y requiere, me parece, el roce de las palabras no su desgaste, a través del flujo, la trama y movimiento de varias distancias, en esa zona viva de la traslación fiel al original, pero autónoma en la lengua receptora. Zona de la diferencia que despertó el deseo, la esperanza del encuentro. Sinuoso juego de seducción que, como tal, a veces concede algo de lo que promete y oculta.


III. De la nada a lo mínimo

El poema es una criatura frágil. En la mayoría de los casos, se construye con dificultosa lentitud, en una oscilación constante entre silencio y palabra, y palabra y verso, tiempos, tonos, matices y ritmos, para levantarse con firmeza y arraigo en la cultura de su lengua y decir algo que de otra manera sería imposible. Es frágil y es vulnerable. Una mala lectura, un equívoco en la notación delicada que supone, un paso en falso en el sutil proceso racional y no que exige a veces descifrar sus claves ‘porque siempre las tiene y las ofrece’, puede derrumbar con enorme facilidad su arquitectura hecha de ritmo y sentido y convertirlo en un enjambre ruidoso de palabras. Rilke lo expresa de esta manera: “Ni una palabra en poesía (quiero decir, aun cada “y” o “la”, “el”, “lo”) es idéntica a la palabra del mismo sentido que se emplea cotidianamente o en conversación; el orden más estricto, la gran relación, la constelación que adquiere en el verso o en la prosa artística modifica hasta el meollo su naturaleza misma, la hace inútil, inutilizable para el mero trato, inutilizable y duradera.” Sólo así se entiende, me parece, que al leer ciertos versos, por ejemplo entre nosotros de Ramón López Velarde, se tenga la impresión ‘o aun más, la certeza’ de que lo que ahí se dice, sólo así y exactamente así puede decirse: “Tejedora: teje en tu hilo/ la inercia de mi sueño y tu ilusión confiada;/ teje el silencio; teje la sílaba medrosa/ que cruza nuestros labios y que no dice nada;/ teje la fluida voz del Angelus/ con el crujido de las puertas:/ teje la sístole y la diástole/ de los penados corazones/ que en la penumbra están alertas.” (“La tejedora.”) Todo está en su lugar en estos versos, y si moviéramos algo, por mínimo que fuera, se vendrían abajo, dejarían de ser, volverían a la nada, que es mucho menos que el silencio. Esa fuerza que tanto y tan firmemente los cohesiona, sin embargo, también es delicada. Si por un simple error de atención y no del todo de manera injustificada, leyéramos en lugar de “teje en tu hilo…”, “teje con tu hilo…”, de inmediato los versos se transforman y, en rigor, con ellos todo el poema. Lo usual es tejer algo con el hilo y no tejer en el hilo mismo. A pesar de la obviedad, no creo que deba subestimarse esta pequeña diferencia. El poeta modifica así la perspectiva: en la atmósfera de recogimiento y melancolía, amor inconfesado y deseo contenido, mientras afuera llueve y la “tarde se despide”, la distancia que se abre entre en y con, tiene importancia: los amantes están o más o menos cerca.

Ante el equivalente de unos versos así de otro poeta en otra lengua, los riesgos de confusión y error al traducirlos se multiplican. El empeño de la traducción es, ya se sabe, imposible; esa es su inherente limitación, su miseria: siempre es poca. Y sin embargo, dependiendo de las lenguas involucradas, tiempos, épocas y espíritus, y por supuesto también de las habilidades del traductor como lector y escritor, cuando de poesía de calidad y genio se trata, a veces ocurre el milagro. “La distancia entre la ‘nada’ y lo ‘mínimo’ es mucho más grande que la de lo ‘mínimo’ a lo ‘mucho”’, nos dice Odyseas Elytis. En la traducción, esa distancia la recorre la poesía, desde el original hasta su traslado a la lengua receptora. El poema es, en efecto, una criatura frágil, pero la poesía es poderosa.


IV. Propiedad ajena

Ubicado por vocación, entusiasmo e inocencia en medio de dos lenguas, entre dos maneras de nombrar el mundo, el traductor de poesía se encuentra trenzado en una paradoja: para que su labor tenga sustento debe apropiarse del texto que lee en la lengua fuente, extranjera, y llevarlo así, con ese sentido de propiedad, a la lengua que le da identidad, su propia lengua materna, como lo que es: un texto ajeno. Su presencia, tan radicalmente requerida para hacer el trayecto que la traducción supone y jamás termina, debe diluirse, buscar como atributo deseado y deseable su total ausencia. Pero eso también es imposible: su lengua, que es la receptora, por la naturaleza inherente del encuentro, siempre delata su presencia en el tramado del poema ajeno.
Por otra parte, que la traducción literaria es una forma de la escritura tampoco parece estar en duda: el texto que resulta lleva, ya se ha dicho, la impronta de quien lo ha vertido, y esa versión, dependiendo claro de la fuerza y trascendencia del original, supone un profundo ejercicio de la lengua receptora y no pocas decisiones sutiles y sus graves consecuencias a todo lo largo del proceso, mismas que pesan en la escritura de quien traduce. Si el texto original no fue concebido por el traductor, la responsabilidad de su traslado a la lengua receptora, y por lo tanto su creación en ella, sí le pertenece.

Como se ve, se trata de una zona de frágil equilibrio. Si el traductor es imprescindible, el grado y modo de su presencia con mucha facilidad puede cuestionar todo el proceso y por ende el resultado mismo. En ese sentido, aunque lo involucre por completo, bien hará el traductor en saber −o no olvidar, cosa menos frecuente de lo que parece− que no se trata de él, y que al final, como al principio, en rigor ninguno de los dos textos, el original por supuesto, y el que resulta, es cabalmente suyo. Su función es por definición la del intermediario, la del intérprete −en el sentido musical del término−, y es la notación del texto original a la que debe su condición de instrumento, pues su búsqueda imposible pero motora es que el texto de la traducción suene como si hubiera sido concebido en la lengua receptora y con la voz del autor extranjero. Bien se puede decir entonces que, entre otros aspectos, en un pliegue más de la paradoja, a mayor rigor y menor presencia del traductor en el texto que resulta, mayor será calidad de la traducción.

“El yo del poeta ‘insisto en esto y debemos asimilarlo’, no es el Poeta como se conforma en el mundo, sino es el mundo como se conforma en el Poeta. Lo cual significa que si el Poeta constituye una excepción, la excepción en sí misma carece de interés; lo que interesa es de qué manera la excepción concibe a la regla”, nos recuerda Elytis pensando en la poesía, y no está de más, creemos, que el traductor, en un sano ejercicio de reflexión paralela, lo tome en cuenta para que el lector, al final, se lo agradezca.

 


* Tomadas de la columna mensual “Monólgos compartidos” del autor en La Jornada Semanal, números,  849, 853, 852 y 861, en 2011.