No. 85 / Diciembre 2015 - Enero 2016


Leer un poema...


Leer poesía, un puente entre dos almas

por Carmen Villoro


Primero está la disposición. Uno tiene que tener disposición para leer un poema, tanto como disposición se tiene que tener de sumergirse en una tina de agua tibia, para oler una flor, probar un platillo. No siempre tiene uno ganas de hacerlo, deseo de tener esa experiencia.

La arquitectura del poema anuncia que se trata de un lenguaje distinto, de algo poco corriente, inusual. Quizá por eso provoca resistencia, porque para algunos lectores significa un esfuerzo o, por lo menos, un cambio de códigos y no siempre se está en el ánimo para probar cosas distintas. Eso es, el poema es una cosa distinta, es lenguaje pero es cosa; artefacto o juguete, el poema tiene un mecanismo que lo activa: le damos cuerda y camina, es un trenecito que gira en círculo sobre las vías y prende cada tanto algunas luces y hace sonar una sirena profunda. Abordar el poema es subirse en algo que provocará reacciones en nuestro espíritu y en nuestro cuerpo, como un juego de velocidad y movimiento en un parque de diversiones. No es lo mismo la montaña rusa de Chapultepec que el poema A la montaña viviente de Raúl Aceves, pero las dos (cosas o situaciones) provocan una experiencia emocional intensa y demandan una actitud de apertura al abordaje. Todavía no nos hemos subido al carrito que nos llevará por vías atrevidas, apenas nos asomamos a la posibilidad de inmiscuirnos, de una inmersión o hundimiento, brinco desde un avión hacia el vacío, “paracaídas del alma”, decía Juan José Arreola, o salto suicida sin saber si se cuenta con tal paracaídas, y no es que leer un poema sea un acto peligroso, no es para tanto, no quisiera exagerar la situación, dramatizarla, pero es un acto grave, en el sentido de que el alma se afecta y modifica, y hay definitivamente un efecto agudo y profundo en el mundo interno del ser que lee a consciencia. Leer a consciencia en este caso no es permanecer en un estado racional alerta ante el poema, leer a consciencia es abrir la percepción de los sentidos a la estructura del poema y dejarse tocar por la fragancia de sus palabras, la textura de sus silencios, la música de su tipografía, el color de sus sonidos; tal vez se trata de una lectura “a inconsciencia” pero con atención a esa inconsciencia, esa atención flotante que propuso el psicólogo del alma para escuchar a los otros hablar desde otro territorio, una zona intermedia, un no lugar del cual emanan las evocaciones.

La primera línea del poema dice mucho. Las primeras líneas. Establecen el código, anuncian el “idioma” en el que se ha de hablar, el tipo de sintaxis, el mapa à vol d'oiseau de la ciudad que hemos de caminar. Hay poemas más o menos hospitalarios, así como hay ciudades más o menos acogedoras, porque el poema es la ciudad pero también es el hostal; tiene un exterior y un interior, el exterior es la forma, la versificación, la métrica, el interior es la combinatoria de palabras que hacen surgir una emoción, un temple de ánimo. Hay poemas que tienen calles amplias con banquetas adoquinadas y uno avanza a sus anchas, sin dificultad, son poemas con parques y con fuentes, con bancas de piedra o de herrería para sentarse a saborear un verbo o dejarse acariciar por la brisa de los adjetivos. Hay otros poemas construidos en desnivel, como los pueblos que se montan en los cerros, son necesarias entonces las escalinatas para subir y bajar por los renglones y una condición del aire para ello, del aire de la atmósfera y también del aire de la respiración, porque sabemos que leer poesía es respirar y que el árbol bronquial es elemento importante de su jardín botánico. Hay poemas cifrados que nos cierran el paso, que nos obligan a dirimir y responderle preguntas a una esfinge invisible. En cualquier caso, no son los pies de la razón los que caminan por la ciudad poema. No son los pies zapatos que protegen del bache o el pedrusco, son pies desnudos que más que andar, navegan; que más que apoyar, flotan como fantasmas por los delgados callejones o las claras plazas. Leer un poema tiene mucho de piel, límite corporal tocado por la voz que lo hace vibrar y lo hace estremecer. De manera que es el cuerpo entero el que se involucra en el acto del poema, y no hablo del acto de escribir el poema, que es asunto complejo, me refiero al acto de leer el poema como quien reza una oración poniéndose en contacto con Dios y no solo de dientes para afuera. Esta es la diferencia entre recitar un poema de memoria sin sentirlo y leer un poema por primera vez, o bien como si fuera la primera vez, con ese asombro.

Tomo al azar el libro Alfabeto del mundo, de Eugenio Montejo; lo abro en una página cualquiera, la 31. Leo el poema Acacias:


Acacias

Estremecidas como naves,
acacias emergidas de un paisaje antiguo
y no obstante batidas en su fuego
bajo la negra luz de atardecida.
Yo miro, yo asisto
a este mínimo esplendor tan denso,
yo palpo
la intermitencia de las arboladuras,
su fuego girante, delirante;
enmarcadas en un éxtasis grave
como desposeídas lanzadas al abismo,
así de grande,
en un follaje poblado de sombras agitadas,
las miro
frente a la piedad de mis ojos
bajo los huracanes de la Noche.


