No. 89 /Mayo 2016

Anti-Humboldt de Hugo García Manríquez:
Arte de ‘marcadotecnia’.



Josu Landa


Todo arte falso, toda sabiduría vana,
tiene su tiempo; pues, finalmente se destruye
a sí misma y el momento de su más alto desarrollo
es a la vez el de su decadencia.


Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica
que aspire a presentarse como ciencia



Tres operaciones, tres

Anti-Humboldt,1 de Hugo García Manríquez, ostende el mérito de responder a un intento por explorar un modo no-convencional —algunos lo llamarán ‘experimental’, acaso ‘vanguardista’, ‘rupturista’...— de expresión poética. Eso está bien: veamos, ahora, en qué ha terminado eso que parece haber respondido a una loable intención.

El “artefacto bilingüe”, como lo llama el autor, resulta básicamente de tres operaciones: 1. marcado de palabras, frases y cláusulas en las versiones castellana e inglesa del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), 2. ensayo de justificación —motivaciones, propósitos y presunta pertinencia de la maniobra anterior— y 3. intento de legitimación ideológica de la misma, por medio de una poco clara asociación al nombre de Alexander von Humboldt.


1. Arte de ‘marcadotecnia’

Lo que tengo en mis manos es un objeto con todas las trazas de un libro bilingüe: portada con título de libro, página legal muy detallada de libro, hojas impresas de libro... pero según el autor no es un libro, sino un ‘artefacto’.

Soy de los que se arriesgan a tomar bastante en serio las caracterizaciones que los autores hacen de sus obras. Espero hallar en ello la pista de una intención, el indicio de algún cauce del sentido. Asumo, entonces, en principio, que A-H pretende ser un arte factum: un objeto hecho con arte.

El sustantivo latino ars trata de traducir al griego téchne. En principio, ambas palabras significan el saber hacer y la manera concreta de actuar —laborar— en virtud de la cual determinados materiales, tras el uso adecuado de los medios instrumentales del caso —herramientas, máquinas...—, se transforman en un objeto útil.

Hay un modo de acción transformadora distinto al anterior, que en griego se designa con la palabra poíesis.
En su significado originario, esa palabra de la que deriva ‘poesía’ refiere la consumación del proceso de poiein: generar obras destinadas a la delectación de las almas con doble ‘sensibilidad’ estética: la de los órganos sensoriales y la del ‘espíritu’, no a la utilidad pragmática.

Poíesis nombraba, entre los griegos, todos los avatares de la creación estética —por lo demás, estrechamente vinculados con las Musas— no solo lo que hoy entendemos por ‘poesía’. Por razones que no vienen a cuento aquí, con el tiempo, las correspondencias latinas y castellanas de poíesis —proceso y acción creativos— y el de téchne —ars: ‘arte’: know how instrumental— se hicieron equivalentes, por no decir que se confundieron. Eso originó, en el orbe cultural latino, la necesidad de diferenciar las ‘bellas artes’ de las otras: las utilitarias. Movimientos y procesos presuntamente estéticos del presente dan muestras de confundir poíesis y téchne, al pretender que cualquier objeto resultante de un proceso de producción dado, en el que se practican determinadas técnicas y se aplica alguna tecnología, puede estar realizando valores poéticos, sin más bases que el decreto promulgado, en ese sentido, por los propios autores y cierta crítica.

Si A-H es un artefacto, como se empeña en asentar su autor, lo es porque la parte de arte a la que remite esa palabra es mera téchne, pura técnica instrumental: ‘arte’ en tanto que acción pragmática, guiada por un afán de eficacia utilitaria (aunque fructifique en cosas inútiles, tanto en el plano estético como en el funcional): no verdadera creación estética: no poesía, en ninguno de los matices semánticos con los que esta palabra ha logrado vivir durante milenios.

El lector que tienda la mirada por sobre las páginas de A-H solo hallará palabras del TLCAN que su autor ha remarcado sobre un fondo de materia verbal grisácea, evanescente: el resultado de un trabajo no creativo, una acción técnica, visualmente funcional: pura ‘marcadotecnia’. Las palabras, locuciones y cláusulas destacadas de ese modo no logran articular, en general, algo que merezca en propiedad el nombre de poesía o que sea caracterizable como genuina creación, ni en el ámbito visual ni en el verbal.

