No. 91 / Julio - Agosto 2016



Letra a letra:
Muestra poética


Luis Aguilera
Piedad Bonnet
Lucía Estrada
Gustavo Adolfo Garcés



Luis Aguilera


Palabras para mi silencio

                                        A Vale y Salvador

Pensaré palabras, muchas palabras,
pensaré
palabras duras, de metal y piedra,
para arrojar o herir, de canto o filo,
palabras que al caer se rompen,
mañana en la muerte pronunciadas.
Palabras
para decir y señalar el nombre propio,
no el de las cosas ni el de nadie,
sino el que viene al vuelo y la voz lo calla,
mirada al suelo que impidió el encuentro,
desnudez de paso que se negó a otro cuerpo.

Pensaré
palabras contadas en últimas monedas,
el pulso a sangre negra de los diamantes,
los perros de frontera, los colmillos,
el hambre al alza en el mercado libre
y palabras hervidas y pensadas
sorbo a sorbo
en un viaje alrededor del plato,
con la palabra fríjol entre los codos rotos
y en la mesa puesta para el pan sencillo
o desvistiendo al ajo de su camisa blanca.

Pensaré
palabras, muchas palabras,
como la mano oscura que a la frente lleva
la vocal en trozos de un problema entero
y la palabra lumbre recogiendo el día
o la de otros pies para los pies con frío
y la de ese segundo transversal que tarda
un espejo en devolver el alma y en apagarse
la luz liviana de un beso al cerrar el mundo.

Pensaré
palabras, muchas palabras,
palabras de una sola pieza o desarmables,
la que llega a Urgencias sin abrir la boca
o escribe sin letras La tristeza es bella
y se hace pronombre en un olor de armario,
ropa de fiesta y ocasión perdida
en la caja sin tiempo de los verbos muertos.

Pensaré
palabras, abecedario y desaliento,
palabras que me unen a una historia,
bicicleta y puerta, teléfono y destierro,
la casa y la maleta, la almohada con la trenza,
palabras,
palabras debidas para anunciar a todos
Este otoño ha escrito sus mejores árboles
-Archivo. Guardar. Mis Documentos-
y yo escribo el hilo de agua que lo canta

Nadie nos enseñó a ser felices.
Sin otra infancia
la vida es un fuera de lugar y su momento.
Yo estudié su poesía en el planisferio sur
de una campesina que me bañó en su pelo
y me enseñó su ciencia: «Ahora, mijito,
no va a ver en mi persona a la mujer pobre sino a la rica».
Lo acabé de comprender muchos años después,
persiguiendo veleros de nieve en el desierto,
camino a San Martín de los Andes, Argentina.
Todas las palabras son esa mujer. Ninguna
es lo que habla o significa. Debajo de sus sílabas
las yemas de su música se aflautan y palpitan:
el óxido es la tarde, la tarde es una playa,
la playa son los días que llegan de otra orilla.

Palabras juntas, anónimas, disueltas,
dos dedos cortos para medir la frente,
el al fin y al cabo y ya veremos, hola y adiós,
la tienda de la esquina, Monet y los nenúfares.
Pero en el saldo de la memoria no queda ninguna
que perdure. Sólo se tiene prestada su sangre
y se devuelve. Quizás dos o tres nombres
son todas las palabras que un hombre necesita
para acompañarse de tan largamente solo y en silencio.





Piedad Bonnet


Los que no sueñan nunca

Las madrugadas
de aquellos que nunca tienen sueños
son limpias, como calles lavadas en la noche.
En sus manos no hay sangre de enemigos,
ni en sus ojos destellos de lujuria,
ni nostalgias confusas
ni violentos deseos
de volver a buscar lo ya perdido.
No hay rastros de vergüenza en los que nunca sueñan,
ni ese aire distraído, ensimismado,
del que en sus manos trae sólo pobres jirones.
No los veremos nunca
tratando de contar con gesto apasionado
y los ojos clavados en medio del vacío,
lo que a nadie interesa,
como viejos que jalan torpemente
la cuerda de sus años más antiguos.
Y sin embargo,
los que no sueñan nunca
tienen otras maneras de vivir sus dos vidas.
Tal vez menos hermosas y menos inocentes.




La inocencia del sueño

La inocencia
es la virtud del sueño,
y el desdén por el tiempo su ganancia.
Como niños desnudos remontamos sus aguas
con los ojos abiertos. Y qué hallazgos.
El que murió nos abraza de nuevo
y volvemos a amar al olvidado.
Al cuerpo que dejamos en la orilla
regresamos distintos,
con un vacío a medias,
como quien ha dejado alguna cosa
que no sabe qué es,
allá,
del otro lado.