Cierro la página y me quedo escuchando el eco de algunas palabras y sintiendo los efectos de la lectura en mi alma. Como si hubiera ingerido una sustancia que corre lentamente por mis venas. En mi disfrute o sufrimiento del poema intervienen el poema y mi alma, el alma del poeta está presente, el poema es su experiencia, él nombra una visión, recrea un suceso pero no lo describe de manera objetiva, dice lo que su alma vivió en el suceso, con el suceso; el estímulo es externo, pero suscitó algo en el interior del poeta, lo estremeció; la poesía no está en la flor, no está en el poeta, está en el encuentro de ambos, y está de otro modo en el encuentro del lector con el poema.

Pude haber elegido otro poema y pude haber pasado de largo, sin embargo, éste me capturó. Lo hizo porque hay algo en su factura que alude a una verdad emotiva, y también porque en mi vida yo tengo mis acacias, es un decir metafórico, quiero decir que algo de mi propia experiencia se engancha a las imágenes que el poema me ofrece y en mí, lector, comienza una cadena de asociaciones múltiples, cargadas de sentido, una red de recuerdos, la evocación de huellas personales íntimas.

El poema que elegí al azar resultó providencial porque revela el mecanismo interno de escribir un poema y de leerlo. ¿Qué mira este poeta, de qué escribe, cuál es el tema musical de esta creación? El título lo dice y es al mismo tiempo ambiguo. Las acacias son flores pero también los árboles que dan la flor, mas ya en el primer verso la mirada se enfoca en lo pequeño movido por lo grande: “Estremecidas como naves” nos hace pensar en las barcas libradas al vaivén del océano enorme y a las ramas mecidas por el viento, y cuando dice “de su fuego girante, delirante”, el amarillo estalla. “Acacias emergidas de un paisaje antiguo”, versa el poema. Ese paisaje antiguo es la fuente del ser del que provienen las imágenes. En el paisaje antiguo se condensa la historia: la de la Tierra y la del autor. El poeta observa la naturaleza y sabe que es parte de eso que ha estado siempre. Siente esa unidad con el mundo y se vuelve infinito, el tiempo desaparece; el paisaje antiguo nos remite a la presencia del mundo desde todos los tiempos, cuando el poeta todavía no estaba pero ahora está para mirarlo. Y el paisaje antiguo es también el inconsciente del poeta de donde emanan emociones como flores. El tercer verso anuncia una lucha y el cuarto la confirma: “y no obstante batidas en su fuego/ bajo la negra luz de atardecida”. La batalla se da entre lo pequeño que aspira a brillar, a ser, a permanecer, y lo grande que traga y ensombrece. Pero, ¿es realmente éste el contenido del poema? Nunca lo sabremos. El poeta pone su creación, muestra su obra con la pretensión de comunicar algo incomunicable, o apenas susceptible de ser vislumbrado por el otro, pero son siempre dos en este acto.

Me detengo en el verso que dice: “Yo miro, yo asisto”. Es un poema escrito en primera persona y sin embargo se abre a la vivencia humana. “Yo miro”, es el Yo del poeta pero es también mi Yo pues yo me apropio de inmediato de esa acción primigenia que conozco tan bien. ¿Qué miro? El mundo. La poesía es el puente entre el Yo y el mundo. “Yo asisto”, dice el poeta y detiene el tiempo porque el verbo asistir involucra no solo la mirada sino el cuerpo todo, y más allá del cuerpo, el ser. Yo asisto a un suceso, me quedo quieta, me dejo envolver por lo que pasa afuera, me entrego a esa visión. Es un verbo preciso para describir lo que el lector hace ante un poema. El lector asiste al poema, se queda en el poema y sale lentamente, ya tocado.

Las acacias estremecidas del poema son flores, son árboles, tienen colores blanco o amarillo, verde claro y oscuro pero también son mi existencia, mi fragilidad ante la Noche inmensa, por eso escrita con mayúscula. Las acacias son también el instante en plenitud, el esplendor tan mínimo y tan denso de la vida, su finitud, su presencia efímera al igual que la mía. El poeta anima a las acacias, les pone alma, las dota de sentimientos humanos, siente piedad por ellas porque siente piedad por sí mismo y yo siento entonces piedad por mí que fui desposeída y “lanzada al abismo”, pequeña y vulnerable.

Un poema interesa al lector porque su subconsciente emprende una tarea de búsqueda de significado y le revela una verdad, no del poeta sino de sí mismo. La interpretación del poema no esclarece el mundo interno del poeta sino del lector que es el que hace las asociaciones.

Los poemas son artefactos para ser usados, juguetes compartidos, son lugares de transición como los puentes y nunca son del todo porque cada lectura los construye.