En lo que tiene de ‘elaboración’, la marcadotecnia de García Manríquez se limita a cumplir el principio de relevancia en cierta materia verbal ya usada. No hay en las páginas de A-H sintaxis ni parataxis ni retórica que se abran a ningún modo de la aísthesis artística. A lo sumo, uno se topa con una reticulación molecular: balbuceos: cadáveres insípidos: efectos de algo como juegos de capricho y azar muy déjà-vu. Ejemplo 1: “en polvo/ más/ yo/ tipo colonia/ incluso fértil” (p. 46). Ejemplo 2: “imponer/ la entrada/ al párrafo/ no/ en el párrafo/ la persona/ la entrada/ o documento/ no/ símil/ otra cosa/ un límite/ una cifra” (p. 57). Ejemplo 3: “Trenzables/ Origen/ no/ expresados ni comprendidos/ animales o vegetales/ su desdoblamiento/ productos de su desdoblamiento/ otros” (p. 69). Tampoco puede decirse que HGM marque palabras ad hoc en el texto de modo que ofrezca ‘poemas concretos’, páginas en que se intente la conjunción virtuosa de verbo con propuesta gráfica. Estamos, pues, ante una labor parasitaria y facilona que no pone de relieve una propuesta de transignificación textual, sino el resultado de una selección arbitraria y el correspondiente marcaje de moléculas de un discurso jurídico-burocrático, plano, ajeno a la realización de todo valor estético. Como puede verse, una técnica completamente anti-creativa, aplicable a cualquier texto existente (una nota periodística, cualquier entrada de alguna enciclopedia o diccionario, la carta de alguien a su pareja, cualquier código jurídico, las instrucciones de uso de una lavadora, un texto sagrado, un poema ajeno...): el hecho de que el escrito intervenido sea un tratado de importancia geoestratégica innegable no incrementa en nada el potencial artístico de dicha técnica. Admitir lo contrario implicaría caer en un burdo esencialismo, por el que habría que reconocer sin bases una dignidad ontológica excepcional a determinados textos. En fin: también en el caso en que se ha privilegiado por su esencia un discurso (el del TLCAN), para efectuar una intervención que así se considera justificada a priori, lo que deriva de tal procedimiento es algo como huellas, trazas de pata de pájaro que no responden ni a un proceso de poíesis ni a una genuina téchne. Pese a lo que declare su autor, A-H es factum pero no arte: es un objeto derivado de la aplicación de un procedimiento meramente instrumental: a lo sumo una cosa que trata de denunciar una realidad económica, política y geopolítica (todo lo que entorna al TLCAN y su fondo de globalización capitalista neoliberal), echando mano de un recurso menos efectivo a tal fin que la prosa crítica del caso o diversos medios de comunicación audiovisual (video y cine documental, fotografía, sociodramas y todo lo que se les asemeje).

En la (pseudo) composición de A-H, su autor se inspira en Radi Os, de Ronald Johnson; Used Books: Marking Readers in Renaissance England, de William H. Sherman; Nets, de Jen Bervin; Zong!, de M. NourbeSe Philip; New Collected Poems, de George Oppen. Esto lo reconoce el propio García Manríquez y está bien. Lo que no me parece tan estimable es la sumisión acrítica al principio de autoridad, actitud con la que por ejemplo pretende legitimar la absurda pretensión de “trabajar contra el sentido, trabajar en pos del sentido, trabajar entrando y saliendo del sentido”, proclamada por M. NourbeSe Philip. En realidad, no sería exagerado ni injusto hablar de imitación. En el caso del libro de Bervin es evidente: la marcadotecnia practicada por HGM es esencialmente la misma que resultó en Nets. Por su parte, la fragmentación molecular de A-H no llega al grado de la que registra Zong!, pero la deuda de aquel libro con respecto a éste es de las que signan a quien asume sin miramientos críticos un modelo, aunque en plan un tanto conservador. La historia y las reflexiones sobre la lectura de William H. Sherman operan como base teórica y referente legitimador de los procederes del mexicano.

Si tal sujeción de García Manríquez a esos autores ejemplares (para él) dice mucho sobre las debilidades de su independencia de criterio, habla más fuerte aún de su asiento en las confusiones subyacentes en una supuesta idea de la poesía demasiado atenida a unos referentes artísticos no menos confusos. Es patente la subordinación de la ‘poética’ asumida por García Manríquez y sus modelos a cierto esencialismo de la (des)estructura, así como a los procederes y valores instaurados por los practicantes del llamado ‘arte contemporáneo’: un orbe de la expresión humana, demasiado humana, donde con harta frecuencia se ofrecen objetos ajenos a toda genuina poíesis y, por ello, raigalmente reacios al título de arte.

