No. 89 / Mayo 2016

Miłosz, joven y viejo*


Adam Zagajewski


(Traducción de Elzbieta Bortkiewicz con el apoyo del Instituto Polaco de Cultura de Madrid.)

Todo parece indicar que son aquellos poetas que murieron jóvenes, como John Keats o Novalis, o bien aquellos que abandonaron la poesía muy temprano para entregarse a la vida práctica, como Arthur Rimbaud (a decir verdad, sería difícil encontrar otro ejemplo con una biografía tan excepcional), los que atraen especialmente a los lectores. Nos fascina alguien como Hugo von Hofmannsthal, quien, siendo alumno de instituto, escribía poemas increíbles y quien después abandonó la lírica. Hay algo en nuestra época que nos hace admirar un fragmento, adivinar la continuación, imaginarnos el final que no hubo. La obra llevada a la senectud, una obra llena, madura, saciada de sabiduría como el vino puede estar saciado del sol del sur, nos intimida y hasta desalienta. Incluso en Alemania el gran Goethe es a veces situado en el segundo puesto, después de Hölderlin que calló prematuramente, desapareciendo en una noche de enajenación.

En Polonia tenemos a poetas que murieron durante la segunda guerra mundial (“tenemos a esos hermanos“, como escribió Stanisław Grochowiak, magnífico poeta, quien tampoco alcanzó la edad muy avanzada). Famosos cantantes interpretan poemas de estos jóvenes poetas, acompañados de una guitarra o un piano. Las fotografías de sus jóvenes rostros, llenos de esperanza no cumplida, adornan las paredes junto a los escritorios de estudiantes de institutos o de universidades. Tenemos también, probablemente como cualquier otro país, a poetas rebeldes, suicidas, que se fueron pronto por voluntad propia, cerraron con estrépito la puerta de la vida y, de cierto modo, vencieron el tiempo y la biología: siempre seguirán siendo jóvenes, serán objeto de culto de otros rebeldes, no veremos arrugas en sus frentes ni condecoraciones en las solapas de las americanas, esos signos visibles de longevidad y de compromiso.

Czesław Miłosz es el lado opuesto de los jóvenes e inmortales poetas. Llegó a la edad de noventa y tres años, trabajando hasta casi el último momento, cumplió sus cometidos (seguramente no todos porque es imposible), como se suele decir, brindó la medida completa de su talento. Numerosas coronas de laureles adornaron sus sienes, incluyendo la más famosa, el premio Nobel. Era un trabajador fuera de serie, capaz e inteligente que, además de los libros de poesía, dejó una buena cantidad de obra en prosa: pocas novelas –no valoraba muy alto este género– pero varias colecciones de ensayos, entre ellas los libros tan importantes y trascendentes como El pensamiento cautivo o, menos conocido pero igual de estimulante La tierra Ulro. Tampoco despreciaba la traducción de poesía de otros idiomas; fue un traductor magnífico y excepcional de Shakespeare, Yeats, Baudelaire, de la poesía del norte y sur de América, de salmos bíblicos y cuentos. Era poeta sobre todo, siempre lo subrayaba, y esto es evidente para cualquiera que conoció su obra, pero asimismo tenía intereses puramente intelectuales, filosóficos.

Deseaba comprender todo, aceptaba o contestaba las opiniones dominantes en sus tiempos, actuaba como publicista, filósofo, adalid de ideas. Era muy sensible a lo que decía o solo susurraba el espíritu de los tiempos, obedeciéndole a veces y otras veces, discutiendo enérgicamente, y sabemos de sobra que no faltan escritores totalmente sordos al canto de zeitgeist. En Polonia, liberada del comunismo, era una gran autoridad tanto artística como política; defendía el sistema democrático liberal mucho más cercano de la izquierda que el la derecha, al mismo tiempo sorprendía a muchos con la profundidad de sus convicciones religiosas. No era para nada una combinación evidente, ni para los representantes de la izquierda, ni para la gente unida a la religión. No lo era y no lo es.

Sorprende la lectura de sus cartas escritas en diferentes épocas de su larga vida (son tantas que nos esperan aún numerosos tomos de correspondencia, además de los que ya se publicaron): siempre, literalmente, siempre, prácticamente a diario, Miłosz escribía algo nuevo ―un poema o un ensayo― traducía, preparaba sus clases en la universidad, ayudaba a sus amigos en las revistas literarias, participaba en la vida política, se indignaba, salía en defensa de personas y libros, intervenía. Y reía sonoramente, porque ese poeta religioso en lo referente a la risa estaba más próximo a Rabelais que a los eremitas de Capadocia (aunque ignoramos si ellos valoraban o no, la risa).

