No. 91 / Julio - Agosto 2016


Detox

Canto multidimensional

Rocío Cerón


Jorge Cuesta nació en México en 1903, murió en 1942. Su objetividad crítica, su lectura del mundo y su capacidad de mirar los intersticios y apuntar lo que había en ellos, le valió ser considerado como el iniciador de la crítica literaria en nuestro país. Su biografía, que en ocasiones sale a relucir más que su propia obra, es reflejo de una personalidad de inteligencia brillante, atormentada, de gran curiosidad y voracidad. Sin un libro publicado en vida, pasarían los años antes de que su obra reunida viera la luz. Hoy día, es un escritor de culto, del cual se habla con admiración pero del cual pocos, que no sean poetas o estudiantes de letras, han leído. Su obra “Canto a un dios mineral” ha sido un poema capital para mí.

Construido con una visión multidimensional, este potentísimo poema ha sido dividido por algunos críticos en 7, 8 ó 9 momentos distintos. En mi caso, sin ser crítica literaria sino poeta y lectora, encuentro una sucesión de imágenes, de ilación discursiva y poética que marcan cinco momentos dados en la estructura de las 37 estrofas que conforman el poema.

El primero, el gesto, el movimiento de una mano, va abriendo la suspensión: el cielo, como la página, es el lugar posible, el espacio donde lo subjetivo y lo objetivo, los contrarios, se van abriendo como elementos de tensión. La vista aparece como primer forma de acercamiento: mirar es estar en el mundo, es “leerlo” en su forma, su espacialidad y tiempo.

En un segundo momento, el cuerpo aparece, es el territorio que se entrega, que se penetra, que se da como espacio para que sea posible el viaje;el agua aquí es el reflejo de toda vida, de la sangre, del principio de la transformación, sea esta vapor en la nube, agua que corre en la tierra o hielo, es esa capacidad de multiplicidad de estados que el poeta toma como motivos para dilucidar lo que se agita en la vida del hombre, le corresponden no solo el cuerpo sino un estado espiritual.

Todo está concatenado: gesto, signo, mirada, cuerpo, y en todo ello la memoria: “La transparencia a sí misma regresa,/ y expulsa a la ficción, aunque no cesa;/ pues la memoria oprime/ de la opaca materia que, a la orilla,/ del agua en que la onda juega y brilla,/ se entenebrece y gime./”  En la siguiente estrofa, Cuesta apunta en la primera línea: “La materia regresa a su costumbre”, que me recuerda al verso de José Carlos Becerra, “La tierra guarda sus hechos de sangre”. Es decir, la mirada, el gesto, la memoria, el cuerpo se inquietan, el espíritu enfebrece, se cuestiona, divaga, se suspende, pero siempre está lo esencial: el origen, aquellos gestos primeros, aquella herida primera que nos dimensiona, que nos define.

Cuesta sabe, como Becerra, que nada se escapa, todo reside, está. Está sucediéndose. Aunque haya “un instante a los ojos en suspenso”. Todo periplo, toda travesía, tendrá un punto de retorno, y, aunque del viaje no se regresa igual, se regresa al mismo punto, como lo dice el poeta islandés Steinn Steinarr: “Sentado en una piedra recorres con tu vista el escenario un instante. Recuerdas entonces que una vez, una vez hace ya mucho, echaste a andar desde este mismo sitio.”

En el tercer momento, voz y mirada se anudan. La realidad y la ficción se confunden, la mirada “se transporta” hacia el exterior en un viaje paralelo hacia el interior. Caverna interior y sonidos apenas que vienen desde el mundo de los hombres. Hay un vaivén entre los recovecos del alma, las dudas, lo incierto y el sentido de los días y las horas; la irrealidad de lo que se especula en la reflexión, en el ejercicio del pensamiento; y de vuelta, lo onírico, lo subconsciente en roce con un espíritu crítico, y aunque suene paradójico es en esta fricción donde se encuentra el único lugar de colocación, de estancia.

En el cuarto momento, voz, mirada, lenguaje y sonoridad se articulan en diálogo. Es el mundo, y sus sonidos, que nos regresan a nosotros mismos. Aquí se escucha el viento, la fragilidad de las burbujas, la lengua y su fuerza sublingual, se trazan voces, se canta el mundo: “Cómo pasma a la lengua blanda y gruesa,/ y asciende un burbujear a la sorpresa/ del sensible oleaje:/ su espuma frágil las burbujas prende,/ y las pruebas, las une, las suspende/ la creación del lenguaje.”  Y en la siguiente estrofa: “El lenguaje es sabor que se entrega al labio/ la entraña abierta a un gusto extraño y sabio:/ despierta en la garganta;/ su espíritu aún espeso al aire brota/ y en la líquida masa donde flota/ siente el espacio y canta.”

Para ser hay que pasar, como en el proceso alquímico o en los rituales de iniciación, por el fuego, como ave Fénix, para encontrar en esa combustión, en ese renacer, el recinto, el oído que escuchará la palabra encontrada. Es el vacío, la saturación y la vuelta al vacío, su juego perpetuo. Son los flujos interiores, el espíritu y la sangre. Es la imposibilidad de la experiencia si ésta no está suspendida, y viva, más viva que en la vida real, en el lenguaje. La quinta parte, y última, nos abre al ruido del mundo, al fraseo de lo que escuchamos, ruido sordo, opaco, también de la respiración y el pulso, personal y colectivo, donde ya se contiene el pensamiento, y las dudas, de un tiempo preciso. Es “El aire tenso y musical” que espera y fija un espacio sonoro, un espacio donde se unen todos los sentidos, donde el cuerpo se encuentra renacido. Cuesta cierra el poema y nos dice: “El sabio que destila la tiniebla/ es el propio sentido que otros puebla/ y el futuro domina.” Es entonces el rastro y la huella, el espacio abierto del gesto de una mano, que simboliza también toda escritura, que ya se ha hecho cuerpo, mirada, voz, entidad colocada en el espacio tiempo. Es el hombre en poder total de la multidimensionalidad de sus sentidos. Hombre en poder de sí mismo. Es la exactitud del cuerpo en paralelo y trasvase con la experiencia de la inteligencia.