Desde hace varias décadas, venimos presenciando el fácil y acomodaticio abandono de lo que una tradición milenaria consagró y apreció como ‘arte’, a instancias de la implacable propagación de una tecnología ensambladora, fría y puramente maquinal. La téchne o ars creativa —esto es: la poíesis— ha dado paso a un mero saber usar programas y dispositivos tecnológicos. En los tiempos que corren, un médico no necesita poseer el arte —el ‘ojo clínico’— que se le suponía por fuerza al buen practicante de la medicina; lo que se le exige es hiperespecializarse —una prestigiada forma de deshumanización parcial— en  los patrones de desenvolvimiento de las patologías del caso y sepa leer los datos que le aportan laboratorios y aparatos cada vez más eficaces en explorar los más hondos recovecos de la fisiología humana. Asimismo, un juez puede prescindir del sentido de justicia, así como de un verdadero arte de la judicación, y desconocer el trasfondo vital que ello implica, porque puede llegar a la ‘verdad jurídica’ a base de informes técnicos —más valorados mientras más se sustenten en las tecnologías más avanzadas—, expedientes, archivos y declaraciones en las que apenas aflora algo de humanidad. Tampoco se le exige a un maestro ni la vocación ni el dominio del arte inherentes a su profesión: un saber hacer y actuar destinado a regalar vida, al tiempo que facilita el acceso del educando a conocimientos valiosos; será suficiente con que organice su praxis conforme con patrones y taxonomías fijadas a tal fin y sepa echar mano de una amplia gama de recursos didácticos y comunicativos englobados en el amplio campo de la ‘tecnología educativa’. Es lo que, en último término, sucede también en el ámbito del llamado ‘arte contemporáneo’: un sistema de la expresión modulado por la tecnología, carente de genuina creatividad, en general, muy dado a ‘intervenir’ o parasitar espacios constituidos y obras existentes, absorto en la producción icónica industrial, serial, y en simples intentos de resignificación de presencias vulgares —a modo de falsa mímesis. Todo su arte se reduce a cierta pericia en el manejo pragmático de los dispositivos que dan relieve, iluminación y simulación simbólica a los frutos de una voluntad de expresión, no siempre ocurrente e incapaz de contar con algún avatar de la téchne-poíesis propia de toda auténtica creación artística. La opción expresiva con que se identifican García Manríquez y sus referentes se limita a encuadrar en ese esquema determinados juegos en el lenguaje, conforme con una pretensión poética que no puede hallar cauce alguno para realizarse como tal.

Definitivamente, mercadotecnia no es poesía. El caso concreto de A-H ni siquiera llega al plano del poema planfetario. A duras penas sería una concreción del arte de leer —sin llegar a una significativa hermeneia— el texto en que se asienta el TLCAN, según lo proclamado en el subtítulo del ‘artefacto’. Por eso resulta tan extraño que artífices como García Manríquez y congéneres, en buena medida tocados por el espíritu de vanguardia y militantes de la ruptura por la ruptura —por ende, de la antitradición— se esmeren tanto en adscribir sus producciones a los reinos del arte, de lo poético; se empeñen con tanto denuedo en simular que hacen poesía. Uno esperaría que fuesen más congruentes, despotricaran sin ambages contra todo arte creativo, toda poesía, y asumieran lo que hacen como manifestaciones pragmáticas, efluvios legítimos —mas no por ello artísticos— de la voluntad de expresión. No se ve para qué necesitan autolegitimarse como artistas, a partir de una oportunista asignación de carácter poético a lo que hacen.


2. Ensayo de autojustificación

Al margen de las impresiones y opiniones de quien manipule el artefacto fabricado por García Manríquez, esa sed de autolegitimación poética linda con el narcisismo. De acuerdo con los usos instaurados en el orbe del arte contemporáneo, la relación del espectador con la ‘obra’ —para no hablar de la más bien rara experiencia estética— debe seguir las pautas y valores establecidos y dogmáticamente proclamados por comisarios, críticos y autores. García Manríquez emprende con naturalidad esa tarea de autoexplicación y autojustificación no pedida, en las seis páginas de su heteróclito epílogo “Sobre Anti-Humboldt”, para uso de sus potenciales manipuladores. Se sobreentiende que, sin ese apéndice paratextual, quien incursione en la marcadotecnia de A-H no podrá “entrar y salir del sentido” como debe ser.

Es de agradecer que el autor de A-H nos ilustre en punto a las operaciones que su artefacto exige a su manipulador. Hay a ese respecto lo que parece una pista, en la página 76: “En lugar de escribir ‘como poeta’, leer como uno: crear huecos, pausas, agujeros, limbos”.2 Nótese que ésta es una indicación relativa a la (pseudo)composición a la vez que a la ‘lectura’ de A-H. García Manríquez reconoce no haber compuesto el libro ‘como poeta’ —algo que ya habíamos establecido líneas arriba— y al hacerlo da la pauta de que sus maniobras técnicas fueron bastante sencillas y, en principio, se reducen a una: horadar el texto del TLCAN. Hay, sin embargo, una operación muy distinta referida por el artífice: “crear limbos”. Quien manipule el artefacto de marras, se verá impelido a asumir que la curiosa textura de A-H, según su productor, tiene carácter límbico.