Incluso en el periodo más difícil, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Varsovia era una ciudad ocupada, martirizada, Miłosz aun jóven entonces, era un fanático del trabajo: escribía poemas y ensayos, aprendía inglés, traducía, participaba activamente en la vida literaria y colaboraba con una editorial clandestina. Escribía y traducía por el afán de conocer. Siempre, en cualquier momento de su vida, generosa en cambios dramáticos, desde sus comienzos en la Rusia tsarista (nació en 1911, murió en 2004), hasta la entrada de Polonia en la OTAN y en los momentos previos a su ingreso en la Unión Europea, el poeta trataba de comprender, tenía que comprender las cosas que ocurrían, sacar el sentido al presente, su sentido filosófico, poético y político. Años después su pensamiento retornó al período de la ocupación hitleriana, no sin una clase de paradójica nostalgia: “porque entonces todo estaba claro“ (en el sentido moral). Más difíciles para la conciencia del poeta lo fueron los primeros años después de la guerra, cuando su  conciencia de hombre de izquierdas y su odio hacia la derecha nacionalista lo empujaron hacia el lado del poder comunista; al mismo tiempo, su sensibilidad moral o sencillamente humana, le hacía aborrecer los repulsivos métodos al uso de sus aliados del momento, y fue la que finalmente hizo que, al no soportar más este peso, tomase la decisión de dar un paso radical: emigrar (en 1951). Estaba seguro de que la emigración asfixiaría para siempre su vocación poética, le privaría del contacto salvador con el idioma materno, con su ambiente, con la vida intelectual polaca que tantas veces criticaba con vehemencia, pero a la cual pertenecía como los peces pertenecen al océano.

Los comienzos de su vida de exiliado fueron ciertamente dramáticos; fueron años de una fuerte crisis existencial para Miłosz, años de gran soledad, cuando parecía que todos le rechazaban: los comunistas por haberles traicionado “eligiendo la libertad“ (como se decía entonces), y los exiliados polacos porque sospechaban que era un “agente“ soviético o un espía (por haber formado parte del cuerpo diplomático de la Polonia comunista durante algunos años). Los intelectuales parisinos le miraban especialmente mal porque no compartía su embelesamiento con Stalin; para los anticomunistas occidentales, en cambio, era demasiado izquierdista y por eso, poco digno de confianza: el capitalismo  nunca le  había gustado. En Francia y en el occidente en general, no encontraba su casa ideológica, con la excepción del ambiente de un puñado de polacos ilustres reunidos alrededor de la revista mensual en el exilio Kultura (Jerzy Giedroyć, Józef Czapski, Konstanty Jeleński, Gustaw Herling). Uno de sus pocos amigos franceses, o mejor, de sus aliados franceses en el período parisino fue Albert Camus, también por la admiración que ambos compartían por el pensamiento de Simone Weil.

Solo a partir de su llegada a California (en 1960) a la universidad de Berkeley como un profesor brillante, altamente valorado por sus estudiantes, su situación empezó a mejorar poco a poco: las condiciones de trabajo eran mucho mejores, disfrutaba de la estabilidad económica, descubría la belleza del paisaje californiano, se interesaba por los problemas de Norte América, su historia y su actualidad. Sin embargo, no era un hombre feliz (el concepto de la felicidad no iba con él en absoluto, no tenía ni tiempo ni temperamento para preocuparse por la felicidad o la infelicidad); muchos aspectos de los EEUU le molestaban, pero sobre todo, durante todo este periodo hasta octubre del año 1980, es decir, hasta el momento cuando, inesperadamente, le concedieron el Nobel, había vivido convencido de que estaba totalmente olvidado, de que nadie le conocía ni leía (“tengo cinco lectores“, solía decir). Y es cierto, comparándolo con  su pasado, y lo que pocos recuerdan, dado que como poeta principiante había disfrutado de la fama y la admiración del público en Polonia, aun en Varsovia de antes de la guerra le rodeaba el aureola brillante (y merecida) de joven genio, e inmediatamente después de la guerra, formó parte del grupo de autores más admirados y valorados; sus poemas ayudaban a la gente a soportar los años más duros del estalinismo. El exilio le despojó de todo esto, también del eco de su voz; en California (¡más de treinta años de vida!), a 9400 km de Varsovia, estuvo a un paso de convertirse en un literato amargado, personaje de sobra conocido a cualquiera que hubiese tenido contacto con el ambiente de escritores en cualquier país, y tan característico como “miles gloriosus“, el soldado fanfarrón de la comedia de Plauto. Su creación fue siempre su salvavidas: las horas que pasaba delante del escritorio en su pequeña pero bonita casa en Grizzly Peak Boulevard, una calle situada en el punto más alto de todo Berkeley. Le salvaban los momentos extáticos cuando bajo sus dedos, nacían las líneas de nuevos poemas. La alegría de esos instantes diluía la amargura...