Lucía Estrada


Pier Paolo Pasolini

I

Al mediodía la boca se contrae:
fuente oscura
que cumple la antigua tarea de ocultar
un terror verdadero.

Despeñarse a cada paso con lentitud,
lugares donde nunca ocurre nada, sólo la noche
y su rostro multiplicado en el espejo.

II

Las campanas no son el anuncio del ángel
sino su presencia inmediata, confusa,
obstinadamente bella como el brillo de la serpiente,
como la tela de araña
en el extremo de una guillotina.

III

El asombro ha levantado sus puentes,
jardines de mandrágora con una sola silla en el centro,
blanca, vacía como el mundo.

Horas que se viven para nadie con plena indiferencia,
con el rigor abstraído
de quienes lo asumen todo
hasta el fin.

IV

Mirarse de frente, hundir los dedos hasta palpar la visión,
hasta sustraerse de uno mismo en un gesto parecido a la locura,
sin esperar otra imagen, otro silencio
que no sea una mano inmóvil
sosteniendo ciegamente el absurdo.

V

Una mujer vigila los movimientos de la luz,
y rodea con sus ojos el jardín en que corre y se agita.

VI

Sin embargo
es otra la imagen que su dedo
señala en la página:
hombres caídos en mitad de la noche
—no se sabe bien—
antes o después de una guerra.

VII

Extraviados
se recorren a sí mismos,
tantean como ciegos cada rincón de su cabeza,
reducen a un solo gesto de dolor las palabras,
y ya en los ojos, a oscuras,
comprenden que no es posible, que hace mucho se olvidaron,
que ya ni siquiera podrían reconocerse.

VIII

La sombra de una gran serpiente
sostenida por sus ojos, incomprensible,
casi tan hermosa como un sueño dentro de otro
sucediéndose.

IX

Pero el desierto,
y nada más que el desierto

Mujer suspendida,
replegada sobre sí
en el abismo de su pregunta.

X

La muerte, el desasosiego
la sensación de una inmovilidad pegajosa y malsana,
el desconcierto de verse siempre detenido
en un mismo lugar.

Cuerpos de arena levantándose,
reflejándose el uno en el otro
yendo y viniendo
en una lenta caravana.

El desierto es todo cuanto existe.
El desierto son mis ojos.

XI

Y si no hay más,
si todo ha sido una vana representación de instantes,

sueño a punto de diluirse en otras aguas,
absurdo movimiento del vacío que nos ha dejado solos
y desnudos, aferrados a un tiempo que no existe
pero nos convoca.

XII

Acaso siempre fuimos este silencio,
la conciencia infinita de la muerte,
todo el placer y el dolor
agazapados bajo un mismo nombre que no conocíamos,
y que ahora se nos revela como una señal inequívoca.

Pájaro negro
sobrevolando la tormenta.

XIII

De camino,
cuando sólo nos habla la imagen fija
de la muerte

un nombre entre las piedras.

XIV

Su sombra, oculta en mi mano,
la inmoviliza,
la oscurece.

Pasaje sin tiempo.
Lugar no visitado.

XV

Y qué pueden significar ya esos signos,
esas figuras trazadas sin pudor en la página,
el puño cerrado alrededor del miedo,
el rostro bajo tierra, la fuente, una mujer suspendida
en el brillo de las campanas,
el hombre sin piel, nuevamente desierto,
cada quien consigo mismo, al fin,
dando tumbos en la memoria,
en los ojos abiertos
del vacío.

XVI

Hombre solo
en el blanco de la página,
cielo rojo
silencio de barcos que se alejan,
de ciudades ocultas en la sombra.

Solo como ninguno
en la soledad de sus lienzos,
traza la figura del huésped,
confusión de ortigas y gestos inútiles,
estatua de arena,
el mar de lo inamovible.





Gustavo Adolfo Garcés


Moscardón

Revolotea

vuela más alto

se escurre
con solvencia

con un amago
de desdén




El vagabundo

Dice que ahora se dirige
hacia los páramos

para rumiar otros aires

y cuidar el huerto
de la nieve

a menudo me propone
acertijos

¿quién se hizo y se deshizo?
— pregunta

el chaparrón
— responde

¿quién es el que primero
se levanta?

no tengo registro
de sus quejas

con frecuencia
se las da de filósofo




José María Espinasa, “Letra a letra: lo que importa saber de Colombia”