A primera vista, esto de los limbos que García Manríquez habría ‘creado’ para ofrecer su A-H podría dar la impresión de un prodigio artístico formidable, pero lo cierto es que se reduce a un chato y arbitrario acto de prestidigitación verbal sustentado en la afinidad fonética —”sónica” prefiere decir HGM— entre el castellano ‘limbo’ y el inglés ‘limb’ (‘apéndice’, ‘extremidad’). Este juego le da alas al marcadotecnista, para proponer la críptica estipulación de ‘limbo’ como “temporalidad de un lenguaje suspendido”, junto con la abrupta, descuartizante, traducción de ‘limb’ como “dislocación de un lenguaje amputado”. ¿Aporta algo esa andanada de calígine a la dilucidación de los procedimientos formales que estarían en el fondo del “artefacto” A-H o simplemente estamos ante emanaciones de una ‘epistemología delirada’ —locución que nos enseña el propio HGM— que incrusta paramentos extrañamente ornamentales, en la fraseología de un epílogo que prometía explicar, esclarecer, no enturbiar una agua a estas alturas mucilaginosa? En los intersticios de esa pregunta —la palabra ‘intersticio’ le encanta al autor— se decide si estamos ante algo como una genuina poética o ante mera verborragia de cariz paraoracular.

Según se aprecia en el discurso autoapologético de García Manríquez, la ‘epistemología delirada’ que dimana de los recovecos de su ‘artefacto’ responde más a motivos sociológicos y políticos que propiamente poéticos. En realidad, el recurso a un ideal siempre indefinido, abstracto y confuso de ‘la poesía’ ilumina la evidente intención de asentar una suerte de infrapolítica de cafetería, muy distante y distinta de la vasta literatura de denuncia y de la sostenida y variada praxis político-reivindicativa en oposición al TLCAN. Así, suena delirante pretender que los artilugios límbicos resulten en el ‘artefacto’ A-H, con el fin de “interrumpir una máquina de guerra [el tratado en referencia], volviéndola contra sí misma” o de “evidenciar como inoperante el lenguaje de la ley internacional”. Es una falsedad pretenciosa la declaración de que “en el problematizar la codificación de [la] legibilidad [del tratado] reside lo político”, incluso en el caso que de tal problematización se lograra con el simple acto de ‘rescatar’ palabras y frases convenientes de su seno. Aunque también hay que registrar, como logro de las maniobras de HGM, la gran novedad de “una cesura entre el lenguaje y la realidad”. En todo caso, esa clase de arrestos e iluminaciones de tonalidad engagée exigirían “replantear las posibilidades formales de la poesía”, de cara a los propósitos extrapoéticos de la obra.

En el fondo de A-H subyace una idea ancilar de un arte, una poesía, que nunca se concreta como tal arte o poesía. Hay, aquí, dos dimensiones entreveradas: un artificio que se agota en una voluntad de expresión estéticamente estéril y un residuo ideológico, mal metabolizado, por el que se asume que algo como La Poesía puede estar y aun conviene que esté al servicio de determinado plan político. La articulación de esos dos elementos, en el epílogo de A-H, no se sustenta en nada que explicite una reflexión consistente en torno a lo poético y la realidad social, sino en intenciones y proclamas como la de “una repolitización del lenguaje mismo”, que habría de “lograr” lo que HGM asume como poesía. Como quiera que se entienda este desiderátum, lo cierto es que siempre transmina una ancilaridad, la connotación de una servidumbre de lo artístico ante lo político-social, congruente con enunciados versiculares como “la gestación de un movimiento migratorio al interior del documento” (se supone que el TLCAN). Ya encarrerado en esa senda, el artífice de A-H —por momentos, acaso, también artificiero— justifica sus operaciones en aras de algo tan vivamente iluminador como “la inscripción de resistencias en la materialidad misma de las formas históricas de la imaginación”. Y así es como el artefacto en cuestión nos devela la inaudita verdad de que “las asimetrías del neoliberalismo han impactado a comunidades en ambos lados de la frontera”. También tiene la gracia —dada su condición plurilingüe— de “invitar a una lectura (sic) unísona desde múltiples espacios sociales, particularmente Estados Unidos y México que con frecuencia parecen incomunicados”. Pero la cumbre de la eficacia comunicativa y política de A-H radicaría en que “la interrupción del lenguaje neoliberal [?] podría volver el libro una zona de encuentro”; más aún cuando sucede que, según HGM, “la inconmensurabilidad misma entre pasajes e idiomas [el inglés, el francés y el español en que está redactado el TLCAN] es capaz de articular [una] lectura unísona con la tarea misma de la traducción: aspirar no a la síntesis sino a la circulación entre intersticios. Una disonancia que nos permite reimaginar resistencias críticas”.