Seguramente nunca había contado con ello, pero la caída del comunismo hizo posible que volviera a vivir en su país. Eligió Cracovia, como pudo haber elegido Varsovia, Gdańsk o Poznań. Wilno, la ciudad de su juventud estudiantil y poética, era la capital de Lituania (primero un estado soviético y después independiente) desde hacía mucho. Precisamente Cracovia le pareció la ciudad más parecida a Wilno. Con sus iglesias barrocas –él sentía debilidad por el barroco–, y sus estrechas callejuelas medievales. Allí tenía también unos pocos amigos incondicionales que durante todos los años de exilio no habían cortado sus contactos con Milosz. El regreso a Polonia después de tantos años fue una gran sorpresa. Su biografía, aparentemente marcada por un destino trágico, marcó una clase de inesperado happy end, como una película de Bergman con un final creado por Holywood. La imagen del viejo Miłosz caminando lentamente por la vieja Cracovia, saludado por los transeúntes, era algo increíble y diríase que reconfortante. Mas los nubarrones de la tragedia no se dejan engañar tan fácilmente: la muerte prematura de su segunda esposa Carol, una generación más joven que él, volvió a empujar su vida al lado tenebroso.  

Miłosz quería comprender. Muchos otros poetas, incluyendo a los más grandes, se conforman con la expresión poética, las  metáforas y las comparaciones, las reticencias, dando la espalda a la frase directa. Miłosz tenía algo de guerrero que, por un lado, hacía uso de la reticencia, la atenuación y la metonimia en su poesía, es decir, utilizaba todo el arsenal clásico y modernista de los medios de expresión, pero por otro lado, necesitaba un martillo de la hipérbole y de la frase clara y aguda de publicista, como si no creyera del todo en la habilidad del lector de captar la sutilidad del poema. O como si pensara que en los tiempos tan crueles en los que le había tocado vivir y pensar, uno no debía limitarse al elegante arte de escribir poemas, que había que lanzar sobre el platillo de la balanza todo, había que gritar y dar patadas. O bien, diciéndolo de otra manera, como si tuviera que convencerse a sí mismo de la tarea más difícil que exige elevar la voz. En este aspecto parece recordar a Brecht, aunque estoy seguro de que protestaría vehementemente contra esta comparación: la confianza absoluta de Brecht en el marxismo y su estrecha relación con el partido durante muchos años le eran totalmente ajenas a Miłosz. Él también tuvo en su vida una época de profundo interés por el marxismo, mas después dedicó muchos años a liberarse de aquella fascinación. Y este proceso de su tormentoso alejamiento de ello fue uno de los motores más potentes de su creación.

La biografía intelectual de Miłosz demuestra lo que es y lo que puede ser, el desarrollo de un gran poeta en el siglo de ideologías beligerantes. Hay poetas aristocráticamente indiferentes a estos conflictos, que siguen su propio camino marcado por su talento, como si se hallaran dentro de un profundo cañón. A Miłosz le apasionaba demasiado el mundo como para ignorar los conflictos ideológicos de sus tiempos; él seguía más bien la línea de cumbres montañosas, y el mundo irrumpía en su modo de pensar, en sus poemas, arrastrando tras sí los ecos de los conflictos y las luchas de ideas. En definitiva, es evidente que el elemento de una clase de salud espiritual en su naturaleza venció a las tentaciones ideológicas, y que Miłosz es el ejemplo de un poeta que, con muchos años de duro trabajo, de lucha consigo mismo, de sufrimiento, venció la tentación ideológica, la tentación de creer en “la verdad única“. Y también porque la batalla con la ideología, lejos de empobrecerla, le hizo bien a su poesía, y es algo excepcional.

Aun en los años 80, la amenaza hegeliana-marxista aparecía en su poesía, aunque ya prácticamente como un fantasma. En “la IV Conferencia“ (ciclo Seis Conferencias en Verso), cuya protagonista es la señorita Jadwiga, bibliotecaria, jorobada, muerta bajo las ruinas de una casa de Varsovia, leemos:

El verdadero enemigo del hombre es la generalización.
La verdadera enemiga del hombre, así llamada Historia,
Seduce y con su plural aterroriza.
No le creais. Es tramposa y traidora,
No es anti-Natura como Marx nos decía,
Y si es Diosa, es la diosa del Fatum ciego.
El frágil esqueleto de la señorita Jadwiga,
el lugar donde su corazón latía, es lo único
que pongo contra la necesidad, la ley, la teoría.


Un filósofo diría que también se generaliza rechazando
las generalizaciones, pero nosotros no vamos a ser tan meticulosos.

