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No. 90 / Junio 2016


José Manuel Cardona
(Ibiza, 1928; vive en París)


Tom Smithson muerto en su buhardilla

A Carlos Germán  Belli


Te has ido
Por las espirales de humo de tus dedos
famélicos.
Te has alzado sobre la marea encendida de
            Long Island
Quizá para soñar mejor desde el fondo de tus
párpados ecuestres
en aquellos manjares que tu paladar de clown
hambriento
no llegó sino a intuir.
Es falso decir que te has muerto,
que te han vomitado para siempre como una
cosa inútil.
Tu sueño debe ser tan leve como el plumaje
de las prostitutas de California
tan grácil como uno de esos ascensores de
            Manhattan.
Temen verte despertar a deshora
para ir hacia Wall Street y decir a los
fabricantes de embutidos
que es hermoso dictar cartas comerciales a
las rubias mecanógrafas,
pero más hermoso vagar por las riberas del
            Hudson.
Como aquel día de enero,
aquel amanecer de labios jóvenes y pechos
transparentes
cuando dirigiste tus sueños al escaparate de
dulces,
tan asombrado,
tan hondamente sorprendido de hallar a Dios
entre las tartas de crema
y sentir su peso sobre las lívidas paredes de
tu estómago.
Ya solo queda un revuelo de cenizas, y tu
nombre
voceado por el muchacho de los periódicos.




El Embeleso

“For worse? for better? but happened.”
Ezra Pound

A Mariano Villangómez,
Con una nostalgia inmensa


Puede que las cosas no sean
Como quisiéramos que fuesen.

El río sigue su curso
y lo contemplamos atónitos.

Este río será el mismo que vieran
Los ojos de Heráclito aunque no sea
el mismo río.
Cavilo así, embelesado
A orillas del Danubio
Esta tarde otoñal
en que fluyen las aguas, sarmentosas,
como ramificadas, arrastrando
vestigios de tormenta, ranúnculos,
despojos ribereños de un paisaje
que sí sería el mismo hace mil años.
Solo el hombre es capaz de destruir
Lo que nunca ha creado
y que él solo cree pertenecerle.
Ver para vivir no le basta,
todo tiene que ser suyo, apropiárselo.

No pienso que nunca salgamos
de la caverna. Lobo, tigre y buitre,
vocablos que el hombre ha inventado
huyendo de sí mismo,
cercenando ese doble ingrato
que refleja el espejo al contemplarse
en él, nada tienen que ver
con la naturaleza.
Y, a irlos suprimiendo,
borrándolos de su vida, el espejo
se los devuelve intactos,
convertidos en monstruos, encarnados en su
especie,
y serán
ese homo sapiens del que hablan los libros.
Pesadillas horribles nos asaltan
y al despertar nos gustaría
seguir soñando por no ver los cuerpos
de tanto supliciado.
En todas las edades, sublimando
Sus propios horrores, el hombre
crea los dioses a su semejanza
y sacrificándolos,
se engañará creyendo redimirse.

Se extinguirá la especie humana
Sin haber alcanzado nunca
La edad de la razón, como esas muelas
que se dicen serlas del juicio, tardías,
dolorosas e inútiles, vestigio
como el hombre de otras edades.
Perecerá también
Ese embeleso que me habita
A orillas del Danubio y al perderme
por los campos de Córdoba
que dieron su caballo al romancero
o al evocar al Júcar
y las hoces del Huécar
y al bañarme en las fuentes siempre heladas
del río Cuervo y subir a la Vega
del Codorno,
o cuando en Delfos, tras el crepúsculo
de un día esplenderoso, me detengo
entre los olivares plateados
y corono mis sienes
con el laurel de Apolo
y evoco, emplazo a mis antepasados
fundido como acuñado en el mármol
de una tierra que pudo ser la mía
y de la que surgió una vez
la única raza humana que valía
la pena así llamarse.

Aquí y ahora siento en mí crecer
Y que de mí dimana
como un aura celeste, límpida,
etérea, grandiosa,
y recuerdo a Cernuda, el hermano
y guía memorable,
y recuerdo con él que el hombre,
sólo el hombre que él y yo sabemos,
siempre quiso caer
donde el amor fue suyo un día.

Viena, 31 de agosto de 1995





La Buena Nueva

A Pablo García Baena


Iba por la calle y decían de él: “este hombre es
Como nosotros”.
Las muchachas reían a su paso y le gastaban
bromas.
En los suburbios le conocían
Y cuando entraba a beber un vaso de vino
Alguien levantaba la copa y la voz
Para decir:
“A tu salud, amigo”.

También los animales de la calle
Parecían conocerle:
Los perros se pegaban a sus pantalones,
Los gatos maullaban satisfechos.
De las afueras de la ciudad
el canto de los gallos le traía una salutación.

En el campo tenía sus amigos.
Los campesinos de piel rugosa y Mirada abierta
reían largamente
y le daban racimos debajo de las parras.
y le golpeaban suavemente en los hombros,
y apenas hablaban
porque lo sabían como ellos y el silencio era
mucho más.

Una vez hubo una mujer del pueblo que le
abrazó en la calle
mientras le coronaba con hojas de laurel.
Sus zapatos, su camisa, sus pantalones,
La zamarra que usaba en el invierno,
El pañuelo al cuello y la sonrisa amplia,
ese andar seguro como tigre hermano,
todo decía en él sus humanidad,
su hombría de hombre,
su llaneza de pueblo.

Hasta la tierra que cubre sus huesos
es como una amapola derramada en la tierra.
Una mano rugosa, florecida,
acaricia en la tarde su recuerdo.
Nadie llora, le saben
de enredadera tibia, de jacinto y retama.
Le saben uno más, un hombre bueno,
un recuerdo agradable. Casi un símbolo.




Díptico a Tarragona

I

Izada como ave en blanda loma,
luminosa de sol, plena de vida,
ciudad de sueño blanco amanecida
en vuelo venturoso de paloma.

A tus ojos de vidrio el mar se asoma,
a tu talle de miel como una herida
donde gime la roca adornecida
de la misma cantera que hizo a Roma.

Despiertas al gritar de las gaviotas,
marinera ciudad, con la alegría
que prestan al amor tus manos rotas.

Dora la tarde el sol de la bahía.
Cuando todo es quietud rompen las notas
jubilosas de tu marinería.

II

Ciudad bajo la lluvia, con la espera
de siglos dormitando en tus entrañas.
Marinera de mar, que en el mar bañas
tus pies de concha y nardo. Hay primavera

en tus párpados quietos, y quimera
de oloroso jazmín entre espadañas.
De oloroso jazmín, rosas extrañas,
bajo la sombra azul de tu palmera.

Ciudad bajo la lluvia silenciosa.
Torre de amor celeste amurallada
como una mano tibia te acaricia.

Adusta en los cipreses, rumorosa
ciudad de plenilunio. Tierra amada.
Heredera de Roma y de Fenicia.