Como se ha visto, la marcadotecnia es el procedimiento al que recurre García Manríquez, para poner de relieve su discursividad límbica, tras una intervención gestáltica en el texto del TLCAN. No es posible llegar a esa claridad, a la hora de distinguir algo como un método en la raíz de su epílogo autojustificatorio. Si algún panegirista de A-H se enredara la lengua profiriendo la falacia de que se trata de una acción sin método, nos ahorraría la tarea de contraargumentar nada. Simplemente estaría encubriendo un proceder signado por la arbitrariedad, la mera proclama ocurrente, el ideologema epigonal y carente de fundamento. Pero hay, en el referido texto, cuando menos un pasaje que pone en evidencia los extremos a los que pueden llegar las maniobras de HGM, a la hora de justificar su obra. Se trata de aquel donde recurre a una frase latina reproducida por el poeta inglés, del siglo XVI, Geoffrey Whitney. La cita dice así: Usus libri, non lectio prudentes facit.3 García Manríquez la traduce —es un decir— de esta manera: “El uso, no la lectura de libros, nos vuelve prudentes”. Esa traslación es delirante y límbicamente errónea. Lo que el británico dijo en latín fue: “El uso del libro, no la lección, hace [personas] prudentes”. El contenido de la oración no presenta mayor misterio: registra la opinión según la cual el uso del libro —esto es, la lectura— convierte a quien procede así en alguien dotado de prudencia, cosa que no sucedería si se limitara a escuchar lecciones morales. El yerro más grave de HGM no radica en la osadía de intentar traducir el apotegma en referencia, sin tener idea de la declinación y la sintaxis latinas. El disparate mayúsculo está en la inefable consecuencia ‘teórica’ que extrae de tamaño gazapo: “Lejos de ser opuestas, lectura y uso [¿de qué?] se informaban mutuamente [“en el periodo de Whitney”]: la lectura dejaba el trazo de su intensidad en el texto en tanto uso, éste a su vez representaba una forma más amplia de lectura. Uso no implica la obliteración de la lectura sino el florecimiento de su generosidad.” No comments.


3. A la vera de Alexander von Humboldt

Quien se acerque al ‘artefacto’ de García Manríquez tendrá serias dificultades para saber con certeza por qué invoca el nombre de A. von Humboldt y, más aún, es un objeto armado contra Humboldt. Solo contará con dos pistas: el título y un escueto manojo de líneas directamente referidas al inabarcable lector prusiano del libro del mundo.

Esas líneas ilustran más sobre las intenciones y operaciones de García Manríquez, por lo omitido que por lo revelado. La estigmatización de Humboldt que, en los hechos, ejecuta HGM se sustentaría en la fácil, indemostrada y demagógica imputación de que “su labor enciclopédica”, en la fragua de sus expediciones americanas, “posibilitó” [...] “vastas posibilidades” (sic) a la expansión de todo lo que implica el capitalismo, incluyendo tecnología y ciencia “europeas”. Ese encuadre del investigador científico alemán en la globalización temprana del capitalismo —idea que García Manríquez no maneja así, acaso porque no se la ha dictado M. L. Pratt, su mentora en asuntos imperiales— debe bastar para justificar la audaz y confusa proclama de que “en el arco abierto que va de Humboldt, a inicios del siglo XIX, al TLC/NAFTA, a fines del XX, un espectro emerge: la reinscripción de todo lo viviente como ‘reserva disponible’ [...]; es decir, la orientación instrumental moderna ha hecho de la naturaleza y el mundo meros recursos descartables destinados a disiparse en su propio uso.” Discurso de “espectros” —acaso tenue y presuntuoso eco del Gran Fantasma del Manifiesto de Marx y Engels— por el que ‘anti Humboldt’ quizá aspira a sonar como ‘anti Cristo’ o alguna enormidad así.

Lo que esos burdos ideologemas ocultan es una andadura heurística —un método y un proceder— pobre en extremo: una vez más, la subordinación sin ambages al principio de autoridad y la perpetración adicional de falacias al estilo de la de post hoc, que a su turno deriva en la del ‘hombre de paja’: para proclamar las líneas precitadas, HGM asume de manera acrítica, epigonal, cierta tesis ajena (concretamente de Pratt), establece sin demostración un vínculo determinante entre la dinámica de la ciencia, la tecnología y el capitalismo de fines del siglo XX con los procederes de Humboldt casi 200 años antes y, con ello, trasunta al alemán, en alguien pasible de cualquier imputación, sin necesidad de pruebas y sin que aquél pueda defenderse. Cabe agregar que esas maniobras operan con más efectividad, bajo el manto del anacronismo: la valoración de los actos realizados por el alguien —en este caso, A. von Humboldt— en tiempos pretéritos y en contextos bastante diferenciados, con criterios del presente.

