cornisa-inditos.jpg

No. 91 / Julio - Agosto 2016


Nabil Valles Dena
(Ciudad Juárez, Chihuahua, 1989)


Una casa en la provincia
I
Crecí viendo a mi padre construir
puertos en tierra para aves distintas
siempre atento a las sutiles diferencias
entre una casa de faisán, de arena límpida
y una mansión de pavorreales cercada
de hierba alta y silencio.

Cada plumaje delataba una especie
y las condiciones únicas
del nido que habría que construir.
Nunca hubo error en los aviarios de mi padre:
respondiendo a un nombre propio
cada pájaro en su regencia
asomaba a la frontera del sitio de anidación.

Él los veía con el gesto complacido
del que llega y le recibe quien espera.
A su  llamado los pájaros mostraban
un plumaje inequívoco.
―Los aviarios en su perfección
tuvieron siempre puertas correctas,
habitantes correctos.

II
Mi padre clausuraba sus edificaciones
con una mano de tierra de la muerte
y la señal de la cruz cuando las aves no volvían.

Un día lo vi levantar otra casa,
y extendí una mano cuando le oí llamar:
su rostro tuvo entonces la expresión
del que aguarda en una puerta equivocada.

“Esta mano gruesa no es la de mi hija,
esta mano tan delgada no es,
no esta mano, no este rostro”.

Yo le escuchaba
deseando nunca haber ido tan lejos
en el acto de habitar
un nombre y una casa que no correspondían.
Daba en llamas la vuelta
y el fuego liberaba aquel espacio
tomado por error.

Nunca supe a quién buscaba
ni por qué construyó aquella casa
a donde volví puntual a la hora
del puñado de ceniza
con que su amor clausuraba
una residencia inexacta.

II
Mi posesión es esta casa en el erial.

Mi padre; punto inconsciente
de su dimensión ínfima
levantó estos muros con la fe
del signo que aspira a la línea
desde la pobreza
de su ser infinitesimal.

Me ha dicho que las vigas
que vertebran sus estancias
fueron hechas del hierro más durable
como para soportar el peso
de un tiempo ulterior a nosotros
y ser casa siempre abierta a esas visitas
familiares solamente
por los delgados hilos
del apellido y la sangre.

Pero este sitio no es más que el casto erial,
donde unos bloques de nada
testimonian la dicha
del punto que siente
haberse logrado en la línea,
y no comparto, del todo, ese orgullo constructor
porque solo hemos sido
para solo ser luego
dos partículas de polvo tras el cerco de un vacío.

III
Quise probarme que podía
acertar la gradación, el fuego exacto
con qué cocinar
concebir, como hacían otras mujeres,
la materia nutricia de los días.

Encendí el horno
y vi a mi padre venir desde la obra
de una estancia de la casa
al otro lado del terreno
furioso por las vigas inestables
de la mala instalación.

Intuyendo su hambre a esa hora de la tarde,
abrí la puerta del horno antes de tiempo
y bastó el aire;
una mínima variación
para que la masa se hundiera.

Sentí vergüenza al mirar el recetario.
Páginas enteras de instructivos:
Planos de construcción.
Me avergonzó el deseo de ser
una mujer como las otras,
pero avancé, resuelta hacia la mesa,
y serví el pan ―de todas formas− en dos platos
con la vista hacia el muro de la estancia
y vi a mi padre;
su vergüenza en el escombro
de lo que estaba
predestinado a caer y en la vigas
que enderezó como pudo
en su deseo de ser un hombre
―igual a otros―  
dueño de un sitio en la Obra.