Al mismo tiempo no podemos olvidarnos de que siempre, desde la juventud hasta la vejez, en la poesía de Miłosz existía una clase de corriente central no polémica, una clase de corriente interior, de su taller de escritor manaba una fuente de poesía impoluta, libre de las taras del siglo  veinte, limpia –como, por ejemplo, el breve poema Nubes, escrito a muy temprana edad, aún en Wilno, en 1935, cuando el poeta tenía apenas veinte años:

Nubes, terribles nubes mías,
cómo late el corazón, qué pesar, qué melancolía,
nubes, cúmulos blancos y callados
con ojos llenos de lágrimas os miro al despuntar el día,
y sé que hay en mí soberbia y anhelo
y crueldad, y la semilla del desprecio,
tejen el lecho para un sueño muerto
y de mi engaño los tintes más bellos
ocultan la verdad. Bajo entonces la vista
y siento que un vendaval me traspasa
seco, ardiente. ¡Oh, qué terribles sois,
vigías del mundo, oh nubes! Dormirme
quiero, que la piadosa noche me envuelva.

Este bello poema, si lo leemos con atención, resulta ser algo parecido a una apología extática del “núcleo puro” de la poesía, sin embargo, y contradiciendo a lo que acabo de afirmar, no libre de alguna clase de polémica. Mas, esta vez se trata de una polémica muy especial, referente precisamente a la defensa de la pureza, una dramática defensa de una cierta honestidad poética elemental. Y las nubes aquí son “vigías del mundo”, blancos, impolutos. La mentira hace uso de “los tintes más bellos”, pero las nubes sobrias y blancas velan por la verdad. El idioma polaco dispone de dos palabras, obłoki y chmury. Chmura puede ser una nube oscura y tormentosa, sucia y terrible, un nubarrón, pero los obłoki, nubecillas, siempre serán inocentes, blancas y delicadas.

¿Cómo leer entonces la poesía de Miłosz, también la incluida en sus “poemas escogidos”, antologías y selecciones, que puede causar ciertas dificultades al lector, al menos al principio? Su causa es lo que los franceses llaman embarras de richesses, porque también en las selecciones reducidas de sus poemas encontramos aquellos que parecen escritos a varias voces, observando el mundo desde diferentes ángulos, llevando diversas discusiones ideológicas.

Creo que podemos dar el siguiente consejo a aquellos que por primera vez toman en sus manos un libro de poemas de Miłosz: hagan como hacemos todos nosotros cuando leemos a poetas muertos en su juventud. En estos casos, nuestra imaginación trata de extrapolar aquello que quedó del joven autor; intentamos reconstruir lo que ya no existe, crear la imagen de la madurez plena que el autor no había podido alcanzar. A un poeta de larga vida y obra ingente podemos tratarlo de manera simétricamente contraria: saliendo de la obra terminada, cerrada, de la sabiduría y la madurez, podemos iniciar la búsqueda de momentos de crisis, momentos de inseguridad, de duda, de temblor de voz. En un poeta joven buscamos al poeta viejo. En un poeta viejo buscamos al poeta joven. Porque la obra de Miłosz es majestuosa solamente a este nivel. O, diciéndolo de otro modo, es cierto que es imponente, grandiosa, pero en realidad su majestuosidad se compone de átomos de inquietud, búsqueda, vacilaciones, y encanto. Miłosz es un poeta que busca, pregunta y duda conforme a su bien conocido aforismo de Pascal: “Negar, creer y dudar bien son para el hombre lo que el correr a caballo”, e incluso en la vejez, por ejemplo, en el increíble poema Orfeo y Euridice, escrito a la muerte de Carol, no oculta su desesperación. ¿Qué puede la madurez frente a la desesperación? Hay poemas tardíos de Miłosz llenos de paz y optimismo espiritual, sentido del humor, los hay que apelan al “segundo espacio” (el título del último libro redactado por él), al espacio de la trascendencia, pero los hay también que podrían haber sido escritos por un poeta muy joven y muy próximo a la autodestrucción.

¿Quiere decir eso que en lugar de la sabiduría, debemos buscar en el viejo Miłosz la inseguridad y la duda? No me gustaría que se me interpretara de este modo: buscamos ambos aspectos. La sustancia de la poesía da cobijo a lo uno y lo otro. Porque es así que los que viven una larga vida trabajando con tesón siempre, nunca, ni siquiera a sus últimos años, pierden el contacto con su propia juventud, tormentosa, emocional e insegura de si misma. Y aquellos que se van pronto en algunos instantes ya adivinan dentro de sí mismo la constitución de la vejez que nunca les tocará conocer. Por eso quizá, no haya tanta diferencia entre ellos…



* Agradecemos a la revista Sibila su autorización para reproducir este texto.




Ilustración:
Fotografía de Czesław Miłosz de Erazm Ciołek, tomada del sitio del Polish Cultural Institute:
http://www.polishculture.org.uk/news/article/czeslaw-milosz-translated-
by-robert-haas-among-50-outstanding-translations-from-the-last-50-years.html