La metódica que asume HGM deriva en imperativos como el de que las investigaciones científicas de A. von Humboldt en América deben “leerse a la luz de los intensos procesos de reconfiguración espacial del capital en ese periodo”. Ese mandato autoritario implica una inexorable determinación de la demasiado humana voluntad de saber por requerimientos ‘infraestructurales’ —es decir: económicas: viejo dogma marxengelsiano. Como casi siempre, también en el epílogo de García Manríquez el determinismo economicista es una burda petición de principio. Es más que probable que los factores del capital se aprovechan de los descubrimientos científicos —sobre todo, cuando tienen efectivas derivaciones técnicas y tecnológicas— pero eso no demuestra que el anhelo humano de conocimiento se someta necesariamente a la lógica del Capital. Cuando Heródoto —en buena medida, un precursor de Humboldt— compuso su Historia, incluyendo en sus registros una vasta copia de datos etnográficos y geográficos, no respondía a ningún proyecto imperial, lo que no obsta para que las fuerzas expansionistas del caso pudieran guiarse por muchas de sus noticias —no siempre válidas y ciertas, por lo demás. ¿Fue culpable Arquímedes de que su ciencia tuviera aplicaciones militares? ¿En sí mismo es éticamente reprobable esa derivación del saber? ¿Es ilícito defenderse del invasor imperialista, apelando a la ciencia y a la técnica, como se dice que hizo el genio siracusano?

Con métodos como el que adopta García Manríquez, habría que culpar del cainismo al burro, porque según la leyenda bíblica fue con una quijada de jumento como Caín asesinó a su hermano Abel. Esta última afirmación puede suscitar pasmo y escándalo en algunas almas bellas, pero no se aparta en lo esencial del esquema que opera en los raciocinios que ofrece HGM en su epílogo. Hay que darle su lugar a la pasión y, si algo es evidente en la persona, la vida y la inmensa obra de A. von Humboldt, es la impronta siempre viva de la pasión por leer el mundo, con la atención concentrada en el máximo de posible de sus diversas ‘líneas’: su inabarcable diversidad de expresiones y manifestaciones. Por lo demás, la biografía de un talento como el autor de Visión de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América, Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Cosmos... no admite reducciones mezquinas ni interpretaciones esquemáticas en blanco y negro ni cómodas condenas anacrónicas. La ignorancia es una carencia pasiva, pero los prejuicios arrebatados se distinguen por su injusta proyección activa y la unión de una y otros deriva en acciones negativas como la de evitar un acercamiento honesto a lo que se juzga. Es difícil de imaginar que alguien como HGM procediera a efectuar la jibarización ‘políticamente correcta’ del barón prusiano, si al menos hubiera oteado las “Consideraciones introductorias sobre los diferentes grados de goce que ofrecen el aspecto de la naturaleza y el estudio de sus leyes”, escrito-puerta para acceder a las inmensidades de su obra Cosmos. Habría constatado allí —y solo se trata de pequeñas muestras ejemplares— la reivindicación humboldtiana de la supremacía de las satisfacciones anímicas sobre las materiales, en la relación de quien se adentra en el libro del universo. Descubriría la subyugación vital y vitalista del explorador ante la sublimidad de la fisis, por lo general, refractaria a los zafios y los nimios. Podría comprobar que, para Alexander von Humboldt, era más importante “el sentimiento íntimo” de los nexos descubiertos entre las “fuerzas de la naturaleza” que la consideración de la utilidad de sus descubrimientos de cara a “las necesidades materiales de la vida”.4 En fin: estaría en condiciones de abrirse a los frutos de un ejercicio de la ciencia en clave estética y radicalmente humana, más arrobado ante lo sublime que interesado en domeñar fáusticamente las potencias ínsitas en el mundo.5

Es bien sabido que toda obra que se suelte en el ruedo del espacio público adquiere un fuerte grado de independencia con respecto a las intenciones e intereses de su autor. Humboldt tampoco podía escapar a ese destino, de modo que no será justo endilgarle responsabilidades a propósito de lo que otros hayan hecho o pretendido hacer con sus descubrimientos. Un mínimo de honestidad intelectual impone escuchar al gran curioso alemán, cuando al referirse a su obra Cuadros de la naturaleza, en el prefacio de Cosmos, advertía que “si ha sido de alguna utilidad, se debe menos a los conocimientos que en él han podido encontrarse que a la influencia que ha ejercido en el ánimo y la imaginación de una juventud ávida de saber y presta a lanzarse a la lejanas empresas.”6 También impele a reconocer la conciencia humboldtiana acerca de los límites pragmáticos de su labor científica —como si se anticipara a los reproches de utilitarismo que surgen desde perspectivas como aquella de la que emanan actos como A-H—, puesto que ya en su tiempo la producción de saber en ese campo acusaba los estragos de una obsolescencia acelerada. Aunque pueda parecer increíble, Humboldt escribió toda la colosal ristra de sus obras con la convicción de que podrían aspirar a suscitar un profundo efecto estético, ético y epistemológico, más que a una efectividad material.7

Por lo demás, está documentada la filiación republicana y liberal de Humboldt, lo que en su tiempo suponía un espíritu de avanzada. Es conocido que los norteamericanos, con Jefferson a la cabeza, lo sorprendieron en su buena fe y le piratearon mapas y datos sobre la todavía Nueva España (no del todo desconocidos por los vecinos del norte), pero también es verdad que condenó abiertamente el sistema de esclavitud que sostenía parte considerable de la economía de aquellos parajes. También se sabe que su pasión científica —esa suerte de oxímoron que solo opera en gente como el prusiano— fue tentada por el zar de Rusia, hasta llevarlo a sus exploraciones en Siberia, pero el dato no embona con el determinismo economicista aquí impugnado ni garantiza por sí solo consecuencias pragmáticas significativas que, en todo caso, habrían servido por igual al zarismo y a la ulterior ‘dictadura del proletariado’. Resulta, en general, absurdo propugnar una dependencia tan fuerte del ímpetu utilitario de los poderes fácticos, con respecto a la ciencia. La libido dominandi se basta a sí misma para hacer de las suyas; si encima puede aprovecharse de la ciencia y la tecnología, tanto mejor para aquélla, pero la raíz de su impulso es interna, no externa.

Acaso, desde perspectivas como en la que se coloca García Manríquez, A. von Humboldt es culpable de haber sido europeo y lo que se dice ‘un hijo de su tiempo’, aunque bastante díscolo y contestatario ante las actitudes y prejuicios prevalecientes en Europa, en torno a lo ajeno a este continente. Por ejemplo, sus estudios etnográficos dan cuenta de los saberes de los pueblos indígenas que conoció: de no haberlos registrado él, aumentaría la probabilidad de su disolución en el tiempo: en la desmemoria. No es mérito menor, por caso, el haber salvado de su ‘temprana’ extinción a la extraña ave rica en grasas utilizadas en el alumbrado público y privado, conocida como ‘guácharo’, en clara oposición a intereses económicos fácilmente imaginables. En fin: no lleva a nada estimable condenar a Humboldt como supuesto eurocentrista, desde un anacronismo de alma bella y desde una corrección política, ambos de raigambre ‘occidental’ y eurocéntrica, cuando en los hechos redimensionó el cosmopolitismo, en un momento en que se imponía, con alcances que a la larga serían ‘universales’, un nacionalismo miope, unilateral y, no pocas veces, obtuso. En definitiva, no discuto que Humboldt fuera un europeo situado en las coordenadas espirituales e ideológicas de su tiempo —aunque con un sentido crítico que sería injusto preterir— ni que su potente lectura de las cifras del mundo fuese utilizable por los poderes fácticos, que desde los más diversos ángulos fraguaron la modernidad capitalista y su consiguiente deriva imperialista. Lo que defiendo es que todo eso sucede a pesar de él. Lo que pienso es que la ponderación de un personaje del calibre cultural de Humboldt puede ganar mucho abriéndose de manera crítica y creativa a planteamientos como el de Ottmar Ette, en el sentido de que “el conocimiento humboldtiano del cosmos [...] contiene el esbozo de una ciencia que, como ciencia de la vida que es, [...] no sólo resulta, por sus implicaciones transdisciplinarias, de enorme actualidad para el siglo XXI, sino claramente fundamental para la supervivencia.”8 Lo que reclamo es juzgar la figura de A. von Humboldt conforme con la complejidad de su fecunda encarnación de pasión y razón y la consabida y universal conjunción de limitaciones y potencias. Lo que espero es que se admita la obviedad de que no toda etnografía e indagación naturalista responde forzosamente a algún proyecto imperial. De otro modo, el ‘artefacto’ de García Manríquez podría admitir, por igual, el título de ‘anti Sade’, ‘anti Fourier’, ‘anti fray Servando’, ‘anti Simón Rodríguez’, ‘anti Engels’, ‘anti Nietzsche’, ‘anti Reclus’, ‘anti Levi-Strauss’ y anti tantos que no pueden lanzar ninguna ‘primera piedra’, en un encuadre de supuesta corrección política y moral y que, sin embargo, abren las esclusas de nuevas formas de la sensibilidad y de lectura del mundo, incluso hasta dar paso a las propias esterilidades posmodernistas. Como sea, no se puede equiparar a Humboldt con alguien como Eusebius Franz Kühn (padre Kino), por ejemplo.9

Quien admita colocarse mínimamente en el punto de vista del que emanan las consideraciones anteriores, podrá apreciar la insignificancia y falsedad del supuesto fundamento de la impugnación anti-humboldtiana de García Manríquez: lo que según él hay que imputar al híbrido ilustrado-romántico prusiano es haber “reinscrito todo lo viviente” como “reserva disponible”: haber convertido el mundo-de-la-naturaleza en simple reservorio de “meros recursos descartables destinados a disiparse en su uso”. Es decir: algo que —a su escala, claro está— hace por igual el tirano, el reyezuelo, el emperador, el campesino, el pastor, el cuentachiles, el técnico, el ama de casa, el trabajador en toda la gama de sus variedades, el consumidor y todo aquel que use determinado bien, natural o artificial, para mejor vivir. Por supuesto, el propio García Manríquez, como todos sus congéneres, vive a costa de recursos que se disipan en el uso que él les da.

Apelar a la figura de A. von Humboldt, como referencia tutelar negativa del ‘artefacto’ parapoético de García Manríquez, luce como una maniobra difícil de justificar —para decir lo menos. Por su parte, el epílogo “Sobre Anti-Humboldt” está muy lejos de dar cuenta cabal de la obra en referencia, tanto en lo que hace a sus pretensiones artísticas como en lo tocante a sus propósitos político-ideológicos. Sin embargo, ambos elementos paratextuales se presentan como soportes imprescindibles de un abuso del espíritu de vanguardia que deriva en un acto fallido. Parece que sin la evocación del prusiano y sin los simulacros de densos ideologemas del mencionado escrito autojustificatorio, A-H se reduciría a mero polvillo alergénico. Al dejarse llevar por la voluntad de expresión, García Manríquez ha dado a luz algo que no es poesía, aun cuando simula serlo, bien que de manera oblicua: negándose a escribir “como poeta”. Una pretensión vana: incoherencia: choque de aspiraciones: querer situarse al margen del arte, al mismo tiempo que se pretende hacer arte y se reclama que lo generado así sea reconocido como arte. Resulta que, para nadar contra la corriente, hay que estar en la corriente.
 
 

Ciudad de México, marzo de 2016

 

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1 H. García Manríquez, Anti-Humboldt. Una lectura del Tratado de Libre Comercio del América del Norte, México, Litmus Press-Aldus, 2014.
2 Todas las expresiones de HGM reproducidas de aquí en adelante proceden del epílogo titulado “Sobre Anti-Humboldt”.
3 Faltaría una coma después de ‘lectio’, pero prefiero limitarme a reproducir la frase tal como se lee en A-H. (p. 75)
4 Cf. A. von Humboldt, Cosmos. Ensayo de una descripción física del mundo, trad. de Bernardo Giner, José de Fuentes, Isabel García y María Sarmiento, Madrid, Los Libros de la Catarata - Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2011, p. 6: “Si se considera el estudio de los fenómenos físicos, no en sus relaciones con las necesidades materiales de la vida, sino en su influencia general sobre los progresos intelectuales de la humanidad, es el más elevado e importante resultado de esta investigación el conocimiento de la conexión que existe entre las fuerzas de la naturaleza y el sentimiento íntimo de su mutua dependencia.”
5 Cf. ibid., pp. 15-16: “El sentimiento de lo sublime, cuando nace de la contemplación de la distancia que nos separa de los astros, de su magnitud y, en general, de la extensión física, se refleja en el sentimiento de lo infinito, que pertenece a otra esfera de ideas, al mundo intelectual. Cuanto el primero ofrece de sublime y de imponente lo debe a la relación que acabamos de señalar: a esa analogía de goces y emociones que sentimos, ya en medio de los mares, ya en el océano aéreo, cuando capas vaporosas y semidiáfanas nos envuelven sobre el vértice de un pico aislado, ya en fin delante de uno de esos poderosos instrumentos que disuelven en estrellas lejanas nebulosas.”
6 Ibid., p. 4.
7 Cf. ibid., p. 5: “Las obras de ciencias naturales llevan [...] en sí mismas un germen de destrucción, de tal suerte que, en menos de un cuarto de siglo, se ven condenados al olvido por la rápida marcha de los descubrimientos e ilegibles para aquellos que se encuentran a la altura de los progresos de su tiempo.”
8 O. Ette, epílogo a Cosmos, loc. cit., p. 959.
9 Por cierto, resulta bastante asombroso que los pruritos ideológico-políticos de García Manríquez ante A. von Humboldt desaparezcan, cuando se trata de aceptar la autoridad de alguien con una historia personal tan obviamente impugnable —para decirlo con algo de suavidad— como Heidegger. (Cf. op. cit., p. 77)